El reino suevo (411-585). Pablo C. Díaz Martínez
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Los narradores de la invasión
La historia del reino suevo de Hispania es una de las más oscuras entre las monarquías conformadas tras la desaparición del Imperio romano de Occidente. El carácter marginal y excéntrico de los territorios donde consolidó su poder, la alejada provincia diocleciana de Gallaecia, sin duda contribuyó fuertemente a ello; casi nadie pareció mostrar interés por los acontecimientos que se desarrollaban en una región lejana que nada había aportado a la romanidad desde que se dejaron de explotar las minas de oro de su territorio. Sólo dos elementos parecen hacer una excepción a este panorama general: haber sido la patria del emperador Teodosio[1] y la región donde alcanzó su mayor arraigo popular la herejía priscilianista, lo que no era precisamente motivo de orgullo para muchos de sus habitantes. Por otro lado, tampoco iba a contar el reino suevo con un desarrollo suficiente como para generar una documentación escrita propia. Hasta donde sabemos, no elaboró ningún código legal. A diferencia de otros reinos vecinos, no tuvo a un historiador nacional que se ocupase de inventar su pasado ni de reconstruir una gloriosa saga de reyes prestigiosos; no contó con un monje o clérigo que, orgulloso de su trayectoria religiosa, o de una conversión ejemplar, decidiese ponerla por escrito.
Nuestra información procede, en su inmensa mayoría, del testimonio de un agraviado, Hidacio[2], obispo de Aquae Flaviae[3], la actual Chaves, en el norte de Portugal, una pequeña localidad del interior de Gallaecia, quien, en una crónica escueta y de lacónico estilo, decidió lamentarse de todas las ofensas que los invasores hicieron a los provinciales, tanto como del abandono del Imperio. Hidacio es un genuino representante de una aristocracia provincial que poco antes de las invasiones aún confiaba y se sentía segura en el universo del Imperio cristiano[4]. No en vano, Hidacio inicia su crónica recordando que pretende continuar la que había escrito Jerónimo, uno de sus ídolos, a quien parece haber conocido en Palestina en el contexto de un viaje de peregrinación que ha realizado siendo niño[5]. Hidacio se siente de esta manera el continuador de la Historia narrada por Eusebio hasta el vigésimo año de Constantino y proseguida por Jerónimo hasta el decimocuarto del reinado de Valente. Hidacio asume esa responsabilidad porque cree que en los últimos años de su vida Jerónimo, considerando «que tras la devastación de los bárbaros del territorio romano todo estaba mezclado y confuso, descuidó la sucesión cronológica de los acontecimientos»[6]. Se sitúa el cronista, por lo tanto, ante la necesidad de recoger con exactitud el devenir de los acontecimientos del mundo para poder precisar, en última instancia, la cadena de sucesos que han de llevar a la definitiva Parusía[7].
Hidacio se ha marcado incluso un método para llevar a cabo esa iniciativa: trabajar con sincera fidelidad «a partir del estudio personal de los escritos, del relato fiable de mucha gente y del propio conocimiento adquirido en los desgraciados años que le ha tocado vivir»[8]. Sin embargo, reconoce que ese sistema de crítica del texto y de cotejo de la información oral lo ha seguido exclusivamente desde el año primero de Teodosio hasta el año tercero de Valentiniano, pero a partir de ese momento, habiendo sido
elegido sin mérito para el episcopado, sin ignorar todas las ruindades de este miserable tiempo, y consciente de las dificultades del constreñido Imperio romano destinado a desaparecer, las he narrado, y lo que es más lamentable, [lo ocurrido] en el interior de Gallaecia, el último extremo del mundo, [donde] la sucesión eclesiástica ha sido pervertida por elecciones confusas, la supresión de una libertad honorable y la práctica desaparición de la divina instrucción religiosa, causadas por la furia y el desorden de naciones inicuas. Esto se ha puesto aquí[9].
Asume Hidacio que su interés erudito se ha visto truncado por la necesidad de contar lo inmediato y por las obligaciones asumidas al ser elegido obispo. Declara así que su interés por contar la historia universal se ha transformado en la necesidad de narrar los problemas atravesados por el Imperio y las miserias de su provincia natal. Miserias que tienen en su perspectiva dos causas, la perversión de la vida religiosa y el desorden traído por los pueblos bárbaros, en primer lugar por los suevos y en un segundo plano por los visigodos. Hidacio da así en su obra un salto de lo universal a lo particular, de la preocupación por la suerte del Imperio a la angustia por resolver los problemas que afectan a su realidad inmediata y a los miembros de su Iglesia de quienes como obispo se siente obligado a cuidar. Y esa disyuntiva tiene también un reflejo narrativo, que se corresponde, además, con un uso habitual en los historiadores clásicos: aquello que está más lejano en el tiempo y en el espacio está tratado de manera más sucinta, en la mayoría de los casos una breve frase, mientras que los sucesos más próximos a los años de su vida pública, los que conoció personalmente y, sobre todo los más recientes, los que acontecieron cuando estaba dando forma al texto, están tratados de manera más prolija, aunque siempre dentro de las limitaciones que el género cronístico impone[10]. Hemos de decir también que, a partir del año 424 aproximadamente, Hidacio deja prácticamente de recibir información del exterior, y sobre todo dejan de llegarle obras literarias, crónicas y prácticamente cartas que le puedan ayudar a construir una secuencia narrativa de los acontecimientos ajenos a su entorno inmediato; ni siquiera parece conocer la crónica de Próspero de Aquitania que se empieza a difundir en el 433, o poco después[11]. Esta oportuna decisión de Hidacio hace que su crónica se convierta en el documento precioso que nos permite conocer la historia hispana de buena parte del siglo V y, prácticamente, el único testimonio de los avatares que vivieron las provincias hispanas, especialmente Gallaecia, bajo el dominio suevo. Pero también nos está informando de sus prejuicios y de sus preocupaciones.
La primera es su resistencia a asumir que el futuro ya no está asociado al Imperio. Como acabamos de mencionar, Hidacio ha recogido en el prefacio de su texto una reflexión de Jerónimo que resume su sentimiento de los tiempos que le ha tocado vivir: con los bárbaros sobre suelo romano todo se volvió confuso y problemático. Mientras en Orosio, otro de nuestros informantes, los bárbaros representan de alguna manera la sabia nueva destinada a redimir a Roma, a liberarla definitivamente de sus pecados paganos, Hidacio se muestra absolutamente apegado a la tradición, a la legitimidad sucesoria de los emperadores y, hasta muy tarde en su narración, seguirá confiando en una acción definitiva y ejemplar por parte de los agentes del emperador que devuelvan a su provincia el orden político y religioso[12]. No es casualidad que la primera entrada de la Chronica sea para proclamar el origen del emperador Teodosio con motivo de su elección como augustus en el 379: «Natione Spanus de prouincia Gallicia ciuitate Cauca»[13]. Desde su lejanía, nuestro narrador se mantendrá siempre atento a la sucesión de los emperadores[14], a los desmanes de los usurpadores y participará activamente en su intento de influir para que la cancillería imperial prestase alguna atención al confín donde él vivía. Hidacio es en este sentido uno de los espectadores más lúcidos del final del Imperio romano de Occidente; no importa que haya trasladado esa experiencia a la provincia marginal en la que vive; Gallaecia era para él un reflejo del Imperio todo, y desde esa reflexión provinciana se muestra como un testigo consciente de la creciente impotencia del emperador y sus agentes para resistir y para sobreponerse, de ahí que su confianza en el Imperio acabe dando paso al convencimiento de que ha llegado el caos[15].