La desheredada. Benito Perez Galdos
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Los pucheros de Alcorcón, los jarros de Talavera y Andújar, los botijos y la cristalería de Cadalso, las escobas, las cajas de arena y tierra de limpiar metales revelaban una mano tan hacendosa como inteligente. Ni faltaba un poco de arte en aquellos cuatro trebejos colocados sobre cuatro no muy iguales tablas. Pero lo que mejor declaraba la limpieza de Encarnación era un estantillo que a mano izquierda de la puerta estaba, y que contenía diversidad de artículos, compañeros infalibles del ramo de cacharrería. En un hueco había flor de malva, en otro cercano violetas secas, más allá greda para limpiar, adormideras, cerillas de cartón. Seguía el pimentón molido, que sirve para pintar la comida del pueblo, y luego los cañamones, de que se sustentan los pajarillos presos. El espliego se daba la mano con los estropajos, y no faltaban algunas resmas de papel picado con que las cocineras adornan los vasares. Entre tanta chuchería, Isidora encontró otro antiguo conocido, otra amistad de su infancia. Era un cartel que decía:
Ojo al Cristo.
Aquí murió el fiar
y el prestar también murió,
y fue porque le ayudó
a morir el mal pagar.
Isidora sabía de memoria esta composición epigramática de su tía, que terminaba así:
Si fío,
aventuro lo que es mío.
Y si presto,
al pagar ponen mal gesto.
Pues para librarme de esto,
ni doy, ni fío, ni presto.
Estas observaciones y recuerdos duraron segundos nada más. Isidora gritó: «¡Tía, tía!».
Apareció entonces la Sanguijuelera, y tía y sobrina se abrazaron y besaron. La joven callaba llorando; la anciana empezó a charlar desde el primer momento, porque no había situación en que pudiese guardar silencio, y antes se la viera muerta que muda.
«¡Oh quimerilla!..., ya estás aquí... Pues mira, te esperaba hoy. Anoche supe que cerró el ojo Tomás... No te aflijas, paloma. Más vale así... ¿Qué vas a sacar de esos sentimientos? Siéntate... Espera que quite estos botijos... Si Tomás ya no vivía ¡el pobre! Bien lo dije yo hace cinco mil domingos: «Este acabará en Leganés». Nunca tuvo la cabeza buena, hija, y con sus locuras despachó a tu madre, aquella santa, aquella pasta de ángel, aquel coral de las mujeres... ¡Pobre Francisca, niña mía!
—¿Y Mariano?—dijo Isidora, que extrañaba no ver allí a su hermano.
—Está en el trabajo... Le he puesto a trabajar. ¡Hija, si me comía un carcañal!... Es más malo que Anás y Caifás juntos. No puedo hacer carrera de él. ¡Vaya, que ha salido una pieza colunaria!... Yo le llamo Pecado, porque parece que vino al mundo por obra y gracia del demonio. Me tiene asada el alma. ¿Sabes dónde está? Pues le puse en la fábrica de sogas de ese que llaman Diente, ¿estás?, y me trae dieciocho reales todas las semanas...
—¿Y no va a la escuela?—preguntó Isidora expresando no poco disgusto.
—¡Escuela! Que si quieres... ¿Y quién le sujeta a la escuela? Bueno es el niño. Ahí le puse en esa de los Herejes, donde dicen la misa por la tarde y el rosario por la mañana. Daban un panecillo a cada muchacho, y esto ayuda. Pero aguárdate; un día sí y otro no, me hacía novillos el tunante. Después le puse en los Católicos de ahí abajo, y se me escapaba a las pedreas... Es un purgatorio saltando. Nada, nada, a trabajar. ¡Qué puñales!..., no están los tiempos para mimos. Estoy muy mal de acá, hija. Ya ves este escenario. ¿Te acuerdas de mi establecimiento de la calle de la Torrecilla? ¡Aquéllos sí que eran tiempos majos! Pero tu divina familia me arrumbó; tu papaíto, que de Dios goce, ¡tres puñales, me trajo a esta miseria! ¡Ya ves qué polla estoy!; sesenta y ocho años, chiquilla, sesenta y ocho miércoles de Ceniza a la espalda. Toda la vida trabajando como el obispo y sin salir nunca de cristos a porras. Hoy ganado y mañana perdido. Todo se hace sal y agua. Eso sí, siempre tiesa como un ajo, y todavía, aquí dónde me ves, le acabo de dar una patada a la muerte porque el año pasado tuve una ronquera, pero una ronquera... Pues nada, Dios y la flor de malva aclararon el modo de hablar, y aquí me tienes. Soy la misma Sanguijuelera, más saludable que el tomillo, más fuerte que la puerta de Alcalá, siempre ligera para todo, siempre limpia como los chorros del oro, más fiera que el león del Retiro, si se ofrece, resignada con la mala suerte, sin deber nada a nadie, y más charlatana que todos los cómicos de Madrid».
Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa, más ágil y dispuesta que se pudiera imaginar. Por un fenómeno común en las personas de buena sangre y portentosa salud, conservaba casi toda su dentadura, que no cesaba de mostrarse entre su labios secos y delgados durante aquel charlar continuo y sin fatiga. Su nariz pequeña, redonda, arrugada y dura como una nuececita, no paraba un instante: tanto la movían los músculos de su cara pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua fría que se daba todas las mañanas. Sus ojos, que habían sido grandes y hermosos, conservaban todavía un chispazo azul, como el fuego fatuo bailando sobre el osario. Su frente, surcada de finísimas rayas curvas que se estiraban o se contraían conforme iban saliendo las frases de la boca, se guarnecía de guedejas blancas. Con estos reducidos materiales se entretejía el más gracioso peinado de esterilla que llevaron momias en el mundo, recogido a tirones y rematado en una especie de ovillo, a quien no se podría dar con propiedad el nombre de moño. Dos palillos mal forrados en un pellejo sobrante eran los brazos, que no cesaban de moverse, amenazando tocar un redoble sobre la cara del oyente; y dos manos de esqueleto, con las falanges tan ágiles que parecían sueltas, no paraban en su fantástico girar alrededor de la frase, cual comentario gráfico de sus desordenados pensamientos. Vestía una falda de diversos pedazos bien cosidos y mejor remendados, mostrando un talle recto, liso, cual madero bifurcado en dos piernas. Tenía actitudes de gastador y paso de cartero.
Era mujer de buena índole, aunque de genio tan turbulento y díscolo, que nadie que junto a ella estuviese podía vivir en paz. No había tenido hijos ni había sido casada. Crió a una sobrina, a quien quiso a su manera, que era un amor entreverado de pescozones y exigencias. La tal sobrina casó con Rufete, resultando de esta unión una desgraciada familia y el violentísimo odio que la Sanguijuelera profesaba a todos los Rufetes nacidos y por nacer. Aquel matrimonio de una mujer bondadosa y apocada con un hombre que tenía la más destornillada cabeza del orbe, consumió diferentes veces las economías y la paciencia de Encarnación, que era trabajadora y comerciante, y tenía sus buenas libretas del Monte de Piedad. «Todo se lo comió ese descosido de Rufete—decía—, ese holgazán con cabeza de viento. Mi comercio de la calle del Pez se hizo agua una noche para sacarle de la cárcel, cuando aquel feo negocio de los billetes de lotería. La cacharrería de la calle de la Torrecilla se resquebrajó después, y pieza por pieza se la fueron tragando el médico y el boticario, cuando cayó Francisca en la cama con la enfermedad que se la llevó. He ido mermando, mermando, y aquí me tienen, ¡qué puñales!, en este confesonario, donde no me puedo revolver. Quien se vio en aquellos locales, con aquellas anaquelerías y aquel mostrador donde había un cajón de dinero que sonaba a cosa rica..., verse ahora en este nido de urracas, con cuatro trastos, poca parroquia, y en un barrio donde