En el nombre del mar. Luis Mollá Ayuso

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En el nombre del mar -  Luis Mollá Ayuso Nan-Shan

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despachar la comisión en un bote. Cuando vio al embajador moro y su corte a bordo del remolcador, respiró tranquilo. Un problema menos. Tampoco dio importancia al hecho de que dos marineros se hubieran quedado en tierra, un asunto menor que se resolvería a bordo cuando las aguas volviesen a su cauce. Lo apropiado de la expresión le arrancó la primera sonrisa del día. Después de dar a su segundo las órdenes pertinentes para levar anclas, corrió a la caseta de derrota a ver si el barógrafo le daba motivos para la segunda, pero la presión seguía descendiendo y alcanzaba ya los 745 milímetros. El oficial de guardia le informó que, desde tierra, el semáforo comunicaba la llegada de la comisión; a partir de ese momento, y debido al temporal, el puerto quedaba cerrado. También traía noticias del cónsul, que informaba que los dos marineros serían pasaportados a Cádiz y recomendaba permanecer al abrigo de la rada hasta el paso del temporal. Sanz estaba a punto de aceptar el consejo cuando le interrumpió la voz del segundo.

      —Comandante, una de las anclas ya está a bordo. Vamos a empezar con la segunda.

      Sanz agradeció la novedad con una leve inclinación de cabeza. Se sentía solo y angustiado. Ni mucho menos tenía claro qué pasos debía seguir. Apenas llevaba dos meses a bordo y a pesar de las largas conversaciones con Paredes desconocía los límites del buque. «A los barcos hay que tenerles miedo, Curro. Y a éste más que a ninguno. Hasta que no vivas una situación lo suficientemente dramática no te darás cuenta de lo verdaderamente frágil que es...»

      El segundo seguía en el castillo de proa dirigiendo la maniobra del ancla. No parecía preocupado; llevaba dos años a bordo y conocía bien el buque. A su lado, el alférez de navío Enríquez se asomaba a la borda esperando ver aparecer el ancla. Sin despegarse del oficial, Nemo, el fiel animal que lo seguía a todas partes, se mostraba temeroso y sin dar las muestras de alegría del día anterior. Sanz giró el cuello y buscó el barógrafo con la mirada. Apenas era perceptible, pero parecía que había iniciado un ligero ascenso. Desde el castillo el segundo informó que ambas anclas estaban a bordo, estibadas y sin novedad. Utilizando el telégrafo, Sanz envió a máquinas la orden de avante poca. Un relámpago rasgó el cielo iluminando la mar con su luz plateada y el comandante aprovechó para mirar la esfera de su reloj; eran las nueve y media. Levantando la mirada vio que fuera del resguardo de la rada las olas crecían considerablemente. En ese momento se arrepintió de haber pospuesto la celebración de la misa a la llegada a Cádiz y por unos instantes pensó en reconsiderar la decisión y volver a echar el ancla, sin embargo, el rostro alargado y serio del almirante surgió entre la bruma recordándole la importancia de estar al día siguiente fondeado en la bahía de Cádiz para la botadura del Carlos V, e inmediatamente su mente dio un salto y recordó el consejo del cónsul de permanecer fondeado. Agitando la cabeza sintió la mirada inquisitiva del marinero responsable del telégrafo de máquinas. Sanz de Andino permaneció contemplándolo incapaz de borrar de su mente el consejo del cónsul. Para los civiles un temporal era cualquier ola capaz de levantar un poco de espuma. En ese momento su voz retumbó en el pequeño compartimento del puente de gobierno:

      —¡Avante toda!

      En tierra, al abrigo de la molesta lluvia, las maniobras del barco eran seguidas con interés desde las diferentes esquinas de la ciudad. En la caseta de señales del muelle Viejo, acompañado del práctico del puerto, el cónsul español asistía preocupado a la partida del crucero. El propio práctico reconocía que nunca había asistido a un descenso tan brusco de la presión y que el estado de la mar fuera del resguardo que ofrecía la rada debía ser tremendo, sin embargo, completaba confiado, se trataba de un crucero de cinco mil toneladas, tripulado por marinos entrenados y expertos. En pocas horas estarían en Cádiz añadiendo a sus hojas de servicio unas duras horas de navegación y una buena historia que contar a sus amigos.

      Un poco más arriba, en una confortable villa del barrio alto, el ministro plenipotenciario de España en la capital tingitana ya había sido advertido por el cónsul de la salida del crucero, a pesar de encontrarse el puerto cerrado y de la recomendación del propio cónsul de permanecer en él. Al ministro no le parecía para tanto. Acababa de recibir en los muelles a la delegación del sultán Muley Abdhelaziz y el tiempo no le había parecido tan inquietante. Su privilegiada situación le permitía ver un mar furioso más allá de los espigones de protección, pero desde esa altura no presentaba un aspecto temible, a pesar de que el gris oscuro de la mar apenas era perceptible en el bosque blanco de los altos penachos de espuma.

      Algo más alto, en el minarete de la vieja alcazaba, residencia desde muchos lustros atrás de los representantes de la embajada francesa en la ciudad, Monsieur Malpertuy, segundo dragomán de la cancillería, se recreaba en la contemplación del mar salvaje ayudado de un catalejo. Había visto levar anclas al crucero español y enfilar después el mar abierto dejando tras de sí dos densos penachos de humo oscuro que el viento no tardó en deshilachar. Repentinamente vio al buque detenerse y permanecer sobre el mar desafiando las olas como un trozo de corcho a la deriva. Ajustando el catalejo observó cierta actividad en la parte de popa de la nave que debido a la bruma no fue capaz de precisar, aunque le pareció que arriaban un buzo. Instintivamente tomó nota de cada detalle y apuntó la hora. Hacia el mediodía la actividad a popa pareció cesar y el buque volvió a ponerse en marcha desapareciendo de su vista a los pocos minutos.

      A bordo del crucero, Sanz de Andino atravesaba un extraño momento de euforia. Sometido al azote de viento y con el buque detenido sobre las agitadas olas se dejaba llevar por un inesperado arranque de optimismo. Cuando el segundo se presentó en el puente para decirle que el eje de estribor vibraba alarmantemente y que la causa probable era un cabo de los botes enredado en una de las hélices, se lo llevaron los demonios. Una avería así exigía detener las máquinas y arriar un buzo a cortar o desenredar el cabo. Una solución peligrosa para el buzo y también para el buque que, sin propulsión, quedaría a merced de las olas durante un periodo de tiempo prolongado. Personado el buzo en el puente, sus palabras tuvieron la virtud de tranquilizarle el ánimo. Ya había pasado antes en ese y otros buques por situaciones parecidas. El truco estaba en hacerse firme al eje para poder trabajar con ambas manos. Si no se presentaba ningún inconveniente adicional, el asunto podría quedar listo en un par de horas. El comandante dudó. Dos horas con aquella mar endiablada y sin propulsión podría ser demasiado tiempo, pero era evidente que con semejantes vibraciones la máquina tampoco ofrecía confianza. Las dudas volvieron a apoderarse de él. Podía recular, volver a la bahía de Tánger, fondear y solucionar todos los problemas, pero el rostro cetrino del almirante volvió a abrirse paso en su mente y, dando un prolongado suspiro, ordenó parar las máquinas.

      El crucero se atravesó a la mar y comenzó a balancearse peligrosamente, pero, más allá de algunas piezas de vajilla rotas, aguantó bien la fuerza de las olas durante la hora y media que el buzo estuvo trabajando en el eje. Cuando apareció en cubierta chorreando y con el cabo entre las manos, Sanz le dio unas sentidas palmadas en la espalda y ordenó inmediatamente volver a poner las máquinas en marcha.

      Orgulloso y sonriente, el segundo susurró el nombre del buzo y el comandante ordenó su mención en la orden del día. Mientras tanto el buque había echado a andar y, conforme ganaba velocidad, parecía acusar con menos intensidad el embate de las olas a pesar de que el barómetro había seguido descendiendo hasta los 720 milímetros, una presión tan baja que no recordaba haberla visto nunca en su dilatada vida profesional. Aprovechando la luz de un relámpago, volvió a consultar el reloj. Acababan de dar las doce. En ese momento recordó a su madre y la imaginó en la iglesia de la Caridad en Cartagena, donde acudía a diario al rezo del Ángelus. Inconscientemente se santiguó y, al verlo, los hombres que lo acompañaban en el puente imitaron su gesto. Sanz quiso explicarles que se había santiguado siguiendo un impulso mecánico que no tenía nada que ver con el miedo, pero en ese momento una ola tremenda golpeó el costado y el crucero tembló de proa a popa. Los hombres volvieron a persignarse y los labios de Sanz de Andino musitaron una oración.

      El vigía informó de un buque próximo que enviaba señales por banderas de mano desde el puente. Era tradición que los buques mercantes en la mar saludasen

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