En el nombre del mar. Luis Mollá Ayuso
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—Este es Queequeg.
Jim Bow estaba tan absorto en el arma que no escuchó a Buñuelo, el cual volvió a insistir tirándole de la manga.
—Señor Bow, le presento a Queequeg, su ayudante.
El arponero se giró y se encontró frente a frente con el indio, sintiendo un estremecimiento. Jim era un muchacho alto y de brazos fuertes, pero aquel tipo le sacaba una cabeza y parecía una estatua de bronce. Tenía el cuerpo cubierto de tatuajes, de sus orejas colgaban una docena de aros y otro de tamaño mayor pendía del apéndice nasal. El rostro estaba cruzado por pequeños surcos bajo los ojos y en las mejillas, y su barbilla apuntaba una perilla rala y poco consistente.
—Usted quitar ropa. No poder trabajar así —dijo el indio con un mohín de desprecio en la mirada.
Jim se miró a sí mismo y acarició su pelliza. Había escuchado cientos de supersticiones y aquella no le era ajena. Cualquier vestimenta a bordo relacionada con el mal tiempo era sistemáticamente rechazada por los marineros, por el simple hecho de que sugería la posibilidad de tormentas en la navegación. Él respetaba las creencias de cada uno y jamás se le hubiera ocurrido desafiar una superstición, y, si verdaderamente estaban navegando, el indio tenía razón en su queja. Por la popa observó de reojo los últimos destellos mortecinos del faro de Brant Point, mientras que por la proa unos relámpagos anunciaban el temporal que había advertido el vuelo de los vencejos. Decididamente, y por algún extraño conjuro, se encontraba a bordo de una nave que buscaba el ancho mar. Prefirió no darle más vueltas y se quitó la pelliza, a pesar de lo cual el rostro del indio no se alteró.
Los días volaban como las aves del cielo y el barco avanzaba resueltamente sin rumbo conocido y con un objetivo que se iba haciendo cada vez más nítido. Nunca el sol ni ningún otro astro se hizo visible a la tripulación; una bruma compacta mantenía a la nave a salvo de las indiscretas miradas de otros buques. Los marineros se ocupaban en sus labores habituales: maniobraban velas, manejaban la caña del timón, adujaban cabos y maromas que la mar se empeñaba en volver a desmadejar, baldeaban, limpiaban aquí y allá y arranchaban la larga colección de toneles destinada a almacenar el aceite que habrían de extraer de la grasa hervida de los cetáceos que encontraran en su rumbo.
Supieron que habían cruzado la Línea cuando las aguas sucias procedentes del baldeo cambiaron el sentido de giro en los imbornales. En el cielo, la estrella Polar que guía al navegante en el hemisferio norte debía haber sido reemplazada por la Cruz del Sur, que lo hace en la otra mitad del globo, pero eso era algo que sólo podían imaginar, pues la vaporosa nube que cubría el buque desde la salida de puerto les acompañaba celosamente en todo momento.
Jim Bow dedicaba los días a preparar el arpón para el momento supremo, menester en el que siempre se veía acompañado de Queequeg, que, si bien al principio sólo era capaz de expresarse por medio de algún gruñido aislado, cada vez se mostraba más abierto y comunicativo; eso sí, siempre en su particular forma de entender el lenguaje.
—Tú explicas ese mar que no se mueve...
—¿Otra vez, Queequeg? Te he contado esa historia docenas de veces. El que debería explicarse eres tú. Aquí pasan cosas que escapan a la razón.
—Tú explicas...
Y de nuevo Jim le contaba que aunque unos decían que se trataba de una leyenda, otros daban como cierta la existencia en el centro del océano Atlántico de una corriente que se desplazaba espiralmente hasta un punto en el que cesaba todo movimiento, y donde, según decían, se acumulaban cientos de algas llamadas sargas, razón por la que ese mar era conocido como el de los Sargazos.
—Muchos —remataba Jim su explicación—, aseguran haber navegado ese horrible mar estático del que cuentan que es la entrada al infierno de los barcos, pues se dice que las naves atrapadas por aquella corriente malvada quedan estancadas como un animal en las arenas movedizas, y que esas sargas no hacen sino disimular el tesoro de ese mar, el cual consiste en cientos de buques cuyos marineros mueren de pura desesperación al no poder sentir el brío de sus naves saltando de ola en ola y de uno a otro mar.
Indefectiblemente, al llegar a este extremo del relato, Queequeg se giraba y señalaba al joven arponero con el cuchillo, conminándole a interrumpir la narración. A continuación el indio daba un salto y se asomaba a la borda donde se tranquilizaba al ver las aguas correr en sentido opuesto al avance natural del barco, entonces regresaba junto a Jim, volvía a comprobar el funcionamiento del gatillo de la ballesta y continuaba modelando su pequeño ídolo, ocasión que el californiano aprovechaba para intentar ganarse su confianza.
—¿Dónde vamos, Queequeg? ¿Qué sucede a bordo de este buque fantasma?
—Tú saber cuándo llegar momento...
Y en esa frase quedaba encallada su lengua, como aquellos buques legendarios que gustaba arrebatar al resto de los mares aquel otro estático llamado de los Sargazos.
Al atardecer los marineros solían reunirse en la cubierta, donde, al tiempo que tallaban pequeñas figuras con huesos de cachalote, se escuchaban historias a caballo entre la realidad y la fantasía y en las que los protagonistas eran siempre las ballenas y su ancestral y desigual lucha con el hombre, que pretendía arrebatarles la energía de sus entrañas para llenar aquellos barriles que permanecían vacíos desde la salida de Nantucket. Como a cualquier marinero, a Jim le gustaban aquellos cuentos, aunque era consciente de que la mayoría eran puras fabulaciones que al saltar de barco en barco y de taberna en taberna se iban enredando, haciéndose cada vez más descabelladas. Extraña paradoja, pensaba el arponero escuchando los cuentos de labios de marineros rudos y curtidos: en tierra todos creían a pies juntillas aquellas historias de los balleneros contadas siempre en primera persona, aunque a bordo se escuchaban unos a otros con tanto interés como desconfianza, sabedores de que en el fondo todos aquellos cuentos no eran otra cosa que patrañas sin ningún sentido del rigor:
—Yo era remero en el Betwawoo —aseguraba un viejo marinero de Boston—, cuando arponeamos aquel animal que luego seguimos durante tres años. El capitán McKenzie se volvió loco y no quería saber de ninguna ballena que no fuera aquella jorobada que había escapado con su arpón. Al cabo de ese tiempo volvimos a encontrarla en el mismo lugar en que la habíamos arponeado, aunque sólo Dios sabe cuántas vueltas habría dado a la Tierra. Estaba exhausta y se entregó sin resistencia, aunque quedó tan escuálida que apenas obtuvimos media docena de barriles.
—A ningún capitán le gusta perder un arpón, mucho menos si es escocés —replicó otro marinero despertando la risa de todos.
—Dices bien —sonrió el bostoniano mostrando unas negras encías desprovistas de dientes—. Y vaya si lo recuperó, no sé cómo aquel animal pudo vivir tanto tiempo con aquel hierro oxidado en las entrañas, pero a los pocos días el arpón estaba de nuevo reluciente y listo para ser usado
Tras un breve silencio, otro marinero alzó la voz.
—Yo fui grumete en la goleta Unukhalai. A pocas millas de Cape Cod capturamos una gris y al descuartizarla encontramos un arpón perteneciente al Sockshire. Nada extraño si no fuera porque luego supimos que ese hierro había sido disparado en aguas de Alaska tan sólo diez días antes.
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