La desheredada. Benito Perez Galdos
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En este reconocimiento del lugar empleó Isidora menos de un minuto. De pronto se fijó en el anciano, que seguía pasando por delante de ella con rapidez creciente, y se asombró de ver la agitación de sus manos, el temblor de sus labios y la vivacidad de sus ojos, apariencias muy distintas de aquella su anterior facha bondadosa y simpática. Parándose ante Isidora, exclamó con palabra torpe y muy conmovida:
«Señora, nunca hubiera creído esto en una persona como usted.
—¡Yo!—murmuró Isidora, llena de espanto.
—¡Sí!—dijo el otro alzando la voz—, usted me está insultando; usted me está insultando».
El disparatado juicio, la voz alterada del viejo, su agitación creciente, fueron un rayo de luz para Isidora. Se levantó buscando la puerta; corrió hacia ella despavorida. El terror le daba alas. Entre tanto el anciano gritaba:
«Insultándome, sí, sin respeto a mis canas, a mis sufrimientos de padre... ¡Oh, Señor! Perdónala, perdónala, Señor, porque no sabe lo que se dice».
Isidora salió al pasillo cuando llegaba el Director, que al instante comprendió la causa de su miedo. Sonriendo, la tomó de la mano para obligarla a entrar.
«El pobre Canencia...—dijo—. Cosa rara... Hace tanto tiempo que está tranquilo... Pero es un ángel, es incapaz de hacer el menor daño».
Ambos le miraron. El semblante del anciano no expresaba ira, sino emoción, y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.
«También usted me insulta, señor Director—dijo oprimiéndose el pecho, y con la entonación y los ademanes de un cómico mediano—. No puedo más, no puedo más... ¡Adiós, adiós, ingratos!».
Y salió escapado.
«Eso le pasa pronto—indicó el Director a Isidora, que aún no había vuelto de su espanto—. Es un bendito; hace treinta y dos años que está en la casa y pasa largas temporadas, a veces dos y tres años, sin la más ligera perturbación. Sus accesos no son más que lo que usted ha visto. Principia por decir que tiene dos máquinas eléctricas en la cabeza y luego sale con que le insulto. Echa a correr, da unos cuantos paseos por la huerta, y al cabo de un rato está ya sereno. Trabaja bien, me ayuda mucho, y, como usted habrá visto si le ha oído, es de encargo para dar consejos. Parece un santo y un filósofo. Yo le quiero al pobre Canencia. Vino por cuestiones y pleitos con sus hijos... Historia larga y triste que no es de este lugar. Vamos a la de usted, que tampoco es alegre, y hoy menos que nunca».
El Director dio un gran suspiro, expresión oficial de sus sentimientos compasivos, e Isidora quedose fría, aguardando terribles noticias. ¡Cómo miraba al buen señor, deletreando en su cara, y qué bien le decía esta que no esperara nada bueno!
«Yo quisiera verle...—balbució Isidora.
—Eso es imposible. ¡Verle!, ¿y para qué?... Mal, muy mal está el pobre Rufete—afirmó el Director, moviendo la cabeza—. Llénese usted de paciencia, porque, verdaderamente, si esta enfermedad es incurable, si no cesa de atormentarse el que la padece, mejor es que se vaya a descansar... Yo, lo digo con franqueza, si tuviera alguna persona de mi familia en ese estado, desearía...».
Trabajo le costó a Isidora admitir la funesta verdad que se le quería anunciar con caritativas precauciones, y tragando saliva para deshacer aquel nudo que en su garganta se formaba, habló con medias palabras de esta manera:
«Quién sabe... Todavía... Pero yo quiero verle.
—Vamos, que no... Ya...».
El buen señor estaba impaciente. Tenía que hacer.
«Siéntese usted...—murmuró acercando un sillón—. ¿Quiere usted que le traiga un vaso de agua?».
Isidora no decía nada. Sus ojos, aterrados, se clavaron en el busto de yeso. Lo examinó bien y estúpidamente, viéndole con claridad, por esa atracción rara que en el momento de recibir una noticia grave ejerce sobre los sentidos un objeto material cualquiera, que luego queda por algún tiempo asociado a la noticia misma...
—IV—
Al mismo tiempo que Isidora contaba sus desdichas al inocentísimo Canencia, ocurría no lejos de allí un hecho que, con ser muy triste, no afectaba grandemente a los que lo presenciaban. Eran éstos el Director facultativo, el administrativo, un practicante, alumno de Medicina, el capellán y un enfermero. El moribundo, pues de morirse un hombre se trata, era Rufete. La crisis era violenta y calmosa, de desarrollo fácil y término decidido. El enfermo apenas tenía movimiento y vida más que en la cabeza; no padecía nada; se iba por rápida y llana pendiente, sin choque, sin batalla, sin convulsiones, sin defensa.
«Muere bien»—dijo en voz baja el médico.
El paciente dio un gran suspiro, abrió los ojos, miró a todos uno por uno; y no con furia, no con espasmos de insensato, ni iracundas recriminaciones, sino con apagada voz, con sentimiento tranquilo, que más que nada era profundísima lástima de sí mismo, pronunció estas palabras: «Caballeros, ¿es cierto lo que me figuro?... ¿Es cierto que estoy en Leganés?».
El médico le quiso consolar con palabras campechanas.
«Hombre, no sea usted tonto...; si está usted en su casa... Vamos, que se va usted a poner bueno».
El enfermo movió tristemente la cabeza. Permaneció largo rato mudo. Después tomó la mano del cura, la besó... Quiso hablar, no pudo, se le vio luchar con la palabra. Al fin, tras un desesperado esfuerzo de voluntad, pudo decir a media voz:
«Mis hijos..., la marquesa...».
Y calló para siempre. Médico y aprendiz observaron con la atención y la frialdad de la ciencia aquel caso de tránsito, y después se fueron a extender el parte. Acercose a ellos el Director, manifestándoles con más lástima que alarma la presencia en la casa de una hija del muerto. El aprendiz de médico declaró al punto conocerla, y alegrándose de que allí estuviera, quiso participar de las dificultades de darle la noticia y del compromiso de consolarla y darle algún socorro si lo había menester.
Fue