El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

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de que le doy infinitas gracias… , en este momento en que me separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merecéis. ¡Hijo mío! ¡Yo os bendigo!

      El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.

      -Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este instante supremo: el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni distancias. Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se deslumbran con tantas riquezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo, apoderaos de nuestra fortuna, y gozadla, que bastante sufristeis!

      Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.

      -¡Adiós! ¡Adiós! -murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven-. ¡Adiós!

      -¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! -exclamaba éste-. No me abandonéis… ¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle… ! ¡Socorro! ¡Acudid… !

      -¡Silencio! -murmuró el moribundo. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salváis.

      -Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque parece que sufrís mucho, no es tanto como la otra vez.

      -Desengañaos… , sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A vuestra edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad… ¡Oh… !, ya está aquí… , ya se aproxima… todo se acaba… pierdo la vista… ¡y la razón! Dadme la mano, Dantés… ¡Adiós! ¡Adiós!

      E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:

      -¡Montecristo… ! ¡No os olvidéis de Montecristo!

      Y volvió a caer en la cama.

      La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos antes.

      Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada, aquel cuerpo inerte y aniquilado.

      Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la medicina salvadora. Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor que el gastado.

      Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expresión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.

      Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida y aunque los ojos seguían abiertos, ya no miraban.

      Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, penetrando en el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un terror profundo e invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos a inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, ocultóla con mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza. Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.

      Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la desgracia. Cuando salió, sintióse Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo penetró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.

      Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese paso regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio. Tras los soldados se presentó el gobernador.

      Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.

      El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas burlonas.

      -Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro -decía uno- ¡Buen viaje!

      -Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja -añadía otro.

      -¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras -respondía un tercero.

      -Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él -dijo uno de los primeros interlocutores.

      -Este irá al saco.

      Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.

      A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo e inmóvil.

      Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el silencio un leve ruido que iba aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del médico y de algunos oficiales. Hubo un momento de silencio. Era evidente que el médico se acercaba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto comenzó la discusión.

      El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el preso y declaró que estaba muerto. La conversación tenía un tono de indiferencia que indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía profesar al pobre abate una parte de la afección que le profesaba él.

      -Lo siento mucho -dijo el gobernador respondiendo a la declaración del médico-, mucho lo siento, porque era un preso amable, inofensivo, que nos divertía con su locura, y sobre todo fácil de guardar.

      -¡Oh! -repuso el llavero-, aunque no le hubiéramos guardado tan bien, hubiera permanecido aquí cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, yo lo aseguro.

      -No obstante -indicó el gobernador-, creo que sería oportuno, a pesar de vuestra declaración, y no porque yo dude de vuestra ciencia, sino para poner a cubierto mi responsabilidad, sería conveniente que nos asegurásemos de que está efectivamente muerto.

      Hubo

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