El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

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una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.

      -Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí -le dijo una vez-. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.

      El abate se sonrió.

      -¡Ay, hijo mío! -le contestó-. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.

      -¡Dos años! -exclamó Dantés-. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?

      -En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.

      -Pero ¿no se puede aprender la filosofía?

      -La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.

      -Veamos -dijo Dantés-. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.

      -Todo -contestó el abate.

      En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente se puso en práctica. Tenía Dantés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del cálculo, al paso que el instinto poético del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y un poco del romanico o griego moderno, aprendido en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el español, el inglés y el alemán.

      Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro hombre.

      En cuanto al abate Faria, reparaba Dantés que, a pesar de la distracción que en su cautividad le había proporcionado su compañía, cada día se iba poniendo más taciturno. Como si le dominase un pensamiento persistente e incesante, caía en profundas abstracciones, suspiraba involuntariamente, se incorporaba de súbito, y cruzando los brazos se ponía muy meditabundo a dar vueltas por su calabozo.

      Cierto día se paró de repente en medio de uno de esos círculos que sin tregua trazaba en derredor de la estancia, y exclamó:

      -¡Ah! ¡Si no hubiera centinela!

      -Si vos queréis, no lo habrá -dijo Dantés, que había seguido el curso de su pensamiento a través de las arrugas de su frente, como a través de un cristal.

      -Ya os dije que el crimen me repugna -repuso el abate.

      -Y, sin embargo, si cometiéramos ese crimen, sería por instinto de conservación, por un sentimiento de defensa personal.

      -No importa, yo sería incapaz de…

      -Pero ¿pensáis en ello?

      -A todas horas, a todas horas -murmuró el abate.

      -Y habéis encontrado algún medio, ¿no es así? -dijo Edmundo.

      -Sí, como pusieran en la galería un centinela ciego y sordo.

      -Será ciego y sordo -respondió Dantés con una resolución que asustaba al abate.

      -¡No!, ¡no!, ¡imposible! -exclamó éste.

      Dantés quiso seguir hablando de aquello, pero Faria movió la cabeza y se negó a decir nada más. Pasaron tres meses.

      -¿Tenéis fuerza? -le preguntó el abate un día.

      Dantés, sin responderle, cogió el escoplo, lo dobló como un cayado, y lo volvió a su forma primitiva.

      -¿Me prometéis no matar al centinela, sino en el último extremo?

      -Bajo palabra de honor.

      -Entonces podemos ejecutar nuestro plan -dijo el abate.

      -¿Cuánto tiempo necesitaremos?

      -Un año, por lo menos.

      -Pero ¿cuándo podemos empezar nuestros trabajos?

      -Al instante.

      -Ya lo veis, hemos perdido un año -exclamó Dantés.

      -¿Creéis que lo hayamos perdido? -le replicó el abate.

      -¡Oh! ¡Perdonadme! -dijo Edmundo sonrojándose.

      -¡Callad! El hombre siempre es hombre, y vos uno de los mejores que yo haya conocido. Oíd mi plan.

      El abate mostró entonces a Dantés un plano que había trazado, conteniendo su calabozo, el de Dantés y la excavación que juntaba uno con otro. En medio de este corredor estableció un ramal semejante a los que se abren en las minas; por él llegaban a la galería del centinela, y una vez allí desprendían del suelo una baldosa, que en un momento dado se hundiría bajo el peso del centinela, que desaparecería en la excavación. Edmundo se abalanzaba entonces a él, cuando aturdido por el golpe de la caída no pudiera defenderse, le sujetaba, le ataba, y luego, saliendo por una de las ventanas de aquella galería, se descolgaban ambos por la muralla exterior, para lo cual les serviría la escala del abate.

      Este plan era tan sencillo, que no podía menos de salir bien, y Dantés lo aplaudió con entusiasmo. Desde aquel instante se pusieron a trabajar los mineros con tanto más ardor cuanto que habían descansado mucho tiempo, y aquel trabajo, según todas las probabilidades, no era sino continuación del pensamiento íntimo y secreto de cada uno de ellos.

      Sólo lo interrumpían en la hora en que se veían obligados a estar en su calabozo para recibir cada uno la visita de su carcelero. Se habían además acostumbrado tanto a distinguir el rumor imperceptible de los pasos de aquel hombre cuando bajaba la escalera, que nunca los sorprendió de improviso. La tierra que sacaban de la nueva mina, que habría llenado sin duda la cavidad antigua, la arrojaban puñado a puñado con precauciones inauditas por una u otra ventana, así del calabozo de Dantés como del abate, pulverizándola con mucho esmero, y el viento de la noche se la llevaba sin dejar la menor huella.

      Más de un año se pasó en este trabajo, ejecutado con un escoplo, un cuchillo y una palanca de madera. En este período, y al mismo tiempo que trabajaban, el abate seguía instruyendo a Dantés, hablándole ora en una lengua, ora en otra, enseñándole la historia de los pueblos y la de los grandes hombres que dejan en pos de sí de siglo en siglo una de esas estelas brillantes que llaman la gloria. Hombre de mundo, Faria, y del gran mundo, tenía además en sus maneras una como grandeza melancólica que Dantés, gracias al espíritu de asimilación de que le había dotado

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