Al primer vuelo. Jose Maria de Pereda

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Al primer vuelo - Jose Maria de Pereda

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style="font-size:15px;">      »Y ya que ando tan cerca de la Colegiata, no quiero irme a otra parte con el relato, sin presentarle a usted su buen amigo, y mío y de todo el mundo, don Adrián Pérez, tan entero y tan campante como si no pasaran años por él, en su sempiterna farmacia de la Plazoleta y frente por frente del pórtico del templo, con su levita negra de largos faldones, desabrochada siempre; su chaleco, negro también, abotonado hasta el pescuezo, y éste muy liado en una corbata de tres vueltas, negra igualmente, y de seda, sin asomo de cuello de camisa por ninguna parte (aunque sí del cordón del escapulario por debajo del cogote, muy a menudo, o por encima de la nuez), y su sempiterno gorro de terciopelo sobre la cabecita (solamente gris todavía, a pesar de sus setenta y cinco muy corridos), sobándose a cada instante el codo izquierdo con la mano derecha, hablando poco, mirando risueño y sin apresurarse, ni asombrarse, ni conmoverse, ni disgustarse, ni mucho menos enfadarse por nada. Es, como ha sido siempre, la encarnación viva de la parsimonia y del bienestar, en la mejor farmacia del mejor de los pueblos del mejor de los mundos posibles. De la botica no hay que decir que sigue las leyes de su boticario: los mismos tarros de porcelana con los propios nombres en latín abreviado; la misma Virgen de las Mercedes, patrona especial del establecimiento, en su hornacina de caoba, encaramada en lo alto y principal de la estantería, es decir, en el Ojo, el «ojo» a que se endereza la pedrada del refrán; el mismo pildorero de castaño con sus enroñecidos trastes de hierro; el mismo cazo para los cocimientos, la misma tijera para cortar el baldés de los confortantes de siempre, y hasta el mismo papel emborronado, de planas, comprado a lance a los chicos de la escuela, para sus cucuruchos de píldoras y envolturas de medicamentos en polvo.

      »La novedad única (a lo menos para usted) de esta botica, es el hijo del boticario, y boticario él también de cinco o seis años acá. Es un bigardón de los demonios, que tan pronto le parece a usted blanco como negro, hábil como inepto, aquí listo y allá simple. Pica en muchas cosas, y aún no he podido averiguar hacia cuál de ellas le arrastran sus verdaderas aptitudes. Parece, por de pronto, de buen acomodar, y ayuda a su padre en la botica con los mejores deseos.

      »Excuso decir a usted que en este rinconcito de Villavieja es donde mejor ha caído la noticia de la próxima venida de usted, no porque afirme que ha caído mal en otras partes, sino porque de la cordialidad con que le quiere a usted y a cuanto le pertenece este bonísimo sujeto, respondo con el pellejo, y no me atrevo a tanto con los demás. Bien sabe usted cómo abundan aquí la carcoma y los celillos de clase; y aunque todos los Bermúdez, por dicha suya y desgracia de Villavieja, han sabido aislarse en su nido de Peleches de las intriguillas y miseriucas de acá abajo, al cabo es usted Bermúdez, tiene mucho dinero y raya más alto que nadie entre todos los villavejanos, aunque no se proponga rayar. En fin, ya me entiende usted.

      »Como la pintura que voy rasgueando no ha de ser escrupulosa estadística para gobierno de la dirección de Contribuciones, sino cosa muy diferente, hago caso omiso de los demás ramos mercantiles e industriales de la localidad y de la vida que arrastran, amén de que se adivina fácilmente esa situación precaria con lo que dejo apuntado en esta misma carta y le tengo dicho en otras sobre lo a menos que han venido el mercado de los lunes y la feria de primero de cada mes. Estos recursos, que fueron para Villavieja minas de plata en otros tiempos y tanto decayeron después, continúan a esta fecha de mal en peor. Claro es que la enfermedad alcanza en proporción debida a la gente de la Aldea, nuestro barrio de labradores; y ese malestar de este importante gremio, le verá usted bien reflejado en la vega, tan floreciente y pomposa años atrás.

      »Decía el inglés de la mina, ingeniero de cuenta y hombre de mucho mundo, que era muy de notarse que los villavejanos, tan indolentes y apáticos en cuanto se refería a mejoras y útiles progresos locales, fueran para todo lo demás tan animosos, tan regocijados, hasta bullangueros, y tan susceptibles y quebradizos de piel. Y decía la pura verdad. Un villavejano de viso se encogerá de hombros al ver cómo se le hunde medio tejado, y perderá el sueño si aquella misma noche se le ha demostrado en el Casino que su levisac atrasa más de dos temporadas en el reló de la última moda. ¡Oh! en éste y otros parecidos asuntos son terribles los villavejanos, sobre todo las hembras. Tenemos mundo, tenemos clases, tenemos distinguidos y cursis; horas de tono y horas vulgares; y si no se puede con ricas telas, imitamos con percalinas la forma y los colores del vestido que, según la revista de modas que reciben las Escribanas o las de Codillo, llevaba una gran señora parisiense en cierta recepción del Elíseo. Para estos apuros y otros semejantes, hay aquí un contingente regularcito de costureras con humos de modistas, que se despistojan con el afán de conseguir que sus exigentes parroquianas no encarguen sus vestidos a la capital, que dista catorce leguas. Y lo mismo se desvela y por idéntica causa, el sastre riojano; porque los hombres elegantes de aquí son punto menos que las hembras distinguidas.

      »Las que más se distinguen ahora son las mencionadas Escribanas y de Codillo. Las primeras, llamadas así por ser hijas del difunto escribano Garduño, que dejó bastante dinero, aunque no lo que suponen las gentes, son tres y la madre: ésta bajita y gorda, y aquéllas altas y delgadas, no de mal parecer, pero tampoco guapas. Se atufan por cualquier cosa, y muchas veces van riñendo unas con otras por la calle, a media voz, pero muy sofocadas e iracundas. Las de Codillo, hijas de don Eusebio Codillo, el dueño del Café de la Marina, de la calle del Cantón, hoy arrendado a un murciano, son cinco y muy desiguales entre sí en color, en estatura y en carnes; pero todas ellas tienen cierto andar, cierto sonreír y cierto... vamos; y, sobre todo, unos humos de señoritas principales y acaudaladas, que meten miedo. A Codillo, que siempre fue una tenaza y una esponja para el dinero, le da ahora por despilfarrarse con la familia y hasta por acompañarla vestido de punta en blanco. Es teniente de alcalde, está viudo, y eso le salva, porque su mujer era una fiera hasta para amarrar el ochavo.

      »Con menos caudal que estas dos familias y con los trapitos arreglados en casa, forman en la misma clase, primeramente, las dos nietas del Indiano, aquel fachenda que usted conoció ya viejo. El heredero, su hijo Martín, se comió en dos años la mitad de la herencia, y con la otra mitad pretendió en lejanas tierras a una supuesta ricachona, que resultó pobre del todo después de casada, pero muy vanidosa. Vive ella y se murió él; y con lo poco que dejó, bien estiradito y apurado, se dan el gran pisto las tres hembras de la casa.

      »Después de ellas, o a par de ellas, mejor dicho, las Corvejonas, así llamadas por ser hijas de don Aniceto Martínez Liendres, Corvejón de apodo, por herencia de su padre que fue herrador y albéitar, con igual mote, como usted recordará. Traficó Aniceto con suerte en ganados; casó bastante bien con una hija de otro traficante asturiano, y ahí le tiene usted con su don como una casa; y aunque le han mermado los caudales en más de la mitad, con unos humos que no le caben en la chimenea.

      »Al lado de las Corvejonas figuran las Pelagatas... Pero ¡qué jugo va usted a sacar de la lista que yo forme, si toda esa gente es nueva y desconocida para usted, sin precedentes de nombre ni de arraigo en toda la población? Ya las conocerán ustedes cuando vengan, si conocerlas quieren, lo propio que a las de la jerarquía subsiguiente, las calificadas de cursis por las primeras, y, como tales cursis, menospreciadas.

      »Entre tanto, sepa usted que, de poco tiempo acá, anda fluctuando entre las dos categorías, con síntomas de caer en la primera, la sobrina de su señor cuñado de usted, el marido de doña Lucrecia. Desde que empezó a enriquecerse de veras este insigne villavejano, amparó rumbosamente a la familia que le quedaba aquí, su madre y una hermana, ésta casada con un labrador del barrio de la Aldea donde ellos vivían y eran labradores también. Muriose la vieja, y quedó el matrimonio joven, con una niña, ya establecido en el casco de la población y viviendo de sus rentas, o sea de la pensión del mejicano. Metieron a la niña en la «enseñanza» de doña Eustoquia; no era un adoquín, ni fea; desbravose allí bastante; consiguió luego desbastar y pulir algo a su madre, que bien lo necesitaba; muriose el padre de un tabardillo, porque la holganza y el buen pesebre le tenían hecho un odre y algo picado a la bebida; creció la muchachuela y se hizo una moza regular y de buen aire; tomole tal cual a su lado la viuda... y como

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