Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra

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Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra

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que allí se esparcirán mis duras penas

       en altos riscos y en profundos huecos,

       con muerta lengua y con palabras vivas;

       o ya en escuros valles, o en esquivas

       playas, desnudas de contrato humano,

       o adonde el sol jamás mostró su lumbre,

       o entre la venenosa muchedumbre

       de fieras que alimenta el libio llano;

       que, puesto que en los páramos desiertos

       los ecos roncos de mi mal, inciertos,

       suenen con tu rigor tan sin segundo,

       por privilegio de mis cortos hados,

       serán llevados por el ancho mundo.

      Mata un desdén, atierra la paciencia,

       o verdadera o falsa, una sospecha;

       matan los celos con rigor más fuerte;

       desconcierta la vida larga ausencia;

       contra un temor de olvido no aprovecha

       firme esperanza de dichosa suerte.

       En todo hay cierta, inevitable muerte;

       mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo

       celoso, ausente, desdeñado y cierto

       de las sospechas que me tienen muerto;

       y en el olvido en quien mi fuego avivo,

       y, entre tantos tormentos, nunca alcanza

       mi vista a ver en sombra a la esperanza,

       ni yo, desesperado, la procuro;

       antes, por estremarme en mi querella,

       estar sin ella eternamente juro.

      ¿Puédese, por ventura, en un instante

       esperar y temer, o es bien hacello,

       siendo las causas del temor más ciertas?

       ¿Tengo, si el duro celo está delante,

       de cerrar estos ojos, si he de vello

       por mil heridas en el alma abiertas?

       ¿Quién no abrirá de par en par las puertas

       a la desconfianza, cuando mira

       descubierto el desdén, y las sospechas,

       ¡oh amarga conversión!, verdades hechas,

       y la limpia verdad vuelta en mentira?

       ¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos

       celos, ponedme un hierro en estas manos!

       Dame, desdén, una torcida soga.

       Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,

       vuestra memoria el sufrimiento ahoga.

      Yo muero, en fin; y, porque nunca espere

       buen suceso en la muerte ni en la vida,

       pertinaz estaré en mi fantasía.

       Diré que va acertado el que bien quiere,

       y que es más libre el alma más rendida

       a la de amor antigua tiranía.

       Diré que la enemiga siempre mía

       hermosa el alma como el cuerpo tiene,

       y que su olvido de mi culpa nace,

       y que, en fe de los males que nos hace,

       amor su imperio en justa paz mantiene.

       Y, con esta opinión y un duro lazo,

       acelerando el miserable plazo

       a que me han conducido sus desdenes,

       ofreceré a los vientos cuerpo y alma,

       sin lauro o palma de futuros bienes.

      Tú, que con tantas sinrazones muestras

       la razón que me fuerza a que la haga

       a la cansada vida que aborrezco,

       pues ya ves que te da notorias muestras

       esta del corazón profunda llaga,

       de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,

       si, por dicha, conoces que merezco

       que el cielo claro de tus bellos ojos

       en mi muerte se turbe, no lo hagas;

       que no quiero que en nada satisfagas,

       al darte de mi alma los despojos.

       Antes, con risa en la ocasión funesta,

       descubre que el fin mío fue tu fiesta;

       mas gran simpleza es avisarte desto,

       pues sé que está tu gloria conocida

       en que mi vida llegue al fin tan presto.

      Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo

       Tántalo con su sed; Sísifo venga

       con el peso terrible de su canto;

       Ticio traya su buitre, y ansimismo

       con su rueda Egïón no se detenga,

       ni las hermanas que trabajan tanto;

       y todos juntos su mortal quebranto

       trasladen en mi pecho, y en voz baja

       -si ya a un desesperado son debidas-

       canten obsequias tristes, doloridas,

       al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.

       Y el portero infernal de los tres rostros,

       con otras mil quimeras y mil monstros,

       lleven el doloroso contrapunto;

       que otra pompa mejor no me parece

       que la merece un amador difunto.

      Canción desesperada, no te quejes

       cuando mi triste compañía dejes;

      

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