Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra страница 16

Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra

Скачать книгу

le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:

      — Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.

      — No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.

      — Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.

      — Es —dijo el barbero— las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.

      — Pues, en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.

      Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.

      — Adelante —dijo el cura.

      — Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de Grecia; y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.

      — Pues vayan todos al corral —dijo el cura—; que, a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.

      — De ese parecer soy yo —dijo el barbero.

      — Y aun yo —añadió la sobrina.

      — Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con ellos.

      Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por la ventana abajo.

      — ¿Quién es ese tonel? —dijo el cura.

      — Éste es —respondió el barbero— Don Olivante de Laura.

      — El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a Jardín de flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante.

      — Éste que se sigue es Florimorte de Hircania —dijo el barbero.

      — ¿Ahí está el señor Florimorte? —replicó el cura—. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadas aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él y con esotro, señora ama.

      — Que me place, señor mío —respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.

      — Éste es El Caballero Platir —dijo el barbero.

      — Antiguo libro es éste —dijo el cura—, y no hallo en él cosa que merezca venia. Acompañe a los demás sin réplica.

      Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El Caballero de la Cruz.

      — Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir: "tras la cruz está el diablo"; vaya al fuego.

      Tomando el barbero otro libro, dijo:

      — Éste es Espejo de caballerías.

      — Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.

      — Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—, mas no le entiendo.

      — Ni aun fuera bien que vos le entendiérades —respondió el cura—, y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.

      Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:

      — Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.

      — No, señor compadre —replicó el barbero—; que éste que aquí tengo es el afamado Don Belianís.

      — Pues ése —replicó el cura—, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno.

      — Que me place —respondió el barbero.

      Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.

      — ¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una gran voz—. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado

Скачать книгу