Un paseo por Paris, retratos al natural. Roque Barcia

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Un paseo por Paris, retratos al natural - Roque  Barcia

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la Provenza experimentamos lo que sentimos en las playas de Génova, en las cercanías de Roma, en los campos de Nápoles, en las selvas de Andalucía. La mujer parece más hermosa; alrededor de la mujer hay un ambiente indefinible que la diviniza. Al ver una choza sobre un montecillo de arena, entre retamas verdes; al ver una casita oculta en un bosque de madre selva, el viajero no puede menos de exclamar: ¿quién sabe si ahí respira la mujer ideal que yo he soñado, esa sombra del alma tras la cual he corrido, esa misteriosa armonía que todos los hombres hemos escuchado en nuestro corazon?

      Y entonces nos sentimos animados de una existencia particular; no es la vida que nosotros tenemos, es una vida que nos da la naturaleza, una vida que nos da Dios. Mil memorias inexplicables nos agitan en aquel momento; aquellas memorias nos hacen gemir, nos hacen llorar, y no obstante, nosotros las queremos, las buscamos, ansiamos tenerlas cerca de nosotros, son nuestras, íntimamente nuestras. ¡Ay! son el sepulcro de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestros hermanos; son los sudarios de nuestra alma.

      Y entonces aparece la luna en el cielo, y el hombre dice al astro de la noche: yo te conozco; tú eres el faro de mis esperanzas y mis dolores; Dios te ha creado para mí.

      Adios, Provenza; adios, Bocaire; adios, Ródano; adios, familias inocentes; adios, casta doncella, que con el aliento de tu boca prestas nuevos aromas á las flores de tu campo vírgen; á las flores que esmaltan esas márgenes encantadoras; adios casitas; adios, palmeras; adios, cipreces. Si la horrible dolencia que oprime dia y noche mi desgraciada vida, me dejase algun tiempo de descanso, yo iria á saludaros otra vez; pero me volveria pronto, porque ya tengo ageado mi sepulcro, ya he pedido mi tierra postrera á mi adorada Andalucía.

      Lector, estos renglones tienen un mérito poco comun en nuestro siglo; tienen la augusta poesía de una lágrima que en este momento cae de mis ojos; una lágrima que pide á Dios por el reposo eterno de mi madre.

      Allí, en la Provenza, está tambien el hogar, la casa, el rescoldo; la cuna y el sepulcro de los que nacen, viven y mueren en un mismo palmo de tierra. Allí están tambien el padre, la madre y el hijo; allí está tambien el mundo del hombre; casi todo el mundo; la familia.

      Lo que antes he dicho debe entenderse respecto de Paris, pero seria una calumnia y una ruindad, si se dijera tratándose del pueblo francés.

       Índice

      =Moralidad francesa con relacion á la política=.

      Entre los infinitos hechos que nos ofrece esta incansable sociedad, elegirémos únicamente uno: el pauperismo: esto es, la pobreza como hecho social, como manifestacion pública.

      El actual emperador dijo: el cristianismo abolió la esclavitud; la democracia francesa abolió el pauperismo.

      Esto dijo el Emperador; pero su dicho no pasó á ser realidad en la práctica. No condeno de ningun modo la buena intencion que puede abrigarse en aquel deseo; conozco que el deseo es, por sí solo, una gran virtud, una virtud inmensamente venerable, porque es lo que más nos acerca á Dios; pero cuando el deseo no se cumple, cuando no halla una fórmula práctica en su aplicacion, es una verdadera teología. Esto sucedió al actual Emperador de los franceses, al proclamar tan absoluta y confiadamente la extincion de la mendicidad. Fué teólogo, no hombre político, porque la política quiere hechos, realidades, aplicaciones evidentes de los principios que se proclaman, y el deseo del Emperador no tiene aplicacion alguna, no tiene aquí ninguna realidad trascendente en la organizacion de los hechos sociales.

      Decir: quiero que no haya pobres, sin establecer el sistema que se necesita para realizar aquel pensamiento, es como decir: quiero que el aire no se nivele, cuando no se hiciera lo que debia hacerse, para que fuese imposible el nivel atmosférico. De otra manera, habrá pobres, como el aire se nivelará, como sucederá todo lo que la necesidad moral de las cosas haga que suceda, diga lo que guste el Emperador de los franceses; porque sobre la voluntad del Emperador, están las leyes universales que todo lo gobiernan, á los emperadores tambien.

      Eso de que en Francia no hay mendigos, es gana de hablar. Los franceses lo pueden decir; los extranjeros no lo deben creer.

      En este punto no hay otra realidad, que la existencia de una ley que prohibe el pauperismo. Existe la ley; nada más que eso. El cumplimiento de esa ley, es aparente, ficcioso; un golpe de palaustre francés.

      Efectivamente sucede que no se mendiga por las calles; lo que nosotros llamamos mendigar. Los pobres franceses no dicen: deme usted una limosna por Dios; pero dicen y hacen cosas que producen idénticos resultados.

      Un ciego, una ciega, un manco, un tullido, va por la calle en una máquina ó sobre un animal: canta, ó refiere una historia, ó reza, ó toca un violin, un organillo ó unas chirimías, y el transeunte le socorre. Claro es que la persona que auxilia á aquel desgraciado, no le da una moneda en pago de la historia que cuenta, ni del instrumento que toca, ni del canto con que tal vez desgarra los oídos; sino que lo hace por caridad. Aquella moneda que le ha dado es una limosna, una verdadera limosna. El pobre francés no ha dicho: socórrame usted por el amor de Dios; pero lo ha expresado á su modo, de un modo perfectamente análogo. No pide pidiendo; pero pide cantando; realmente pide; realmente es mendigo; realmente pasa su vida implorando la caridad de zoca en molondra.

      Aquí hay mendigos como en España, con la diferencia de que allí el pan es pan, y el vino es vino, y aquí ni el vino es vino, ni el pan es pan. Hay mendigos; pero de un talante particular, á la moda, con su intríngulis y su busilis, el busilis que aquí reina en todo con dominio absoluto: mendigos de buen tono, de relumbron, con su poesía acomodada al género, con su aparato artístico: es decir, mendigos con la cara lavada por el palaustre de estas tierras; mendigos franceses.

      ¡Ay! se dice que el pauperismo se ha extinguido en Francia; se dice que en Francia no hay pobres. ¡Ojalá! No seré yo el que deplore que tuviésemos la santa obligacion de admirar á nuestros vecinos tan cristiana conquista; no seré yo el que me lastime de tener que emular esa gran fortuna á los franceses, no. Sobre la ojeriza trivial de pueblo y de historia, venera mi alma todo lo que puede enjugar una gota de llanto. ¡Ojalá que en Francia no se conociesen las lágrimas de la miseria, y que el mundo entero, toda la tierra, España tambien, tuviese un libro en donde estudiar ese caritativo secreto, ese bálsamo milagroso de profundas llagas sociales!

      Pero ¡ay! repito. Si fuese posible que de un golpe, de una sola vez, como circula el fluido eléctrico, como corre la luz, apareciera á nuestros ojos el interior de las boardillas de este fastuoso Paris; si de un golpe se presentaran ante nosotros todas las cuitas de esta sociedad artificial; si cayeran sobre nosotros todas las lágrimas que una miseria honrada y venerable vierte aquí, ¡cuántas calles se inundarian de llanto! ¡Cuántas calles irian de acera á acera! ¡Ah! Es bien seguro que el Emperador nadaria en lágrimas, y que romperia, pálido y tembloroso, la ley jactanciosa que ordena QUE EN FRANCIA NO HAYA POBRES.

      Sí, hay pobres, hay miseria, hay llagas, hay dolores, hay lamentos; yo he raspado con el dedo la mezcla lisa que pone el palaustre, para que parezca bonita la parte exterior de las paredes; yo he quitado esa mezcla postiza, ese falso aliño, esa cara embustera; he penetrado más allá; me he visto dentro…. Para la ley no hay pobres; para la moral, sí; para los extraneros que tienen corazon, sí.

      Antes habia mendicidad; no habia más que eso; no habia más que una cosa: ahora hay dos. La mendicidad, y una estéril y vana prohibicion. Ahora hay una mendicidad prohibida, una mendicidad afrentada; pero los pueblos, como los individuos, no pueden vivir sin su genio

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