El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z Classics страница 52

Автор:
Серия:
Издательство:
El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

Скачать книгу

cabo de quince meses, la excavación estaba terminada debajo de la galería. Oíanse los pasos del centinela, y los dos obreros, precisados a esperar una noche sin luna para que su evasión tuviese más probabilidades aún de buen éxito, tenían sólo un temor, y era que el suelo, falto de su base, se hundiera por sí mismo bajo los pies del soldado. Este inconveniente se remedió un tanto, colocando una especie de puntal que habían encontrado en sus excavaciones. Ocupado en asegurarlo estaba Dantés, cuando de pronto oyó al abate Faria, que se había quedado en el calabozo del joven aguzando una clavija para asegurar la escala, oyó, repetimos, que lo llamaba con acento de dolorosa angustia. Acudió Dantés al punto y encontró al abate de pie en medio de la estancia, pálido, con las manos crispadas, e inundada la frente de sudor.

      -¡Oh, Dios mío! -exclamó Dantés-, ¿qué sucede? ¿Qué tenéis?

      -¡Pronto! ¡Pronto! -respondió el abate-, escuchadme.

      Fijóse Dantés en su rostro lívido, sus ojos rodeados de una aureola negruzca, sus labios blancos, sus cabellos erizados, y lleno de terror dejó caer al suelo el escoplo que tenía en la mano.

      -Pero ¿qué sucede?

      -¡Estoy perdido! -dijo el abate-, escuchadme. Una enfermedad horrible y acaso mortal, va a acometerme, ya la siento llegar, ya la siento. El año antes de mi prisión me acometió también. Sólo tiene un remedio y os lo voy a decir: corred a mi calabozo, levantad el pie de mi cama, que está hueco, y allí encontraréis un frasquito de cristal medio lleno de un líquido rojo, traédmelo… O si no… antes… es verdad, podrían sorprenderme fuera de mi calabozo… ayudadme a volver, ahora que tengo algunas fuerzas todavía. ¿Quién sabe lo que va a suceder y el tiempo que durará el acceso?

      Sin aturdirse Dantés, aunque aquella desdicha fue inmensa, bajó a la excavación remolcando, por decirlo así, a su desventurado compañero, y con muchísimo trabajo pudo llegar al calabozo del abate, al cual depositó en su lecho.

      -Gracias -dijo el anciano, estremeciéndose-. Siento que la enfermedad se acerca, voy a caer en un estado de catalepsia, acaso no haré ni un movimiento siquiera, acaso no podré tampoco quejarme, pero acaso también echaré espuma por la boca, y gritaré y batallaré en extremo. Procurad que no oigan mis gritos, que es lo más importante, porque tal vez me trasladarían a otro calabozo, separándonos para siempre. Cuando me veáis inmóvil, frío y como muerto, sólo entonces, tenedlo bien entendido, me separaréis los dientes con el cuchillo, me echaréis en la boca ocho o diez gotas de ese licor, y acaso volveré a la vida.

      -¿Acaso? -exclamó Dantés, suspirando.

      -¡Acudid… ! ya… ahora -exclamó el abate-, yo… me… mue…

      El acceso fue tan súbito y violento, que ni aun pudo el desgraciado preso terminar la frase, una nube envolvió su frente, rápida y sombría como las tempestades del mar, la crisis hízole abrir desmesuradamente los ojos, torció su boca y coloreó sus mejillas, rugió, forcejeó, vomitó espuma, pero Dantés ahogó sus gritos con la ropa de la cama, tal como se lo había pedido. El ataque duró dos horas. Después, inerte, más pálido y más frío que el mármol, y más destrozado que una caña que se pisotea, se agitó violentamente en una postrera convulsión, y se puso lívido.

      Esto era lo único que esperaba Edmundo, a que aquella muerte aparente se hubiese apoderado de todo el cuerpo y helado el corazón. Cogió entonces el cuchillo, introdujo la punta entre los dientes, separó con muchísimo trabajo las mandíbulas contraídas, le echó, contándolas con exactitud, diez gotas de aquel licor rojo y esperó.

      Dos horas pasaron sin que el viejo hiciera movimiento alguno. Temió Dantés haber acudido demasiado tarde, y le contemplaba fijamente con las manos puestas en la cabeza. Al fin sus mejillas se colorearon un poco, sus ojos constantemente abiertos e inmóviles volvieron a mirar, un débil suspiro salió de su boca, y por último hizo un movimiento.

      -¡Se ha salvado! ¡Se ha salvado! -exclamó Dantés.

      El enfermo, que no podía hablar aún, extendió con ansiedad visible la mano hacia la puerta. Púsose Dantés a escuchar, y oyó en efecto los pasos del carcelero. Iban a dar las siete; Dantés no había podido ocuparse en calcular el tiempo.

      Al punto se precipitó por el agujero, volvió a colocar la baldosa sobre su cabeza y pasó a su calabozo.

      Un instante después se abrió la puerta, y el carcelero, como siempre, encontró al joven sentado en su cama.

      No bien había vuelto la espalda, apenas se perdió en el corredor el ruido de sus pasos, cuando Dantés, lleno de inquietud, sin pensar en la comida, tomó otra vez el camino que siguiera antes, y levantando la baldosa con su cabeza, entró en el calabozo del abate.

      Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.

      -Ya creía no volveros a ver -dijo a Edmundo.

      -¿Por qué? -le preguntó el joven-. ¿Pensabais morir?

      -No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os escaparíais.

      La indignación se pintó en el rostro de Dantés.

      -¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? -exclamó.

      -Ya veo que estaba equivocado -dijo el enfermo-. ¡Qué débil y qué rendido estoy!

      -¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas -le dijo Edmundo sentándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.

      El abate Faria movió la cabeza:

      -La otra vez -le dijo- el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.

      -No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.

      -Amigo mío -le contestó el anciano-, no os engañéis a vos mismo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.

      -Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es necesario. En ese intervalo recobraréis vuestras fuerzas. Todo está preparado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.

      -Yo jamás podré nadar -dijo Faria-, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.

      El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso. Edmundo suspiró.

      -Ya estáis convencido, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo esperaba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ataque, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.

      -¡El médico se engaña! -exclamó Dantés-. Y tocante a la parálisis, no me importa. Cargaré con vos y nadaré llevándoos a la espalda.

      -Joven

Скачать книгу