Al primer vuelo. Jose Maria de Pereda
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Dicho esto, afirmó otra vez don Alejandro las manos en los correspondientes muslos, y con el ojo bueno clavado en los de Nieves, y la cara muy risueña, se dispuso a recibir la contestación.
Que no se hizo esperar mucho, porque precisamente le estaba retozando a Nieves en los labios y en los ojos y en todo el cuerpo, vuelta a su ordinaria tranquilidad mucho antes de que diera fin el pintoresco discurso de su padre.
—¡Valiente caso!—dijo echándose a reír de todas veras.
—¿Por ahí le tomas?—exclamó su padre muy gozoso también, aunque no poco sorprendido.
—Y ¿por dónde si no?—replicó su hija—. ¡Pues si he estado a pique más de dos veces, en estos últimos días, de pedírtelo como un gran favor! ¿No conoces bien mis gustos?
—¡Canástoles!... De manera que todo lo que te he estado predicando...
—Sermón perdido, papá del alma... ¡Y cuidado que te había salido bien! ¡Qué lástima!
—¡Aduladora! Pues mira, aunque mis sudorcillos me había costado, por bien perdido le doy.
—¡Eso es ser rumboso!... ¿Y no tienes que pedirme algún otro favor por el estilo?
—Mujer—respondió Bermúdez después de dudar unos instantes y rascándose un poco la cabeza con un dedo—, tanto como favor, no diré; pero otro ratito de plática amistosa, nada más que amistosa, del corte de la presente, puede que sí.
—¿Sobre Peleches también?—preguntó Nieves frunciendo un poco el entrecejo monísimo.
—Precisamente sobre Peleches, tomado como punto principal de la plática, no.
—Y ¿ha de ser ahora mismo la plática esa?
—Tampoco—respondió don Alejandro, volviendo a dudar y a rascarse—. Dentro de unos días, si se me ocurre y viene a pelo; porque te advierto, para tu tranquilidad, que no es asunto de vida o muerte para ti ni para mí... Hablar por hablar, como el otro que dijo, y cosas de señor mayor... porque ya voy subiendo los cincuenta y cinco arriba, hija del alma, y hay que tenerlo todo presente a estas alturas, y mirar a muchos lados, por si a lo mejor se le van a uno los pies... y sanseacabó el viaje de repente, ¡canástoles!
—Vaya—dijo aquí Nieves con un gestecillo muy gracioso—, hazte el ancianito ahora y ponme triste a mí.
—¡Eso sí que fuera una gansada de órdago!—exclamó Bermúdez formalmente indignado contra sí mismo—, y sin maldita la necesidad; porque, hoy por hoy, siento retozarme en el corazón la vida de los treinta años... Es la pura verdad, créemela por éstas que son cruces. Dije eso... por decir.
—Pues por decir dije yo lo otro, inocente de Dios,—respondió Nieves a su padre dándole un beso en la mejilla correspondiente al ojo huero.
—Pelillos a la mar entonces,—concluyó, casi llorando de gusto, el buen Bermúdez Peleches, y pagando el beso de la hija con otro muy resonado.
—¿De modo—añadió ésta quedándose delante de la silla que antes había ocupado—, que no hay más asuntos que tratar por ahora entre los dos?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque tengo que hacer en otra parte de la casa... Ya ves tú, la señora de ella, y lo mejor del día gastado en conversación...
—¡Canástoles, lo que voy a salir yo ganando con un ama de gobierno tan hacendosa como tú!... Pues respondiendo a tu pregunta, digo que no hay más asuntos.
—Hasta luego entonces.
—Hasta siempre, hija del alma... ¡Ah! por si se me olvida después: ya sabes que el primer ejemplar de tu retrato ha de ser para los de Méjico. El suyo, a la hora presente, debe de estar ya si toca o llega.
Se dio por enterada Nieves con un movimiento de cabeza sin volver la cara, y salió de la estancia. Su padre salió también, pero con rumbo opuesto, y se encerró en su despacho, en el cual escribió una muy extensa carta, que mandó más tarde al correo, con sobre dirigido «Al Sr. D. Claudio Fuertes y León, comandante retirado, en Villavieja».
—III—
El ojo de Bermúdez Peleches
L retrato de Nacho llegó a Sevilla, días andando, con una carta del flamante jurisperito para Nieves, y otra de su madre para don Alejandro, y la fotografía de Nieves salió para Méjico con una carta de ésta para su primo, y otra de su padre para Lucrecia.
Lo de esta hembra denodada había llegado ya a su grado máximo. Para escribir lo poco que escribía a su hermano, tenía que ingeniarse metiendo la barriga debajo de la mesa, y aun así apenas alcanzaba con la mano