En el nombre del mar. Luis Mollá Ayuso

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En el nombre del mar -  Luis Mollá Ayuso Nan-Shan

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ballena podría recorrer esa distancia en diez días y menos aún con un arpón en las costillas.

      —Sí es posible —sentenció otra voz—. Utilizan el paso del Noroeste. El hombre ha buscado durante siglos la forma de unir los dos grandes mares por el norte, pero no lo ha encontrado por la sencilla razón de que está debajo de los hielos, lo que no representa ningún problema para las ballenas...

      A menudo se escuchaban también historias de los cachalotes negros, el animal más fiero que esconden los fondos abisales; había marineros a bordo que decían haberlos visto en Nueva Zelanda o en Timor. Sostenían que la razón de su extraordinaria agresividad residía en su desequilibrio mental, ya que al parecer son animales que al sentirse heridos se vuelven literalmente locos. Un marinero de Po’o Nan Poah, que decía haber tropezado con uno de ellos muerto y a la deriva, aseguraba que en su cuerpo habían encontrado hasta catorce arpones.

      A Jim le resultaba extraño que en aquellas reuniones se hablase exclusivamente de ballenas, cuando en todos los barcos se escuchan historias referidas a otros animales fantásticos que hacen siempre la delicia de la marinería, como el monstruo de Savally Point, que seguía a los pesqueros a vapor, o la sirena de Halifax o el gran calamar de Cape Hope, que cada noche arrastraba un barco distinto a las profundidades del Atlántico. Sin embargo, a pesar de que en alguna ocasión trató de intervenir con ese tipo de historias, no tardó en darse cuenta de que no contaban con ningún tipo de predicamento entre aquellos extraños hombres de mar, que únicamente querían oír hablar de ballenas y de arpones.

      Jim aprendió a escucharlos en silencio mientras masticaba los alimentos secos que él mismo había traído en su saco siguiendo las instrucciones de la carta. Aquel era otro de los misterios del buque; en los días que llevaba a bordo, que ya comenzaban a ser una cantidad considerable, nunca vio a los marineros alimentarse, ni tampoco a Buñuelo, teórico cocinero, preparar alimento alguno, dedicándose a cumplir funciones de grumete muy alejadas de las que supuestamente le correspondían.

      Otra de las razones de su perplejidad era que a pesar de la afición de los marineros a las conversaciones de ballenas, en sus tertulias evitaban sistemáticamente referirse a Mocha Dick, a pesar de que la noche de su llegada a la posada habían mostrado un extraordinario interés en conocer de sus labios los detalles del encuentro en Malvinas con aquel leviatán de las profundidades.

      Más allá de las charlas de corrillo, Jim no había conseguido ganarse la confianza de ninguno de los marineros, excepción hecha de Queequeg, que le escuchaba en silencio mientras se hacía en la cara aquellas horribles muescas con el mismo cuchillo que usaba para tallar la madera y la ayuda de un trozo de espejo que guardaba como un tesoro. Sin embargo, cada vez que Jim quería arrancar una confidencia de sus labios que diera luz a alguno de aquellos misterios, el indio se ponía siempre a resguardo de las explicaciones, amparado en aquella frase lapidaria tan mal construida que parecía constituir su único vocabulario:

      —Tú saber cuándo llegar momento...

      Y el momento se presentó pocas fechas después, precisamente durante una de esas tertulias al atardecer, cuando en uno de esos silencios impenetrables que a veces caían como una pesada losa sobre la reunión, una voz se dejó oír claramente en las proximidades de la nave.

      —¡Ah del barcooo, capitáaaan...!

      Como un resorte, Buñuelo dio un respingo, echó a correr y se perdió en el interior de la nave, regresando al poco acompañado del oficial Stubbs.

      —Ha sonado por allí, señor Stubbs.

      El cocinero acompañó sus palabras con un dedo extendido señalando un lugar impreciso invisible a los ojos de todos, rodeados como navegaban de aquella inexplicable penumbra.

      —Nombreeee del barcooo —gritó el oficial acanalando la voz con las manos en la dirección que señalaba el dedo de Buñuelo.

      —Pentzoil, ballenerooo, con base en Terranovaaa. ¿Cuál es el nombre del suyooo?

      —Soy Mortenseeeen, capitán del Grains, navegando desde la alta Noruegaaa. Venimos siguiendo una franca blanca heridaaaa. ¿La han vistoooo?

      —Hace cosa de un mes se nos acercó una con esa descripción. Llevaba tres arpones en el lomooo y no nos dio tiempo a cargar. Cuando disparamos ya estaba demasiado lejooos.

      —¿Cuál es el nombre de su arponerooo principaaal?

      Transcurrieron unos segundos sin que nadie contestara, sin duda a bordo del buque canadiense consideraban aquella una pregunta extraña.

      —Se llama Bastien Gouvaaaain, es francés, de Saint Maloooó.

      —¿Dónde vieron esa francaaaa?

      —En los Rugientes, cien millas al este de Mar del Plataaa. Dígame capitáaaan, ¿qué clase de niebla es esa que les acompañaaa?

      Inesperadamente una voz seca y grave se dejó oír tras el grupo de hombres que trataban de reconocer algún barco en el lugar del que procedían las voces.

      —¡Ocupad los puestos! ¡Dad todo el aparejo! ¡Timonel, rumbo a los Rugientes!

      Era el capitán, el mismo individuo de la posada se erguía ahora frente a Jim dando unas órdenes que todos los marineros se aprestaban a cumplir. Era alto y delgado como un ciprés y, además de una barba espesa y descuidada, en su rostro destacaban unos ojos oscuros y profundos que se encendían como teas con cada orden.

      —Bow, vaya a preparar el arpón y, por las llagas de Cristo, no falle.

      Dando media vuelta el capitán se agarró a un obenque y de un salto ascendió los dos escalones que conducían al alcázar. Fue entonces cuando Jim reparó en su pierna artificial, hecha de blancas barbas de ballena. Repentinamente una idea se abrió paso en su cerebro y corriendo como un poseso alcanzó la canasta de proa, donde el indio le esperaba junto al arpón.

      —Queequeg, amigo, dime qué está pasando. Que me aspen si este navío no es el Pequod y ese el mismísimo capitán Ahab.

      En ese momento el joven arponero cayó en la cuenta de que el nombre del barco no estaba escrito en ninguna parte y tampoco se lo había oído mencionar a ningún marinero, lo mismo que el del capitán; era evidente que el nombre aquel de Mortensen que había gritado Stubbs era un engaño, pero en ese momento Queequeg decidió comenzar a hablar y el joven Bow le dedicó toda su atención.

      —Momento de saber ha llegado, Jim.

      —¿Es Ahab, verdad?

      —A bordo de esta nave ninguno ser quien fue. No ser nadie ni ser nada, sólo espíritus errantes en busca del consuelo del descanso eterno. Esa ballena tener la llave de nuestra dimensión definitiva.

      Las palabras del indio sobrecogieron a Jim, que no acertaba a hacer una pregunta concreta, siendo muchas las que se abrían paso en su cabeza.

      —¿Espíritus errantes? De modo que ese es el misterio; por eso os alimentáis exclusivamente del odio a Mocha Dick. Seguramente ella hundió vuestra nave y os envió a todos al infierno, pero entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Qué pinto yo en esto?

      —Tú conocer a Moby, haberla visto y ella haberte visto a ti a través de su único ojo. Nosotros no importarle, pues ya ser suyos, sin embargo ella venir a por ti y tú tener oportunidad de conseguir lo que ya ninguno de nosotros poder. Tú recordar: sólo un disparo —concluyó acariciando la caña de la ballesta.

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