Al primer vuelo. Jose Maria de Pereda
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Ello fue que Alejandro se vio dueño y señor de las tres cuartas partes del haber de sus padres, que, aunque no eran cosa del otro jueves, reunidas en un solo montón daban para mucho en manos de un hombre hacendoso como él, por instinto, y que ya para entonces había aprendido, de labios de un profesor suyo, hombre anémico y dado un poquito a la crápula, aquello de mens sana... en virtud de los milagros del aire puro, corriente y libre, que, por cierto, no los había hecho muy señalados en la familia de los Bermúdez del solar de Peleches, como podía certificarlo el Alejandro mismo.
No tentándole gran cosa los libracos de su carrera, resolviose a dejarla en el punto en que la tenía cuando los tristes acontecimientos de Peleches le obligaron a trasladarse a su casa solar; pero como se había dejado por allá, en vías de buen arreglo, cierto asunto que nada tenía que ver con la heredada hacienda ni con los afanes universitarios, encomendando el caserón nativo y todas sus pertenencias, muebles e inmuebles, al cuidado de una persona de su confianza, y sin pagarse mucho, por entonces, de los libres y salutíferos aires patrios, aunque a reserva de volver a henchirse de ellos tan pronto como lo necesitara, tornose a la ciudad, que era Sevilla.
El asunto que con tal fuerza le solicitaba allí, era una huérfana bien acaudalada y no de mal ver, aunque algún tanto desquiciada de una cadera, y con la cual llegó a casarse un año después. Con los dos caudales juntos y sus excelentes instintos de traficante, emprendió negocios que le dieron un buen lucro y le apegaron más y más a la tierra de su mujer. La cual, a los ocho meses de haberle hecho padre venturoso de una hermosa niña, que se bautizó con el nombre de Nieves, se murió. Por entonces perdió el ojo izquierdo Alejandro Bermúdez Peleches; y, según relato de personas bien enteradas, lo perdió a consecuencia de una inflamación que le sobrevino de tanto llorar... y de tanto frotarlo, mientras lloraba, con la mano mal depurada de cierto menjunje cáustico que había preparado él para un enjuague vinícola de los muchos que hacía en su bodega.
Aunque después de curado de las penas de las dos pérdidas, en el mismo orden cronológico en que habían ocurrido la de la esposa y la del ojo, se vio joven y robusto y rico, no sintió las menores tentaciones de volver a casarse, entre otros motivos, por el muy noble y honroso de no dar una madrastra a su hija, que se criaba como un rollo de manteca al cuidado de una juiciosa y madura ama de gobierno, después de haberla dejado de su mano la nodriza. Pero, en cambio, y echando de ver que de su parte no había motivos racionales para otra cosa, entabló gustosísimo una frecuente correspondencia con su hermana, que a ello le tentaba desde la ciudad de Méjico, a la cual había trasladado su marido el campo de sus operaciones mercantiles, que, por lo vastas y lucrativas, no cabían ya en el tenducho de Mechoacán. Lucrecia, según sus cartas a Alejandro, no estaba resentida con él por las disposiciones testamentarias de sus hermanos mayores. Lo conceptuaba natural: los había disgustado a todos por una calaverada que por casualidad le había salido bien. Lo conocía al fin, y se complacía en confesarlo. Además, le sobraba dinero, le sobraban riquezas para ellos dos y un hijo solo que tenían, sin esperanzas de tener otro, porque ya habían pasado más de seis años sin barruntos de él, y era un engordar el suyo, que no cesaba. El aire, los frijoles, el mamey, las enchiladas, el quitil... hasta el pulque con que se desayunaba muchos días para matar el gusanillo, todo lo de allí le caía como en su molde propio, y le abría el apetito y se convertía en substancia apenas engullido. Deploraba su gordura solamente por lo que la molestaba para sus quehaceres domésticos, pues para andar por la calle tenía volanta. Jamás salía a pie. Su marido era un buen hombre que se esmeraba en complacerla y estimarla a medida que iba ella engordando y enriqueciéndose él, y ni él ni ella pensaban volver a Villavieja ínterin no pudieran ser allí los señores más ricos de toda la provincia; y esto, no por pujos de vanidad, sino por el honrado deseo de que se descubrieran reverentes delante de su marido, muchos mentecatos que le habían tenido en poco en la villa por ser hijo de quien era y caberle en la maleta todos sus caudales. Según iban las cosas, no envejecerían los dos sin ver realizados sus propósitos. Entre tanto, se daban buena vida, se trataban con distinguidas y honradas gentes, y el niño Ignacio, Nacho, Nachito, iba creciendo. ¡Nachito! Era una bendición de Dios por guapo, por agudo, por gracioso... ¡Qué criatura, Virgen de Guadalupe!
Todas estas cosas se las contaba la gorda Lucrecia al tuerto Alejandro en un lenguaje bárbaramente desleído en una tintura medio guachinanga, medio tlascalteca, señal evidente de que la hembra de los Bermúdez Peleches hablaba ya en mejicano como los jándalos montañeses hablan en andaluz.
—Debe estar hecha una tarasca—pensaba su hermano, sonriéndose, cada vez que acababa de leer una de estas cartas—. Pero es buenota como el pan, y varonil como ella sola.
Después la contestaba larga y minuciosamente sobre su modo de vivir, sus esperanzas y proyectos; los proyectos y esperanzas de Lucrecia; consejos sanos y observaciones cuerdas acerca de la obesidad prematura en sus relaciones con el método de vida, calidad y cantidad de los alimentos... Nacho. A este niño precoz le dedicaba siempre un largo párrafo. Nacho crecería, Nacho tendría que estudiar, Nacho sería mozo, Nacho sería un hombre; y ¡ay de él! si mientras recorría este sendero largo y escabroso, no se cuidaba nadie de educarle como era debido para que el espíritu no se corrompiera dentro de un cuerpo mal oxigenado. «No tiene escape, Lucrecia. Dame tú un aire puro, y yo te daré una sangre rica; dame una sangre rica, y yo te daré los humores bien equilibrados; dame tú...» Y así sucesivamente, toda la retahíla que ya conoce el lector.
Luego, y por final de la carta, hablaba de su hija, de su Nieves. ¡Qué hermosísima estaba, cómo crecía de hora en hora, qué revoltosa era y qué gracia le hacía, sobre sus grandes ojos azules, aquel fruncir de entrecejo a cada repentina impresión que recibía, lo mismo de disgusto que de placer! Su pelo era rubio como el oro viejo, y el matiz de sus carnes el del más puro nácar, con unas veladuras de color de rosa en las mejillas, en los labios húmedos y en las ventanas de la nariz, que daba gloria verla. Saldría algo, pero algo muy singular, de aquella miniaturita de mujer. Él tenía ya sus planes formados, sus cálculos hechos para más adelante. En esos cálculos entraba, y por mucho, el venerable solar de Peleches, con sus vastos horizontes y sus aires salutíferos... pero a su debido tiempo, en su día correspondiente... No había que confundir las cosas, que atropellar los sucesos. Todo vendría por sus pasos contados, y todo vendría bien con la ayuda de Dios y sus buenas intenciones.
A Peleches no había vuelto él más que una vez, y muy deprisa, desde la muerte de sus hermanos, porque estaba muy lejos, y los negocios mercantiles y los cuidados de la niña le amarraban a Sevilla de día y de noche; pero no por eso le perdía de vista. A la hora menos pensada daría una vuelta por allí, o todas las que fueran necesarias para el mejor logro de sus acariciados planes. Entre tanto, en buenas manos andaba todo ello, para tranquilidad suya y prestigio de sus hidalgos progenitores.
Con este continuo hablar, Alejandro de su Nieves y Lucrecia de su Nachito, llegó a empeñarse entre los dos hermanos una verdadera puja de alabanzas de los respectivos vástagos; y picada Lucrecia en su puntillo de madre del niño más hermoso del mundo, envió a su hermano un retrato del prodigio, vestido de ranchero, con su listado jorongo, sus amplias calzoneras y su sombrero jarano. ¡No se veía al infeliz debajo de las enormes alas y de la pesadumbre de los pliegues! «¿A mí con esas?» se dijo Alejandro; y retrató a Nieves vestida de andaluza con mantón de grandes flecos, y rosas en la cabeza. Salió hecha una lástima la preciosa criatura; pero su padre lo vio de muy distinto modo y mandó el retrato a Lucrecia, que, como había llevado a mal los peros que su hermano se atrevió a poner al pintoresco vestido de Nacho, se despachó a su gusto en la lista de reparos al atalaje de su sobrina. Entonces convinieron ambos en que los chicos se