Cuento de Navidad. Charles Dickens
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Entretanto la niebla y la oscuridad se habían intensificado de tal modo que unas cuantas personas corrían de un lado a otro con resplandecientes hachas de viento, ofreciendo sus servicios para ir delante de los coches de caballos hasta su destino. Se hizo invisible la antigua torre de una iglesia cuya vieja y ronca campana siempre estaba espiando sigilosamente en dirección a Scrooge por un ventanal gótico del muro, y daba las horas y los cuartos en las nubes con trémulas vibraciones posteriores, como si allí arriba le castañeasen los dientes en su cabeza helada. El frío se extremó. En la calle principal, hacia la esquina del patio, unos obreros estaban reparando la conducción del gas y habían encendido una gran hoguera en un brasero; en torno al fuego se había reunido un grupo de hombres y muchachos andrajosos que, en éxtasis, se calentaban las manos y guiñaban los ojos ante las llamaradas. La llave del agua había quedado abierta y, al rebosar, se congelaba en rencoroso silencio hasta convertirse en hielo misantrópico. La brillantez de los escaparates, donde al calor de las lámparas crujían las ramitas y bayas de acebo, volvía rojizos los pálidos rostros al pasar. Los comercios de pollería y ultramarinos ofrecían una espléndida escena; resultaba casi imposible creer que allí pintasen algo unos principios tan tediosos como los de la compraventa. El Lord Mayor, en su baluarte de la magnífica Mansion House, daba órdenes a sus cincuenta mayordomos y cocineros para celebrar las Navidades como correspondía a la casa de un lord mayor; y hasta el sastrecillo, a quien él había multado con cinco chelines el lunes pasado por andar borracho y pendenciero por las calles, estaba en su buhardilla revolviendo la masa del pudding del día siguiente, mientras su flaca esposa y el bebé habían salido a comprar carne de ternera.
¡Todavía más niebla y más frío! Un frío punzante, penetrante, mordiente. Si el buen San Dunstan, en vez de utilizar sus armas habituales, hubiera pinzado la nariz del Espíritu Maligno con solo un toque de semejante clima, seguro que éste habría proferido los mejores propósitos. El poseedor de una joven y escasa nariz, roída y mascullada por el hambriento frío como un hueso roído por los perros, se encorvó ante el ojo de la cerradura de Scrooge para deleitarle con un villancico. Pero a los primeros sones de
¡Dios bendiga al jubiloso caballero!
¡Que nada le traiga el desaliento!
Scrooge agarró la vara con tal energía que el cantor huyó despavorido, dejando el ojo de la cerradura para la niebla y para la todavía más amable escarcha.
Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. Con muy mala voluntad, Scrooge desmontó de su taburete y, tácitamente, admitió el hecho ante el expectante empleado de la Cisterna, que sopló la vela al instante y se puso el sombrero.
–Supongo que usted querrá libre todo el día de mañana —dijo Scrooge.
–Si le parece conveniente, señor.
–No me parece conveniente —dijo Scrooge— y no es razonable. Si por ello le descontara media corona, usted se sentiría maltratado, ¿me equivoco?
El escribiente esbozó una tímida sonrisa.
–Y sin embargo —dijo Scrooge— no cree usted que el maltratado sea yo cuando pago un jornal sin que se trabaje.
El escribiente comentó que solo se trataba de una vez al año.
–Es una excusa muy pobre para saquear el bolsillo de un hombre cada 25 de diciembre —dijo Scrooge abotonándose el abrigo hasta la barbilla—. Pero supongo que deberá tener el día completo. ¡A la mañana siguiente preséntese aquí lo antes posible!
El escribiente prometió que así lo haría y Scrooge salió gruñendo. En un abrir y cerrar de ojos quedó clausurado el establecimiento; el escribiente, con los largos extremos de la bufanda colgando por debajo de su cintura (no lucía abrigo) se lanzó veinte veces por un tobogán en Cornhill, a la cola de una fila de chicos, en honor de la Nochebuena; luego corrió a su casa, en Camdem Town, lo más deprisa que pudo, para jugar a la «gallina ciega».
Scrooge tomó su triste cena en su habitual triste taberna; leyó todos los periódicos y se entretuvo el resto de la velada con su libro de cuentas; después se marchó a su casa para acostarse. Vivía en unas habitaciones que habían pertenecido a su difunto socio. Era una lóbrega serie de cuartos en un desvencijado edificio aplastado en el fondo de un patio, donde desentonaba tanto que uno podía fácilmente imaginar que había corrido hacia allí cuando era una casa jovencita, jugando al escondite con otras casas, y había olvidado el camino de salida. Ahora ya era lo bastante vieja y lo bastante lúgubre para que nadie viviese en ella, salvo Scrooge; todas las demás habitaciones estaban alquiladas para oficinas. El patio estaba tan oscuro que el mismo Scrooge, que conocía cada piedra, no dudó en ir tanteando con las manos. La niebla y la escarcha pendían sobre el negro y viejo portón de la casa; parecía que el Genio del Tiempo estaba sentado en el umbral, en dolientes meditaciones.
Ahora bien, es una realidad que el aldabón no tenía nada especial excepto que era muy grande. También es cierto que Scrooge lo había visto noche y día durante todo el tiempo que llevaba residiendo en aquel lugar. Cierto también que Scrooge tenía tan poco de eso que se llama fantasía como cualquier hombre en la City de Londres, incluyendo —que ya es decir— la corporación municipal, los concejales electos y los miembros de la Cámara de Gremios. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que había mencionado aquella tarde el fallecimiento de su socio siete años atrás. Y entonces que alguien me explique, si es que puede, cómo ocurrió que al meter la llave en la cerradura de la puerta, y sin que se diera un proceso intermedio de cambio, Scrooge no vio un aldabón, sino el rostro de Marley en el aldabón.
El rostro de Marley. No era una sombra impenetrable como los demás objetos del patio, sino que tenía una luz mortecina a su alrededor, como una langosta podrida en una despensa oscura. No mostraba enfado ni ferocidad, pero miraba a Scrooge como Marley solía hacerlo: con fantasmagóricos lentes colocados hacia arriba, sobre su frente fantasmal. Sus cabellos se movían de una manera extraña, como si alguien los soplara o les aplicara un chorro de aire caliente; y aunque tenía los ojos muy abiertos, mantenían una inmovilidad perfecta. Esto y su coloración lívida le hacían horripilante; pero a pesar del rostro y de su control, el horror parecía ser algo más que una parte de su propia expresión.
Cuando Scrooge miraba fijamente este fenómeno, volvió nuevamente a ser un aldabón.
No sería cierto afirmar que no estaba sobresaltado, o que sus venas no notaban una sensación terrible que no había vuelto a experimentar desde su infancia. Pero puso la mano en la llave que había soltado, la hizo girar con energía, entró y encendió la vela.
Con una indecisión momentánea, antes de cerrar la puerta hizo una pausa y miró cautelosamente hacia atrás, como si esperase el susto de ver la coleta de Marley asomando por el lado del recibidor. Pero en el otro lado de la puerta no había más que los tomillos y las tuercas que sujetaban el aldabón, de manera que dijo: «¡Bah, bah!», y la cerró de un portazo.
El ruido retumbó por toda la casa como un trueno. Todas las habitaciones de arriba y todos los barriles de la bodega del vinatero, abajo, parecían tener una escala propia y distinta de ecos. Scrooge no era hombre que se asustara con los ecos. Aseguró el cierre de la puerta, atravesó el recibidor y comenzó a subir las escaleras, pero lentamente y despabilando la vela.
Se podría hablar por hablar sobre la manera de conducir una diligencia de seis caballos por un buen tramo de viejas escaleras o a través de una mala y reciente Ley del Parlamento, pero sí digo de veras que se podría subir por aquellas escaleras con una carroza fúnebre y ponerla a lo ancho, con el balancín hacia la pared y la puerta hacia la balaustrada; y se podría hacer con facilidad. Había anchura suficiente y aun sobraría sitio; tal vez por esta razón, Scrooge pensó que veía moverse