Al primer vuelo. Jose Maria de Pereda
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»Para concluir, mi señor don Alejandro: continúan los cerdos revolcándose en las calles sin empedrar, y las gallinas picoteando el césped del encachado de la plaza; el casón histórico, llamado de los Capellanes, se desplomó en abril del año pasado; está mal sostenido con puntales lo que queda del convento de Premostratenses; se va a apuntalar la fachada norte de las Casas Consistoriales, y en la calle del Cáncamo se abrió de repente una sima, tres años hizo en febrero, y sin rellenar se encuentra a la hora presente.
»Con esto y lo que se adivina, ya sabe usted de Villavieja casi tanto como su muy obligado y afectísimo amigo q. l. b. l. m.
Claudio Fuertes Y León.»
—V—
Quince días después
QUELLA mañana madrugó don Alejandro casi tanto como el sol, y eso que era el de los días más largos del mes de junio, de los «de por san Juan». No había pegado el ojo en toda la noche; y no por miedo a los ladrones ni por extrañar la cama, sino por la comezón de la pícara curiosidad, que le tuvo en vilo. Por si a Nieves le había pasado lo propio, se acercó a la puerta de su gabinete, aplicó el oído a la cerradura, y, en efecto, Nieves se revolvía allá dentro.
—¡Nieves!—llamó trémulo de gusto.
—¡Papá!—respondió la voz argentina de Nieves—. Estoy concluyendo de arreglarme... Allá voy enseguida.
—¡Ajá! Pero dime: ¿has cumplido tu palabra?
—Como que me estoy vistiendo casi a obscuras.
—Así se hace, ¡canástoles! Pues mira: ya, por lo poco que falta, no lo echemos a perder con una mala tentación. Firmes con ella si acomete, ¿eh?
Se oyó la risa franca de Nieves muy cerquita de la puerta, que a poco rato se abrió dando paso a la sevillanita envuelta en un blanco y holgado peinador, con toda la espesa y fina mata de su pelo rubio dorado tendida sobre la espalda.
—Para que veas que no te engaño—dijo a su padre señalando al fondo del gabinete—, mira qué obscuro está todo.
En efecto: no se veía otra luz allá dentro que la que se filtraba por las rendijas de los postigos cerrados con sus aldabillas sobre las correspondientes vidrieras: la precisa para andar allí sin tropezones.
Entonces fue don Alejandro quien se rió.
—¡Qué cosas tenemos a lo mejor los hombres llamados formales!—dijo—. Pues mira: pequeñeces son y hasta tonterías parecen; pero tienen su encanto, y ¡qué demonios le queda de placentero a la vida si se le quitan esos recreos?... ¿No es así? Pues, canástoles, el que se riera de nosotros ahora, sería un grandísimo majadero.
—Ya se ve que sí—dijo Nieves siguiendo el humor a su padre—. Pero, dime—añadió—: ¿también aquí me está prohibido mirar?
—Aquí no—respondió muy formalmente don Alejandro—, porque esto tiene bien poco que ver. Tú hazte el cargo: ya que la casualidad te metió en Peleches por primera vez de noche cerrada, la gracia de la cosa está para mí en estimar yo mismo el efecto que te produzca lo que te vaya poniendo delante de los ojos, y que no se ve todos los días ni en todas partes. ¿Te enteras? Pues no hay más. Pero aguárdate un poco... ¡Catana!... ¡Catana!...
Esto lo gritó don Alejandro desde la puerta que daba al pasillo, para que acudiera la rondeña, que se llamaba así.
—Tengo yo mi puntillo de vanidad—dijo a Nieves mientras la quintañona venía—, en que este erizo andaluz que desde que salió de la tierra no ha puesto la mirada en cosa que le parezca bien, aprenda a mirar como es debido lo que se ve desde aquí, hasta que se muera de repente por mal de asombro y maravilla.
En esto llegó Catana, con su cabeza gris, su color cetrino, sus ojos negros y bravíos, su sempiterno vestido de indiana muy floreado, y su pañolón negro, de seda, con los picos anudados atrás.
—¿Qué manda zu mercé?—preguntó desde la puerta.
—¿Qué has visto—la preguntó a ella su amo—, de tantísimo como hay que ver desde esta casa?
—Ná, zeñó.
—¡Cómo que nada?
—Ná... zino e peor que ná; porque azomé la fila, andando en mi trajín, por un ventaniyo de eta parte, y too lo vide negro, y dije: po zeñó, pa poca y mala zalú, a la joya... Y no he querío ver má.
—Pues aguántate aquí a la vera nuestra—dijo Bermúdez después de reírse con Nieves de la ocurrencia de Catana, que hablaba siempre con la mayor seriedad—, para que te mueras pronto y de una vez, y a gusto mío... Y vamos a ello, empezando por lo de adentro por ser lo peor. Esta pieza en que nos hallamos, como te dije anoche, ¿te acuerdas Nieves? es el salón de recibir, vamos, el estrado. Ya ves que, por extenso... ¿eh? se pueden correr potros en él. De esto ya te enteraste anoche, pero no de los cuadros por falta de luz... ni del tillado de castaño negro con remiendos de cabretón. Mira qué puertas: de roble, con su cristalillo de a tercia en su correspondiente cuarterón. En cada tiempo su estilo. Esta Purísima tan estropeada, es copia de una de Murillo, y dicen que no era mala cuando la trajo de Madrid mi bisabuelo paterno. Este retrato que la sigue por la izquierda, es de mi padre, y el otro de la derecha, de mi madre. Son obra de un pintor que anduvo tomando vistas por estos sitios, muerto de hambre. Así están ellos. Del mismo pincel y de la misma época son estos cuatro de este lado: Héctor, Aquiles... ¡Demonio! parece que te voy a hablar del sitio de Troya... Cosas de mi padre. Pues son mis hermanos y mi hermana Lucrecia, y yo; yo sin pelo de barba todavía, pero con mis dos ojos cabales... con los que tú me alcanzaste aún, Catana, en época bien memorable para mí... Pero no hablemos de esto, canástoles, que es muy amargo y muy duro de digerir... Corriente. Pues con decirte que estos seis retratos le costaron a mi padre cuarenta duros y el hospedaje del pintor, que todavía se consideraba rumbosamente pagado, te digo cuanto hay que decir sobre el mérito de su pincel.
—Y este señor del pelucón y casaca bordada, ¿quién es?—preguntó Nieves.
—Ese es, digo, ese fue don Cristóbal Bermúdez Peleches, cuarto abuelo mío, y fundador del mayorazgo en los principios del siglo pasado. Desempeñó en Méjico el cargo de Intendente general durante muchos años, y de allá vino nadando en oro; casó en Madrid con una señora de la cepa ilustre de Pacheco, y labró esta casa sobre la más modesta, aunque no menos hidalga, en que él había nacido... Pero de este preclaro ascendiente nuestro ya me has oído hablar muchas veces, lo mismo que de este otro que le sigue, con hábitos de sacerdote y la medalla de la Inquisición colgada del cuello. Fue inquisidor, también en Méjico, y trajo de allá estas cornucopias que ves alrededor de la sala junto a la cornisa del techo. Tiéneselas por cosa notable, aunque no lo parecen a la simple vista. Este vargueño tan roído ya por la polilla,