El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

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es su nombre? Tened la bondad de decírmelo.

      -Edmundo Dantés.

      De seguro Villefort hubiera preferido batirse en duelo a veinticinco pasos, que oír pronunciar este nombre así a boca de jarro; pero ni pestañeó.

      «Con esto -dijo para sí-, nadie me podrá acusar de haber hecho una cuestión personal de la prisión de ese hombre.»

      -¿Dantés? -repitió-: ¿Decís Edmundo Dantés?

      -Sí, señor.

      Abrió entonces Villefort un grueso libro que yacía en un cajón de su mesa, y después de hojearlo mil y mil veces, se volvió a decir al naviero, con el aire más natural del mundo:

      -¿Estáis bien seguro de no engañaros?

      Si Morrel hubiese sido un hombre más versado en estas materias, le chocara que el sustituto del procurador del rey se dignase responderle en cosas ajenas de todo en todo a su jurisdicción. Entonces se hubiera preguntado por qué no le hacía Villefort recurrir al registro general de cárceles, a los gobernadores de las prisiones, o al prefecto del departamento. Pero Morrel, que había esperado encontrar a Villefort temeroso, creía hallarle condescendiente. El sustituto lo había comprendido.

      -No, caballero, no me equivoco -respondió Morrel-. Conozco hace diez años a ese joven, y hace cuatro que le tengo a mi servicio. Hace seis semanas, ¿no os acordáis?, vine a rogaros que fuerais con él clemente, así como hoy vengo a rogaros que seáis justo. ¡Harto mal me recibisteis entonces, y aún me contestasteis peor; que los realistas entonces trataban a la baqueta a los bonapartistas!

      -¡Caballero! -respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada sangre fría-, yo era entonces realista porque creía ver en los Borbones no solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos del pueblo; pero las jornadas milagrosas de que hemos sido testigos pruébanme que me engañaba. El genio de Bonaparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado.

      -Enhorabuena -exclamó Morrel con su natural franqueza-; me da gusto oíros hablar así, y ya pronostico buenas cosas al pobre Edmundo.

      -Aguardad -repuso Villefort hojeando otro registro-: ya caigo… , ¿no es un marino que se iba a casar con una catalana? Sí… , sí… , ya recuerdo. Era un asunto muy grave.

      -¿Cómo?

      -¿No sabéis que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de Justicia?

      -Sí; ¿y bien?

      -Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé… , ¿qué queréis? Mi deber lo exigía. Ocho días después de su prisión me arrebataron al reo.

      -¿Os lo arrebataron? -exclamó Morrel-; ¿y qué han hecho con él?

      -¡Oh, tranquilizaos! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a Pignerol o a las islas de Santa Margarita… , lo que se llama deportación en lenguaje jurídico, y el día menos pensado le veréis volver a tomar el mando de su buque.

      -Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido ya? Paréceme que el primer cuidado de la policía debió de ser poner en libertad a los presos de la justicia realista.

      -Mi querido señor Morrel, ésa es una acusación temeraria -respondió Villefort-. Para todo hay una fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y de arriba ha de venir la de ponerle en libertad. Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía no es tarde.

      -Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros mandamos, ¿verdad? Tengo amigos y alguna influencia: puedo lograr que se eche tierra a la sentencia.

      -No ha sido sentencia.

      -Pues que le borren del registro general de cárceles.

      -En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los gobiernos que un hombre desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones del registro general podrían servir de hilo conductor al que le buscara.

      -Eso sucedería quizás en tiempo de los Borbones; pero ahora…

      -En todos tiempos sucede lo mismo, mi querido señor Morrel. Los gobiernos se suceden unos a otros imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy parecida a la Bastilla. El emperador ha sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey mismo, y el número de los presos que no constan en el registro general de cárceles es incalculable.

      Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que Morrel no tenía por otra parte.

      -Pero, en fin, señor de Villefort -le dijo-, ¿qué os parece que haga para apresurar la vuelta del pobre Dantés?

      -Una sola cosa: haced una solicitud al ministro de Justicia.

      -¡Oh!, caballero, ya sabemos el destino de las solicitudes; el ministro recibe doscientas cada día y no lee cuatro.

      -Sí -respondió Villefort-, pero leería una dirigida por mi conducto, recomendada al margen por mí, y remitida directamente por mí.

      -¿De modo que os encargaríais de que llegara a sus manos esa solicitud?

      -Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es inocente, y es mi deber el devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela.

      Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio le perdería.

      -¿Cómo se escribe al ministro?

      -Sentaos ahí, señor Morrel -dijo Villefort levantándose y cediéndole su asiento-. Voy a dictaros.

      -¿Tendríais tanta bondad?

      -Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado.

      -Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá se desespera.

      Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que le maldeciría desde el fondo de su prisión; pero había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición.

      -Dictad -dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano.

      Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Napoleón.

      Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho.

      Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.

      -Así está bien -dijo- Ahora confiad en mí.

      -¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero?

      -Hoy mismo.

      -¿Recomendada por vos?

      -La mejor recomendación que yo podría ponerle es certificar que es cierto cuanto decís

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