El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El señor de Bembibre - Enrique Gil y Carrasco страница 14

Серия:
Издательство:
El señor de Bembibre - Enrique Gil y  Carrasco

Скачать книгу

pensativo el conde un rato, como si en su alma luchasen encontrados afectos, hasta que en fin, sobreponiéndose a todo, según suele suceder, la pasión dominante, respondió con templanza y con un acento de fingido pesar:

      —Mucho me pesa, señora, de no haber conocido más a fondo el estado de vuestro corazón; pero bien veis que habiendo llevado tan adelante este empeño, no fuera honra de vuestro padre ni mía exponernos a las malicias del vulgo.

      —¿Quiere decir—replicó doña Beatriz con amargura—que yo habré de sacrificarme a vuestro orgullo? ¿De ese modo amparáis a una dama afligida y menesterosa? ¿Para eso traéis pendiente del cuello ese símbolo de la caballería española? Pues sabed—añadió con una mirada propia de una reina ofendida—que no es así como se gana mi corazón. Id con Dios, y que el cielo os guarde, porque jamás nos volveremos a ver.

      El conde quiso replicar, pero le despidió con un ademán altivo que le cerró los labios, y levantándose se retiró paso a paso y como desconcertado más que por el justo arranque de doña Beatriz, por la voz de su propia conciencia. Sin embargo, la presencia de don Alonso y de los demás caballeros restituyó bien presto su espíritu a sus habituales disposiciones, y declaró que por su parte ningún género de obstáculo se oponía a la dicha que se imaginaba entre los brazos de una señora dechado de discreción y de hermosura. El señor de Arganza, al oírlo, y creyendo tal vez que las disposiciones de su hija hubiesen variado, entró en el locutorio apresuradamente.

      Estaba la joven todavía al lado de la reja, con el semblante encendido y palpitante de cólera; pero al ver entrar a su padre, que a pesar de sus rigores era en todo extremo querido a su corazón, tan terribles disposiciones se trocaron en un enternecimiento increíble, y con toda la violencia de semejantes transiciones se precipitó de rodillas delante de él, y extendiendo las manos por entre las barras de la reja y vertiendo un diluvio de lágrimas, le dijo con la mayor angustia:

      —¡Padre mío, padre mío! ¡no me entreguéis a ese hombre indigno, no me arrojéis en brazos de la desesperación y del infierno! ¡Mirad que seréis responsable delante de Dios de mi vida y de la salvación de mi alma!

      Don Alonso, cuyo natural franco y sin doblez no comprendía el disimulo del conde, llegó a pensar que su discreción y tino cortesano habían dado la última mano a la conversación de su hija, y aunque no se atrevía a creerlo, semejante idea se había apoderado de su espíritu mucho más de lo que podía esperarse de tan corto tiempo. Así, pues, fué muy desagradable su sorpresa viendo el llanto y desolación de doña Beatriz. Sin embargo, le dijo con dulzura:

      —Hija mía, ya es imposible volver atrás; si este es un sacrificio para vos, coronadlo con el valor propio de vuestra sangre y resignaos. Dentro de tres días os casaréis en la capilla de nuestra casa con toda la pompa necesaria.

      —¡Oh, señor!, ¡pensadlo bien!, ¡dadme más tiempo tan siquiera!...

      —Pensado está—respondió don Alonso—, y el término es suficiente para que cumpláis las órdenes de vuestro padre.

      Doña Beatriz se levantó entonces, y apartándose los cabellos con ambas manos de aquel rostro divino, clavó en su padre una mirada de extraordinaria intención, y le dijo con voz ronca:

      —Yo no puedo obedeceros en eso, y diré «no» al pie de los altares.

      —¡Atrévete, hija vil!—respondió el señor de Arganza fuera de sí de cólera y de despecho—, y mi maldición caerá sobre tu rebelde cabeza y te consumirá como fuego del cielo. Tú saldrás del techo paterno bajo su peso, y andarás como Caín, errante por la tierra.

      Al acabar estas tremendas palabras se salió del locutorio, sin volver la vista atrás, y doña Beatriz, después de dar dos o tres vueltas como una loca, vino al suelo con un profundo gemido. Su tía y las demás monjas acudieron muy azoradas al ruido, y ayudadas de su fiel criada la transportaron a su celda.

Adorno de principio de capítulo

       Índice

      El parasismo de la infeliz señora fué largo y dió mucho cuidado a sus diligentes enfermeras; pero al cabo cedió a los remedios, y sobre todo a su robusta naturaleza. Un rato estuvo mirando alrededor con ojos espantados, hasta que poco a poco y a costa de un grande esfuerzo, manifestó la necesaria serenidad para rogar que la dejasen sola con su criada por si algo se la ofrecía. La abadesa, que conocía muy bien la índole de su sobrina, enemiga de mostrar ninguna clase de flaqueza a los ojos de los demás, se apresuró a complacerla, diciéndole algunas palabras de consuelo y abrazándola con ternura.

      A poco de haber salido las monjas, doña Beatriz se levantó de la cama en que la habían reclinado, con la agilidad de un corzo, y cerrando la puerta por dentro se volvió a su asombrada doncella y la dijo atropelladamente:

      —¡Quieren llevarme arrastrando al templo de Dios a que mienta delante de él y de los hombres!, ¿no lo sabes, Martina? ¡Y mi padre me ha amenazado con su maldición si me resisto!... ¡Todos, todos me abandonan! ¡Oyes! ¡Es menester salir! Es menester que él lo sepa, y ojalá que él me abandone también, y así Dios sólo me amparará en su gloria.

      —Sosegaos por Dios, señora—respondió la doncella consternada—; ¿cómo queréis salir con tantas rejas y murallas?

      —No, yo no—respondió doña Beatriz—, porque me buscarían y prenderían; pero tú puedes salir y decirle a qué estado me reducen. Inventa un recurso cualquiera... aunque sea mentira, porque ya lo estás viendo, los hombres se burlan de la justicia y de la verdad. ¿Qué haces?—añadió con la mayor impaciencia, viendo que Martina seguía callada—¿dónde están tu viveza y tu ingenio? Tú no tienes motivos para volverte loca como yo.

      En tanto que esto decía, medía la estancia con pasos desatentados y murmurando otras palabras que apenas se le entendían. Por fin el semblante de la muchacha se animó como con alguna idea nueva, y le dijo alborozada:

      —Albricias, señora, que en esta misma noche estaré fuera del convento y todo se remediará; pero por Dios y la Virgen de la Encina que os soseguéis, porque si de ese modo os echáis a morir, a fe que vamos a hacer un pan como unas hostias.

      —Pero ¿qué es lo que intentas?—preguntó su ama, admirada no menos de aquella súbita mudanza que del aire de seguridad de la muchacha.

      —Ahora es—respondió ésta—cuando la madre tornera va a preparar la lámpara del claustro: yo me quedaré un poco de tiempo en su lugar, y lo demás corre de mi cuenta; pero cuidado con asustaros, aunque me oigáis gritar y hacer locuras.

      Diciendo esto salió de la celda brincando como un cabrito, no sin dar antes un buen apretón de manos a su señora. La prevención que le dejaba hecha no era ciertamente ociosa, porque a poco tiempo comenzaron a oirse por aquellos claustros tales y tan descompasados gritos y lamentos, que todas las monjas se alborotaron y salieron a ver quién fuese la causadora de tal ruido. Era ni más ni menos que nuestra Martina, que con gestos y ademanes propios de una consumada actriz iba gritando a voz en cuello:

      —¡Ay

Скачать книгу