El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

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vos llamáis adhesión. Os prometo permanecer aquí eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi promesa. Me quedaré sin el tesoro, como vos, y ni uno ni otro saldremos de este castillo. Por lo demás, mi verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres de Montecristo, sino vuestra presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre todo estos torrentes de inteligencia que habéis derramado en la mía, estos idiomas que me habéis dado a conocer con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me comunicasteis gracias a la profundidad con que las conocéis y los sencillos principios a que las habéis reducido. Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y consolaos, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemáticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado el tiempo mayor posible, oír vuestra elocuente voz, adornar mi inteligencia, fortalecer mi alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecutarlas de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando os conocí; ésta es la fortuna que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.

      Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturosos, menos largos y más tranquilos. Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su tesoro, hablaba de él a cada instante.

      Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la pierna izquierda, y casi perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero soñaba siempre con la libertad o la fuga de su compañero, y gozaba por él con esta idea.

      Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a Dantés a aprenderlo de memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie por el primer trozo podría adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.

      A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmundo, instrucciones que debían servirle al hallarse en libertad.

      Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se viera libre, su único y exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de cualquier modo, idear un puesto que no despertase sospechas para quedarse allí solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas grutas, y cavar en el sitio indicado.

      El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la segunda abertura.

      Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, a lo menos soportables.

      Como ya hemos dicho, Faria, aunque sin volver al use de su pie y de su mano, había vuelto completamente al de su inteligencia, enseñando poco a poco a su joven compañero, además de las nociones morales que hemos dicho, ese calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no es nada en el fondo. Así, pues, estaban constantemente ocupados, Faria por temor de envejecer y Edmundo por temor de recordar su pasado, ya casi olvidado, y que no quedaba en su memoria sino como una luz lejana, perdida en las tinieblas de la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a quienes la desgracia no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinalmente bajo la mano de la Providencia.

      Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del anciano tal vez, muchos ímpetus reprimidos, muchos suspiros ahogados, que estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a su prisión.

      Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que le llamaban. Abrió los ojos y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su nombre, o más bien una voz doliente que se esforzaba en pronunciarlo, llegó hasta sus oídos. Incorporóse en la cama lleno de angustia y sudoroso, y escuchó atentamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compañero.

      -¡Gran Dios! -murmuró Edmundo-. Si será que…

      Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, lanzóse al subterráneo y llegó al extremo opuesto. La baldosa estaba levantada.

      Al vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que ya hemos hablado, vio Dantés al abate pálido en extremo, y aunque en pie, agarrado a su cama para poder sostenerse. Sus facciones estaban trastornadas por aquellos horribles síntomas que Dantés ya conocía y que tanto le asustaran anteriormente.

      -¿Comprendéis… , amigo mío? ¿No es verdad? -le dijo Faria resignado-. Nada tengo que deciros.

      Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se dirigió a la puerta gritando:

      -¡Socorro!¡Socorro!

      Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerle.

      -¡Silencio o estáis perdido! -le dijo- No pensemos sino en vos, amigo mío, en haceros soportable la prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaríais para volver a hacer lo que yo hasta aquí hice, y sería vano en cuanto nuestros carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilizaos, amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que yo voy a abandonar. Otro desgraciado vendrá a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y sufrido como vos, y podrá ayudaros en vuestra fuga, que yo impedía. Ya no tendréis un semicadávér adherido a vos, que paralizará todos vuestros esfuerzos. Decididamente Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues ya es tiempo de que yo muera.

      Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y exclamar:

      -¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Callad!

      Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:

      -¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.

      Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.

      -Mirad -le dijo-, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto, decidme lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad, amigo mío, que ya os escucho.

      -No hay esperanza -respondió el abate inclinando la cabeza-, pero no importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.

      -¡Sí, sí! -exclamó Dantés-, os salvaré, sí, os lo repito.

      -Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará de mí más que un cadáver.

      -¡Oh! -exclamó Dantés con desesperado acento.

      -Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte -prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos-, la muerte recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de diez, vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama, porque apenas puedo sostenerme.

      Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en

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