Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
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Ésta acabó por huir con un estudiante que se caía de miseria, dejando en brazos de su marido un niño de tres años: Mitia . El esposo se apresuró a convertir su casa en un harén y a organizar toda clase de francachelas. Además, recorrió la provincia, lamentándose ante el primero que encontraba de la huida de Adelaida Ivanovna, a lo que añadía una serie de detalles sorprendentes sobre su vida conyugal. Se diría que gozaba representando ante todo el mundo el ridículo papel de marido engañado y pintando su infortunio con vivos colores. «Tan contento está usted a pesar de su desgracia, Fiodor Pavlovitch, que parece un hombre que acaba de ascender en su carrera», le decían los bromistas. No pocos afirmaban que se sentía feliz al mostrarse en su nuevo papel de bufón y que para hacer reír más fingía no darse cuenta de su cómica situación. ¡Quién sabe si procedía así por ingenuidad!
Al fin logró dar con la pista de la fugitiva. La infeliz se hallaba en Petersburgo, donde había terminado de emanciparse. Fiodor Pavlovitch empezó a prepararse para partir. ¿Con qué propósito? Ni él mismo lo sabía. Tal vez estaba verdaderamente decidido a trasladarse a Petersburgo, pero, una vez adoptada esta resolución, consideró que tenía derecho, a fin de tomar ánimos, a emborracharse en toda regla. Entre tanto, la familia de su mujer se enteró de que la desgraciada había muerto en un tugurio, según unos, a consecuencia de unas fiebres tifoideas; según otros, de hambre. Fiodor Pavlovitch estaba ebrio cuando le dieron la noticia de la muerte de su esposa, y cuentan que echó a correr por las calles, levantando los brazos al cielo y gritando alborozado: «Ahora, Señor, ya no retienes a tu siervo». Otros aseguran que lloraba como un niño, hasta el punto de que daba pena verle, a pesar de la aversión que inspiraba. Es muy posible que ambas versiones se ajustasen a la verdad, es decir, que se alegrase de su liberación y que llorara a su liberadora. Las personas, incluso las peores, suelen ser más cándidas, más simples, de lo que suponemos…, sin excluirnos a nosotros.
CAPÍTULO II
KARAMAZOV SE DESEMBARAZA DE SU PRIMER HIJO
Cualquiera puede figurarse lo que sería aquel hombre como padre y educador. Abandonó por completo al hijo que había tenido con Adelaida Ivanovna, pero no por animosidad ni por rencor contra su esposa, sino simplemente porque se olvidó de él. Mientras abrumaba a la gente con sus lágrimas y sus lamentos y hacia de su casa un lugar de depravación, Grigori , un fiel sirviente, recogía a Mitia. Si el niño no hubiera hallado esta protección, seguramente no habría tenido a nadie que le mudara la ropa. También su familia materna le había olvidado. Su abuelo había muerto; su abuela, establecida en Moscú, estaba enferma; sus tías se habían casado. Por todo lo cual, Mitia tuvo que pasar casi un año en el pabellón donde habitaba Grigori. Y si su padre se acordaba de él (verdaderamente era imposible que ignorase su existencia), habría terminado por enviarlo al pabellón para poder entregarse libremente a su disipada vida.
Así las cosas, llegó de París un primo de la difunta Adelaida Ivanovna, Piotr Alejandrovitch Miusov, que después pasaría muchos años en el extranjero. A la sazón, era todavía muy joven y se distinguía de su familia por su cultura y su exquisita educación. Entonces era un occidentalista convencido, y en la última etapa de su vida sería un liberal del tipo de los que hubo en los años 40 y 50. En el curso de su carrera se relacionó con multitud de ultraliberales, tanto en Rusia como en el extranjero, y conoció personalmente a Proudhon y a Bakunin. Le gustaba recordar los tres días de febrero de 1848 en París y dejaba entrever que había estado a punto de luchar en las barricadas. Éste era uno de los mejores recuerdos de su juventud. Poseía una bonita fortuna: alrededor de mil almas, para contar a la antigua. Su soberbia propiedad estaba a las puertas de nuestro pueblo y limitaba con las tierras de nuestro famoso monasterio. Apenas entró en posesión de su herencia, Piotr Alejandrovitch entabló un proceso interminable con los monjes
para dilucidar ciertos derechos, no sé a punto fijo si de pesca o de tala de bosques. El caso es que, como ciudadano esclarecido, consideró un deber pléitear con el clero.
Cuando se enteró de la desgracia de Adelaida Ivanovna, de la que guardaba buen recuerdo, y de la existencia de Mitia, se interesó por el niño, a pesar del desprecio y de la indignación juvenil que Fiodor Pavlovitch, al que entonces veía por primera vez, le inspiraba. Le comunicó francamente su intención de encargarse de Mitia. Mucho tiempo después contaba, como un rasgo característico de Fiodor Pavlovitch, que cuando le habló de Mitia, estuvo un momento sin saber de qué niño se trataba, a incluso se asombró de tener un hijo en el pabellón de su hacienda. Por exagerado que fuera este relato, contenía sin duda una parte de verdad. A Fiodor PavIovitch le había gustado siempre adoptar actitudes, representar papeles, a veces sin necesidad a incluso en detrimento suyo, como en el caso presente. Esto mismo les sucede a muchas personas, entre las que hay algunas que no son tontas ni mucho menos.
Piotr Alejandrovitch obró con presteza a incluso fue nombrado tutor del niño (conjuntamente con Fiodor Pavlovitch), ya que su madre había dejado tierras y una casa al morir. Mitia se trasladó a casa de su tío, que no tenía familia. Cuando éste hubo de regresar a París, después de haber arreglado sus asuntos y asegurado el cobro de sus rentas, confió el niño a una de sus tías, residente en Moscú. Después, ya aclimatado en Francia, se olvidó del niño, sobre todo cuando estalló la revolución de febrero, acontecimiento que se grabó en su memoria para toda su vida. Fallecida la tía de Moscú, Mitia fue recogido por una de las hijas casadas de la difunta. Al parecer, se trasladó a un cuarto hogar, pero no quiero extenderme por el momento sobre este punto, y menos teniendo que hablar más adelante largamente del primer vástago de Fiodor Pavlovitch. Me limito a dar unos cuantos datos, los indispensables para poder empezar mi novela.
De los tres hijos de Fiodor Pavlovitch, sólo Dmitri creció con la idea de que poseía cierta fortuna y sería independiente cuando llegase a la mayoría de edad. Su infancia y su juventud fueron muy agitadas. Dejó el colegio antes de terminar sus estudios, ingresó en la academia militar, se trasladó al Cáucaso, sirvió en el ejército, se le degradó por haberse batido en duelo, volvió al servicio y gastó alegremente el dinero. Su padre no le dio nada hasta que fue mayor de edad, cuando Mitia había contraído ya importantes deudas. Hasta entonces, hasta que fue mayor de edad, no volvió a ver a su padre. Fue a su tierra natal especialmente para informarse de la cuantía de su fortuna. Su padre le desagradó desde el principio. Estuvo poco tiempo en su casa: se marchó enseguida con algún dinero y después de haber concertado un acuerdo para percibir las rentas de su propiedad.
Detalle curioso: no consiguió que su padre le informara acerca del valor de su hacienda ni de lo que ésta rentaba. Fiodor PavIovitch vio en seguida —es importante hacer constar este detalle que Mitia tenía un concepto falso, exagerado, de su fortuna. El padre se alegró de ello, considerando que era un beneficio para él. Dedujo que Mitia era un joven aturdido, impulsivo, apasionado, y que si se le daba alguna pequeña suma para que aplacara su afán de disipación, estaría libre de él durante algún tiempo.
Fiodor Pavlovitch supo sacar provecho de la situación. Se limitó a desprenderse de vez en cuando de pequeñas cantidades, y un día, cuatro años después, Mitia perdió la paciencia y reapareció en la localidad para arreglar las cuentas definitivamente. Entonces se enteró, con gran asombro, de que no le quedaba nada, que había recibido en especie de Fiodor Pavlovitch el valor total de sus bienes y que incluso podía estar en deuda con él, cosa que no sabía a ciencia cierta, pues las cuentas estaban embrolladisimas. Según tal o cual convenio concertado en esta o aquella fecha, Mitia no tenía derecho a reclamar nada, etcétera. Mitia se indignó, perdió los estribos y estuvo a punto de perder la razón, al sospechar que todo aquello era una superchería.
Éste fue el móvil de la tragedia que constituye el fondo de mi primera novela, o, mejor dicho, su marco.
Pero antes de referir estos hechos,