En el nombre del mar. Luis Mollá Ayuso
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Un asunto difícil. Las obras que le estaban haciendo al buque en el Arsenal de la Carraca servían poco más que para tapar bocas, las otras, las que verdaderamente necesitaba, obligaban a desplazarlo a Cartagena, inmovilizarlo y empezar por desmontar los cuatro cañones González Hontoria de 240 milímetros para sustituirlos por otros tantos de 204, un ahorro de cien toneladas en el desplazamiento final que ayudaría a meter el barco dentro de las exigentes curvas de estabilidad. Sin embargo, y a pesar de que una real orden así lo disponía, el asunto no terminaba de materializarse. Parar el barco, cambiarle la artillería principal, sustituir calderas y reponer el sistema de estanqueidad suponía el reconocimiento tácito de un fiasco que, aunque estaba en boca de todos, convertía su defectuosa construcción en un asunto político y, en definitiva, en carnaza para la prensa. Desde las primeras entrevistas con el almirante nada más recibir el mando del buque había comprendido que la intención de Madrid era aprovechar su experiencia en el mando del crucero para mejorar el diseño de sus gemelos nacionales, el Alfonso XIII y el Lepanto, en pleno proceso de construcción en los astilleros de Ferrol y Cartagena, respectivamente.
En Capitanía todo parecía en orden. Apoyado en el bastón de mando que le distinguía como comandante de buque, deambuló por las distintas secciones del Estado Mayor. En cada uno de los oficiales con quien se entrevistó buscó una señal que anunciara temporal en el despacho del almirante, pero todo parecía tranquilo. El capitán de corbeta Ozores, jefe del negociado de organización, le señaló que las listas de aprendices de la Escuela de Artillería de Mar estaban preparadas. Aunque no entendió a qué se refería, le dejó hablar interesándose en sus palabra, sobre todo cuando se disculpó aduciendo que la botadura el lunes siguiente del acorazado Carlos V en los astilleros gaditanos de Vea Murguía tenía completamente absorbido al personal a sus órdenes, preparando listas de asistentes y saludas del almirante para un acto que habría de presidir el ministro de Marina y que nadie quería perderse.
Por fin llegó al antedespacho del almirante y saludó al ayudante, indicándole que esperaría la hora de la audiencia en la biblioteca, pero éste replicó que tenía orden de hacerlo pasar tan pronto llegara, perdiéndose a continuación en dirección al despacho del capitán general. Verdaderamente la cosa era urgente, pensó Sanz sintiendo como se le disparaban las alarmas.
—Su Excelencia le espera, comandante.
La voz del ayudante le rescató de sus preocupaciones. Sanz de Andino se dirigió al despacho, inspiró, se estiró dentro del uniforme y abrió la puerta resueltamente.
—¿Da Vuecencia su permiso, almirante?
El almirante Pasquín lo esperaba de pie, en el centro de la estancia y con una sonrisa franca alumbrándole el rostro. Al verlo entrar se acercó con el brazo derecho extendido.
—Pasa Curro. Te estaba esperando. ¿Todo en orden?
El comandante del Reina Regente estrechó la mano que le tendía el almirante, encogiendo ligeramente el cuello y escrutando su mirada en busca de un gesto de hostilidad entre tanta deferencia inesperada.
—Acompáñame —dijo Pasquín conduciéndolo hacia una puerta que comunicaba con un lujoso y confortable recibidor—. ¿Quieres café? ¿Un cigarro?
A resguardo del humo de un Partagás, Sanz estudiaba cada gesto de su superior mientras le escuchaba ponderar el clima local que, según decía, resultaba ideal para la artritis de sus huesos. El almirante no iba al grano y Sanz de Andino se estaba poniendo nervioso.
—Ya sé, almirante, que mi informe es algo brusco, sin embargo, créame que no reclamaría esas obras de no considerarlas esenciales y urgentes para la seguridad del buque...
Con la palma de la mano alzada en un gesto contemporizador, el almirante frenó en seco la interrupción de su subordinado.
—No te preocupes, Curro. Las obras están aprobadas.
—¿Aprobadas? ¿Las obras en Cartagena? Almirante, estoy hablando de la sustitución de la artillería principal, además de...
—Sí, Curro. Y las calderas y todo lo demás. Esta misma mañana han telegrafiado de Madrid. Por fin se han tomado este asunto en serio e incluso se ha librado un presupuesto extraordinario. Tendrás tus reparaciones. Pero eso vendrá más adelante.
Más adelante... repitió Sanz mentalmente. Por fin llegaban al meollo de la cuestión. Era evidente que le estaban dorando la píldora y ahora llegaba la parte difícil de tragar, la que daba sentido a aquella actitud tan extraña y solícita. Sin embargo, el almirante permanecía en silencio contemplando el azul del cielo a través de los grandes ventanales. ¿Qué estaba pasando?
—Curro, ¿recuerdas el coste original del barco?
El almirante Pasquín regresó de repente al mundo de los vivos con una pregunta que no hizo sino aumentar la confusión de Sanz de Andino.
—Cerca de seis millones de pesetas, almirante, pero no entiendo...
Pasquín ignoró la réplica de su subordinado, que lo contemplaba con una mirada cargada de perplejidad.
—¿Recuerdas hace cosa de año y medio el ataque de los rifeños a un fuerte en Melilla que costó la vida a su general?
—Sí, almirante, lo recuerdo vagamente.
—Margallo.
—¿Cómo?
—Margallo. General Margallo. Así se llamaba aquel pobre desdichado.
—Almirante, disculpe. No sé a dónde quiere llegar.
—En seguida lo entenderás. ¿Otro café?
Tras recibir su taza de café y mientras el capitán general se servía una cucharada de azúcar en la suya, la cabeza de Sanz de Andino daba vueltas intentando averiguar en qué podía afectarle aquella historia tan peculiar que comenzaba con un general muerto en Melilla. En ese momento el almirante se aclaró la voz y retomó la palabra.
—El sultán de Marruecos es un individuo de carácter débil incapaz de gobernar su territorio. Su brazo no llega a las montañas ni a los valles del Rif, por eso no se le puede responsabilizar de lo sucedido a Margallo y tampoco se le puede exigir la entrega de los culpables. Este tipo de cosas se resuelven de otro modo.
Sanz iba a replicar, pero una señal del almirante lo detuvo.
—Desde hace un par de semanas una comisión del sultán negocia en Madrid un acuerdo de satisfacción con representantes del gobierno. Este acuerdo se resolvió hace apenas unos días, estableciéndose una indemnización de veinte millones de pesetas. ¿Qué te parece? Con ese dinero podrían comprarse tres barcos como el tuyo.
—Me parece una barbaridad, almirante. No tenía ni idea de esas negociaciones, ni tampoco de que la vida de un general valiese tanto. Si me permite la licencia.
El almirante sonrió, dejó la taza vacía sobre la mesa y se limpió los labios con una servilleta antes