Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra

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Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra

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con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.

      — Así será —respondió el barbero—; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?

      — Éstos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.

      Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:

      — Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.

      — ¡Ay señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar, como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo que sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.

      — Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.

      — Éste que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda del Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.

      — Pues la del Salmantino —respondió el cura—, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo tarde.

      — Este libro es —dijo el barbero, abriendo otro— Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.

      — Por las órdenes que recebí —dijo el cura—, que, desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia.

      Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:

      — Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.

      — Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.

      — Este que viene es El Pastor de Fílida.

      — No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa.

      — Este grande que aquí viene se intitula —dijo el barbero— Tesoro de varias poesías.

      — Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fueran más estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.

      — Éste es —siguió el barbero— El Cancionero de López Maldonado.

      — También el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está junto a él?

      — La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el barbero.

      — Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.

      — Que me place —respondió el barbero—. Y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.

      — Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que, en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.

      Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica.

      — Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre— si tal libro hubiera mandado quemar; porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio.

       Índice

      Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:

      — Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo.

      Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.

      Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:

      — Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la vitoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los tres días antecedentes.

      — Calle vuestra merced, señor compadre —dijo el cura—, que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.

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