La Quimera. Emilia Pardo Bazan

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La Quimera - Emilia Pardo  Bazan

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y venga luego... lo que venga. Todo lo demás... ¡pch! ¡Ser alguien! ¡Ser fuerte, ser fuerte!

      Y las lindas facciones se crispaban, y el rubio ceño se fruncía de un modo violento, casi torvo. La compositora guardaba silencio, el silencio de las cuerdas del arpa que aún retiemblan sin sonar.

      —Malo, malo—dijo por último.—El caso está bien caracterizado. Todos los síntomas. Espero, en interés de usted, que rebaje la calentura.

      —¡La padezco desde que nací, acaso! Si no es para eso, no tengo interés en existir. No crea usted: á ratos... se me quita la fe. Ayer mañana, por ejemplo, al venir de Brigos, me detuve en Areal. Tengo allí un pariente, hijo de una hermana de mi madre, panadero... Yo venía desfallecido; me dió caldo, pifón y sardinas, y vi á su mujer y su patulea de criaturas. Se quejan de la suerte, de escasez, pero están sanos y son dichosos á su manera. Envidié esa manera.

      —Tenía usted razón en envidiarla—afirmó lentamente Minia.—Sólo que es un sentimiento inútil. La envidia no nos aproxima una pulgada á lo envidiado.

      —Ni yo me aproximaría. Son fantasías, mandolinatas pastoriles. Cada cual ha de vivir su destino; el suyo, nunca el ajeno—declaró Silvio.—No soy viejo, pero ya estoy en las horas irrevocables. De aquí salgo á volar; de aquí... á Europa. Cuando subí por esa calle tan larga de magnolias, y pasé debajo de estas acacias que llueven gotas de oro, y me hicieron esperar en la sala, frente al piano,—presentí (soy muy supersticioso y fío en los avisos) que me encontraba en ocasión decisiva y que este rincón del mundo guarda para mí la clave de lo venidero...

      —¡Pobre criatura!—murmuró Minia sin mirarle.

      —¡Le doy á usted lástima! Vamos, entiendo. Es que no cree usted que poseo condiciones de triunfador.

      —Ni lo creo ni dejo de creerlo... Ignoro. Con lo que usted es capaz de hacer, sospecho que tiene asegurado el cocido, un cocido sano, suculento, quizás una comida sólida... ¡y eso es mucho, amigo!—¡Triunfar! ¡Dar ese zarpazo que usted sueña! El arte está espigado. La genialidad, la inspiración, si las viese usted en forma de improvisación, se equivocaría... Es el error de nuestros artistas: quieren sorprender á la ninfa dormida, ser faunos nervudos. Y lo que deben ser es caballeros andantes, cumpliendo mil hazañas obscuras, mil pruebas, antes de desencantar á la infanta. ¡Si al menos hubiese infanta! Se dan casos de encontrar en vez de infanta una bruja. ¿Y sabe usted lo más curioso? Al artista caballero andante, después de tantas heroicidades y de pelear con siete endriagos, lo mejor que le puede suceder no es acertar con la infanta, sino acertar consigo mismo, y autodesencantarse.

      —¿No podré yo?—Silvio cruzaba las manos con angustia.

      —¡Á saber!... De antemano córtese usted las alas de cera; disciplínese la voluntad; precava el desengaño. ¡Beba cada día un sorbo de decepción: el vaso entero, de una sentada, es dosis mortal! Un sorbo es muy provechoso; aunque mejor sería no necesitarlo, no haber soñado, y ser como los ciápodos, que tienen la cabeza junto al suelo—lo más bajito posible; rasando la tierra; tanto, que sus pelos se vuelven raíces...

      —Habla usted así porque ya ha llegado.

      —¡Hablo así porque estoy en un momento de sinceridad, virtud ó cualidad antipática por esencia, presencia y potencia...! Y quizás estoy en un momento de sinceridad, porque anochecerá pronto, porque el aspecto del campo es solemne, y la humareda de las cabañas flota con magia sobre el telón de selva. El paisaje, en mí, determina el estado de alma. No me haga usted caso.

      Silvio, al contrario, se impresionó. Era un océano amargo y hondo, sin límites, lo que se asomaba á los ojos, á la fisonomía de la compositora, lo que gemía en su voz. Creyérase escuchar el murmurio fúnebre, amplio, del mar de Cantabria.

      —¡Aun así!—exclamó el artista.—¡Aunque me cueste eso y más!

      —¡Taikun!—llamó Minia, cambiando de tono, recluyéndose en sí.—¡Aquí, monigote! Vamos, quieto... Ya tienes la lana llena de hojas, tonto; ven, te las quito para que te luzcas.—Y con placidez afectuosa, volviéndose al pintor:—Su aspiración de usted, ¿conformes, supongo?, es incompatible con la felicidad, que consiste en desear cosas accesibles, pequeñas, vulgares, corrientes, en cultivar manías inofensivas y obscuras, como reunir variedades de claveles y tulipanes, coleccionar botones ó hebillas de cinturón... Y usted renuncia á ser feliz: convenido. ¿Renuncia usted también al triunfo? ¡Ah! Renuncie. ¡Sea modesto, fórmese un corazón humilde y puro, como los de los grandes artistas desconocidos de la Edad Media... y quizás...! Usted, hoy pastelista, sería antaño miniaturista y monje. En su celda, después del rezo, diseñaría y policromaría lirios y mariposas; nacería una primavera en la vitela, un jardín sobrenatural como el del Cordero místico de Van Eyck. Cuando sonase el Angelus, ¡que está sonando ahora! ¿no lo oye? allá en la parroquial de Monegro,—vería usted entre el azul de las lejanías una figura escueta, virginal, y un ser de alas tornasoladas, divino: ambos descenderían de sus pinceles á la página del horario... Nadie conocería su nombre de usted: muda la infame fama... la imprenta por inventar... ¡Oh delicia! ¿Qué falta hace el nombre? El arte anónimo es el Romancero, es las Catedrales... Usted, de seguro, está dispuesto á batallar por la victoria de unas letras y unas sílabas: ¡Silvio Lago! Veneno de áspides hay en el culto del nombre. Por el nombre nos desempeñamos tras la originalidad—y el arte uniforme, poderoso, se acaba; sólo hay el picadillo; falta la redoma que nos integre y amase con el jigote la persona.

      —¿Y usted se ha contentado con arte anónimo?

      —No... Por eso he recibido en mitad del pecho todas las puñaladas. El arte anónimo era como el sayal: vestidura idéntica, que identificaba aparentemente. Dentro latía el corazón, el cerebro funcionaba, la inspiración nada perdía. Hoy... es un infierno. Y en usted, además, ¡la complicación económica! Cuenta usted veintitrés años, batalla desde los catorce, y aún no ha juntado sus granos de trigo, pendiente de que en Madrid le demos á conocer por... por el aspecto industrial... ¿Me excedo?

      —No, no; siga... ¡Al fin, alguien que me habla así! Pegue usted fuerte, no duele; al contrario.

      —Le damos á conocer... retrata usted... ¿á cuánta gente necesitará retratar?

      —Cuatro retratos al mes, á doscientas pesetas; ocho ó diez días de trabajo... y me bastará. Los restantes veinte días... para dibujar mucho; academias, desnudos. ¡Dibujar! la ortodoxia, la probidad de la pintura. Así que dibuje... como aspiro, ¡á un estudio de notabilidad! ¡á postrarme ante Sorolla, por la luz, el aire, la pincelada!

      —¿Sorolla?—repitió con extrañeza Minia.

      —¿No le admira usted? ¡Pinta tanto ó más que Velázquez!

      —No se trata de pintura ni de admiración. Sorolla es enteramente adverso, me parece, á los gérmenes que usted lleva en sí. Cada cual debe abundar en su propio sentido, desarrollar sus tendencias. ¿No estima usted la elegancia, la distinción? ¿No era Van Dyck, ante todo, un aristócrata?

      —No; yo sólo estimo la fuerza. Ó pintaré como un hombre, virilmente, ó soy capaz de pegarme un tiro.

      El Angelus seguía sonando; sus lágrimas de plata caían en la atmósfera acolchada de bruma transparente. Los obreros que trabajaban en terminar la torre de Levante, la más alta de las tres de Alborada, se escurrieron de los andamios y cruzaron en fila de hormiguero dando las buenas noches, zuequeando y haciendo crujir la arena. Eran picapedreros, mozos la mayor parte, y el sábado les alborozaban la cobranza, el descanso, el bailoteo en perspectiva. Obscurecían la terraza

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