Los Hombres de Pro. Jose Maria de Pereda

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Los Hombres de Pro - Jose Maria de Pereda

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para el caso son Le Roman Experimental y Les Romanciers Naturalistes), ha aplicado sus principios a la novela y al teatro. Y entre nosotros los ha expuesto recientemente, y aun defendido hasta cierto punto, una ingeniosísima escritora gallega, mujer de muy brioso entendimiento y de varia y sólida ciencia, bastante superior a la del maestro Zola, hombre inculto y de pocas letras, como sus libros preceptivos lo declaran.

      Esta falta de cultura literaria y filosófica que en Zola se advierte, y de que tanto provecho han sacado sus adversarios, sin llegar por eso a obscurecer la genial perspicacia con que juzga de las obras en particular, explica la flaqueza de sus teorías, los pésimos argumentos con que las explana y defiende, el aparato con que presenta como descubrimientos y novedades las máximas de crítica más triviales y manoseadas, y las fórmulas absurdas que da a algunos pensamientos, por otra parte muy razonables. ¿Quién no ha de sonreírse del candor mezclado de soberbia con que confunde a cada paso los términos de la ciencia y los del arte? ¿Quién podrá sufrir que, por todo sistema de estética, se nos dé un trozo de la Introducción de Claudio Bernard al estudio de la medicina experimental? ¿Ni cómo llevar con paciencia el que unas veces se asimile el arte con una estadística y otras con una clínica, y se le dé, por única misión, el recoger y coordinar documentos humanos?

      Todo esto es, a la verdad, inaudito, y el aplauso y la boga que tales libros alcanzan en una nación tan civilizada como Francia, indican bien claro cuán aceleradamente van retrogradando los estudios estéticos, que parecían llamados a tan gloriosos destinos después del impulso que les imprimió la mano titánica de Hegel.

      El que recorra atentamente esos libros de Zola, advertirá, sin duda, cuán vagas y confusas nociones tiene el autor de lo que debe entenderse por verdad humana, y qué concepción tan torcida del arte es la que se ha formado. Entendidos ambos conceptos en el sentido groserísimo en que él los entiende, ni sus novelas, ni otras algunas, tendrían razón de existir. En la misma noción del arte va envuelta la del ideal, siendo la una inseparable de la otra. El mismo Zola viene a reconocer lo así, aunque con una frase de crudo materialismo, cuando declara que el arte no viene a ser otra cosa que la naturaleza vista a través del temperamento del artista; es decir, modificada por eso que Zola llama temperamento. Pues bien: esa modificación que el artista más apegado a lo real hace sufrir a los objetos exteriores, por medio de los dos procedimientos que llamaré de intensidad y de extensión, arranca de la realidad material esos objetos, y les imprime el sello de otra realidad más alta, de otra verdad más profunda; en una palabra, los vuelve a crear, los idealiza. De donde se deduce que el idealismo es tan racional, tan real, tan lógico y tan indestructible como el realismo, puesto que uno y otro van encerrados en el concepto de la forma artística, la cual no es otra cosa que una interpretación (ideal como toda interpretación) de la verdad oculta bajo las formas reales. Merced a esta verdad interior, que el arte extrae y quintesencia, todos los elementos de la realidad se transforman como tocados por una vara mágica, y hasta los personajes que en la vida real parecerían más insignificantes, se engrandecen al pasar al arte, y por la concentración de sus rasgos esenciales adquieren un valor de tipos (que es como adquirir carta de nobleza en la república de las letras); y sin dejar de ser indi viduos, rara vez dejan de tener algo de simbólico. Y es que los ojos del artista en algo han de distinguirse de los del hombre vulgar, y su distinción consiste en ver, como entre sombras y figuras, lo mismo que el filósofo alcanza por procedimientos discursivos; es decir, la medula de las cosas, y lo más esencial y recóndito de ellas. De donde procede que los grandes personajes creados por el arte (que a su manera es creación, y perdonen Zola y sus secuaces) tienen una vida mucho más palpitante y densa que la mayor parte de los seres pálidos y borrosos que vemos por el mundo.

      Pero todo esto lo consigue el arte por medio de sus procedimientos, radicalmente contrarios a los de la ciencia, con la cual nunca puede confundirse sino en un término supremo, que no ha de buscarse ciertamente en los métodos experimentales, sino en la cima de la especulación ontológica, en aquella cumbre sagrada donde la verdad y la belleza son una misma cosa, aunque racionalmente todavía se distingan.

      Pero acá, en este bajo mundo, una cosa es el artista y otra cosa el filósofo, y con mucha más razón una cosa es el artista y otra el autor de trabajos estadísticos, demográficos y sanitarios. En este punto, el fanatismo de escuela mal entendida y peor profesada ha llevado a los naturalistas franceses a las más risibles exageraciones. Zola construye el árbol genealógico de su familia favorita, y explica en una larga serie de tomos el desarrollo de una neurosis en los individuos de esa familia, y las formas que sucesivamente afecta el mal. Y así, por este orden, y con gran lujo de exactitud y de pormenores.

      Todo este aparato científico, o más bien pedantesco, debe de ser sólo ad terrorem (puesto que no nos consta que de tales lucubraciones novelísticas haya sacado fruto alguno la ciencia, ni siquiera que los autores de esas novelas estén muy en disposición de entender y aprovechar datos y documentos que pretenden recoger); pero, sea lo que fuere, envuelve una tendencia docente y utilitaria, que a todo trance importa combatir y desarraigar, como dañosa por igual modo a la ciencia y al arte, y engendradora de libros tan soporíferos como inútiles. Ya Flaubert (que no era, lo repito, naturalista más que a medias) dió el perniciosísimo ejemplo (en Bouvard y Pecuchet) de hacer leer a sus personajes buen número de libros, y copiar largos trozos de ellos. Por fortuna, no dió a su obra todas las proporciones que al principio había pensado; pero no faltará algún naturalista fervoroso que copie al pie de la letra la Biblia, o la Suma de Santo Tomás, o el Código penal, si a algún perso naje de la novela se le ocurre leer cualquiera de estas cosas.

      Esta verdad grosera, esta acumulación de fárrago incongruente, unida a otro dogma de la escuela, es a saber, al desprecio profundo por todo lo que huela a acción y a complicación de interés, va haciendo tan fatigosa la lectura de novelas, que, dentro de poco, y como las cosas continúen así, no van a tener razón de ser los antiguos clamores de los moralistas contra este género literario, puesto que más difícil se va haciendo la lectura de una novela (aun para gente avezada a lecturas largas y áridas) que la de un censo de población o la de unas tablas de logaritmos.

      Es verdad que, temerosos de este daño, han procurado con excesiva frecuencia Zola y los suyos cargar sus novelas de especias picantes, que estimulen los paladares estragados. Y es triste decirlo, pero necesario. Las únicas novelas de Zola que han alcanzado verdadero éxito de librería, así en Francia como en España, son las que, más o menos, están cargadas de escenas libidinosas. Si exceptuamos Nana, Pot-Bouille y el Assommoir, todas las demás novelas de la serie de los Rougon duermen el sueño de los justos en los estantes de los libreros de acá y de allá.

      Todo esto prueba, sin duda, lo soez y bestial del gusto del público; pero prueba también otra cosa peor; es, a saber: el poco o ningún respeto que los artistas tienen a la dignidad de su arte y la facilidad con que se dejan corromper y prostituir por su público. Yo no entraré en la escabrosísima cuestión ética de si puede o no tenerse por cosa inmoral la representación artística de vicios y torpezas hediondas, cuando esto se hace, no con el fin de enaltecerlos, sino con el de clavarlos en la picota. La intención social del autor puede ser sanísima, y de esto no disputo. El efecto que hagan en el lector tales pinturas será un efecto individual y distinto, según la variedad de condiciones, temperamentos y edades. Pero sea lo que quiera del resultado ético de tales novelas, y aunque se diga, quizá con razón, que, más que a malos pensamientos, provocan a asco, siempre será verdad que el género es detestable, no ya por inmoral, sino por feo, repugnante, tabernario y extraño a toda cultura, así mundana como estética.

      Cuando se hacen cargos a los naturalistas por tales obras, responden siempre que el naturalismo no es eso; y tienen razón, sin duda, y es una verdadera necedad de críticos adocenados el estribillo opuesto. Pero no es menos verdad que si la doctrina naturalista nada tiene que ver con semejantes horrores, la práctica de los naturalistas, lejos de rehuírlos, los busca con fruición, habiéndose llegado a crear dentro de la escuela

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