El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
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Esta calma, sin embargo, duró muy poco. El conde de Lemus volvió a presentarse reclamando sus derechos, y don Alonso entonces intimó a su hija su última e irrevocable resolución. Como este era un suceso que forzosamente había de llegar, la joven no manifestó sorpresa ni disgusto alguno, y se contentó con rogar a su padre que le dejase hablar a solas con el conde, demanda a que no pudo menos de acceder.
Como nuestros lectores habrán de tratar un poco más de cerca a este personaje en el curso de esta historia, no llevarán a mal que les demos una ligera idea de él. Don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemus, y señor el más poderoso de toda Galicia, era un hombre a quien venían por juro de heredad la turbulencia, el desasosiego y la rebelión, pues sus antecesores, a trueque de engrandecer su casa, no habían desperdiciado ocasión, entre las muchas que se les presentaron cuando el trono glorioso de San Fernando se deslustró en manos de su hijo y de su nieto con la sangre de las revueltas intestinas. Don Pedro, por su parte, como venido al mundo en época más acomodada a estos designios, pues alcanzó la minoría turbulenta de don Fernando el Emplazado, aumentó copiosamente sus haciendas y vasallos con la ayuda del infante don Juan, que entonces estaba apoderado del reino de León, y sin reparar en ninguna clase de medios. Por aquel tiempo fué cuando, con amenaza de pasarse al usurpador, arrancó a la reina doña María la dádiva del rico lugar de Monforte con todos sus términos, abandonándola en seguida y engrosando las filas de su enemigo. Esta ruindad, que, por su carácter público y ruidoso, de todos era conocida, tal vez no equivalía a los desafueros de que eran teatro entonces sus extendidos dominios. Frío de corazón, como la mayor parte de los ambiciosos; sediento de poder y riquezas con que allanar el camino de sus deseos; de muchos temido, de algunos solicitado y odiado del mayor número, su nombre había llegado a ser un objeto de repugnancia para todas las gentes dotadas de algún pundonor y bondad. A vueltas de tantos y tan capitales vicios no dejaba de poseer cualidades de brillo: su orgullo desmedido se convertía en valor siempre que la ocasión lo requería; sus modales eran nobles y desembarazados, y no faltaba a los deberes de la liberalidad en muchas circunstancias, aunque la vanidad y el cálculo fuesen el móvil secreto de sus acciones.
Este era el hombre con quien debía unir su suerte doña Beatriz. Cuando llegó el día de la entrevista se adornó uno de los locutorios del convento con esmero para recibir a un señor tan poderoso y presunto esposo de una parienta inmediata de la superiora. La comitiva del conde, con don Alonso y algún otro hidalguillo del país, ocupaban una pieza algo apartada, mientras él, sentado en un sillón a la orilla de la reja, aguardaba con cierta impaciencia, y aun zozobra, la aparición de doña Beatriz.
Llegó, por fin, ésta acompañada de su tía y ataviada como aquel caso lo pedía, y haciendo una ligera reverencia al conde se sentó en otro sillón destinado para ella en la parte de adentro de la reja. La abadesa, después de corresponder al cortés saludo y cumplimientos del caballero, se retiró, dejándolos solos. Doña Beatriz, entretanto, observó con cuidado el aire y facciones de aquel hombre que tantos disgustos le había acarreado y que tantos otros podía acarrearle todavía. Pasaba de treinta años, y su estatura era mediana, su semblante de cierta regularidad; carecía, sin embargo, de atractivo, o por mejor decir repulsaba por la expresión de ironía que había en sus labios delgados, revestidos de cierto gesto sardónico; por el fuego incierto y vagaroso de sus miradas, en que no asomaba ningún vislumbre de franqueza y lealtad, y, finalmente, por su frente altanera y ligeramente surcada de arrugas, rastro de pasiones interesadas y rencorosas, no de la meditación ni de los pesares. Venía cubierto de un rico vestido y traía al cuello, pendiente de una cadena de oro, la cruz de Santiago. Habíase quedado en pie y con los ojos fijos en aquella hermosa aparición, que, sin duda, encontraba superior a los encarecimientos que le habían hecho. Doña Beatriz le hizo un ademán lleno de nobleza para que se sentase.
—No haré tal, hermosa señora—respondió él cortésmente—, porque vuestro vasallo nunca querría igualarse con vos, que en todos los torneos del mundo seríais la reina de la hermosura. ¡Ojalá fuérais igualmente la de los amores!
—Galán sois—respondió doña Beatriz—y no esperaba yo menos de un caballero tal; pero ya sabéis que las reinas gustamos de ser obedecidas, y así espero que os sentéis. Tengo, además, que deciros cosas en que a entrambos nos va mucho—añadió con la mayor seriedad.
El conde se sentó no poco cuidadoso, viendo el rumbo que parecía tomar la conversación, y doña Beatriz continuó:
—Excusado es que yo os hable de los deberes de la caballería y os diga que os abro mi pecho sin reserva. Cuando habéis solicitado mi mano sin haberme visto y sin averiguar si mis sentimientos me hacían digna de semejante honor, me habéis mostrado una confianza que sólo con otra igual puedo pagaros. Vos no me conocéis y por lo mismo no me amáis.
—Por esta vez habéis de perdonar—repuso el conde—. Cierto es que no habían visto mis ojos el milagro de vuestra hermosura, pero todos se han conjurado a ponderarla, y vuestras prendas, de nadie ignoradas en Castilla, son el mayor fiador de la pasión que me inspiráis.
Doña Beatriz, disgustada de encontrar la galantería estudiada del mundo, donde quisiera que sólo apareciese la sinceridad más absoluta, respondió con firmeza y decoro:
—Pero yo no os amo, señor conde, y creo bastante hidalga vuestra determinación para suponer que sin el alma no aceptaríais la dádiva de mi mano.
—¿Y por qué no, doña Beatriz?—repuso él con su fría y resuelta urbanidad—: cuando os llaméis mi esposa, comprenderéis el dominio que ejercéis en mi corazón, me perdonaréis esta solicitud, tal vez harto viva, con que pretendo ganar la dicha de nombraros mía, y acabaréis, sin duda, por amar a un hombre cuya vida se consagrará por entero a preveniros por todas partes deleites y regocijos, y que encontrará sobradamente pagados sus afanes con una sola mirada de esos ojos.
Doña Beatriz comparaba en su interior este lenguaje artificioso, en que no vibraba ni un solo acento del alma, con la apasionada sencillez y arrebato de las palabras de su don Álvaro. Conoció que su suerte estaba echada irrevocablemente, y entonces, con una resolución digna de su noble energía, respondió:
—Yo nunca podré amaros, porque mi corazón ya no es mío.
Tal era en aquel tiempo el rigor de la disciplina doméstica, y tal la sumisión de las hijas a la voluntad de los padres, que el conde se pasmó al ver lo profundo de aquel sentimiento, que así traspasaba los límites del uso en una doncella tan compuesta y recatada. Algo sabía de los desdichados amores que ahora empezaban a servir de estorbo en su ambiciosa carrera; pero acostumbrado a ver ceder todas las voluntades delante de la suya, se sorprendía de hallar un enemigo tan poderoso en una mujer tan suave y delicada en la apariencia. Con todo, su perseverancia nunca había retrocedido delante de ningún género de obstáculos; así es que recobrándose prontamente, respondió, no sin un ligero acento sardónico que toda su disimulación no fué capaz de ocultar:
—Algo había oído decir de esa extraña inclinación hacia un hidalgo de esta tierra; pero nunca pude creer que no cediese a la voz de vuestro padre y a los deberes de vuestro nacimiento.
—Ese a quien llamáis con tanto énfasis hidalgo—respondió doña Beatriz sin inmutarse—es un señor no menos ilustre que vos. La nobleza