Comer y amar, todo es empezar. Mayte Esteban

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un gorro muy poco masculino, uno de esos que Paola usaba a menudo y que a ella le quedaban tan bien. Enmarcaba su delicado rostro y dejaba escapar los rebeldes rizos de su pelo castaño dándole aspecto de hada de invierno, pero no creía que en él tuviera el mismo efecto estético. Más bien parecería un fantoche. Carlos se quedó mirándolo y sonrió. Era típico de Paola pensar que él podría ponerse aquello. Rehusó utilizarlo con amabilidad, mientras atravesaba la puerta seguido de la chica.

      —Gracias, pero no.

      —Tú mismo… Hace un frío espantoso y nadie te va a ver, yo no lo rechazaría —le dijo Paola, adivinando por su cara de circunstancias lo que estaba pensando. No le era difícil seguir algunos pensamientos de Carlos, habían sido inseparables desde el colegio.

      —Perdona, tú me estás viendo —dijo él divertido, excusándose de nuevo por no querer ponerse el gorro.

      —Bueno, ni que no te conociera desde el primer día de colegio… —respondió ella, riéndose también.

      Carlos terminó de cerrar la puerta y echó el cerrojo interno. No volvería a abrir hasta que a las diez el negocio se pusiera en marcha.

      —Venga, no seas bobo y póntelo, porfa —le rogó.

      Le miró componiendo una mueca exagerada de súplica, a lo que él respondió emitiendo un resoplido que en cierto modo le recordó a Paola al de un caballo, lo que provocó que se riera con ganas. Sin esperar su permiso, ella levantó los brazos, bajó la capucha del abrigo y le colocó el gorro a Carlos. Se distrajo un momento mirando su rostro, los enormes ojos castaños y las facciones cuadradas de él que conocía desde siempre. Al ajustarlo sobre las orejas, las yemas de los dedos de Paola le acariciaron las mejillas. El suave roce accidental a él le descolocó un latido y un súbito calor, que se contradecía con el gélido comienzo del día, se apoderó de su ánimo.

      —A ver si nos afeitamos —le dijo ella, divertida por la seriedad que mostraba de pronto.

      Él volvió a resoplar. O más bien fue un suspiro con el que trató de recomponerse.

      —¿Por qué has venido tan pronto? —le preguntó, para dejar de pensar en lo que había sentido cuando ella le tocó—. Aún no he preparado a los caballos, no abro hasta dentro de un par de horas. Es demasiado temprano para montar a la yegua.

      Paola soltó el aire contenido en sus pulmones y, con él, la sonrisa se fue desinflando en su rostro. Tragó saliva y tomó aire, como si lo que iba a contarle necesitara oxígeno nuevo para no ahogarse; como si le costase mucho confesar la verdadera razón por la que se había levantado tan temprano y se había presentado en el picadero.

      —Me quedan solo unos pocos días con Leyenda, Carlos. La vamos a vender. Quiero pasar todo el tiempo que pueda con ella y a las diez tengo que entrar a trabajar en la farmacia. Necesito verla y por eso he venido ahora.

      Carlos no necesitaba que Paola le contase lo que sentía por ese animal. Llevaba con la yegua desde la adolescencia y Leyenda y Paola parecían un todo. No entendía muy bien por qué había tomado la decisión de deshacerse de ella si era casi la prolongación de sí misma.

      —¿Vender a Leyenda? ¿Por qué? ¿Qué me he perdido? —preguntó, extrañado.

      —He encontrado un trabajo fuera y después de Navidad me iré del pueblo —le dijo.

      —¿Te vas? —preguntó. Las palabras salieron de su boca con una alarma que hubiera preferido ser capaz de evitar.

      —Sí. Mi contrato de media jornada en la farmacia se acaba el treinta y uno de diciembre. La farmacéutica se jubila y su hijo ha decidido volver de Madrid y quedarse con el negocio. No cuenta conmigo. Su mujer también trabajará con él y ya sabes que esto no da para tres sueldos, ni siquiera para dos y medio.

      —Vaya, no sabía que te ibas.

      —Tampoco lo he contado, bastante me disgusté cuando me lo dijo a principios de otoño. Pero bueno, he tenido tiempo de buscar un nuevo trabajo en Valladolid, en otra farmacia, y esta vez serán ocho horas. Supongo que vendré a menudo, pero desde luego no podré montar a Leyenda todos los días como ahora. Es mejor para ella que la venda y otra persona la cuide como necesita.

      —Te vas —afirmó Carlos, quizá para confirmarse a sí mismo que lo que estaba escuchando era cierto.

      —Aquí no hay futuro ni trabajo. Si quiero progresar, tengo que hacerlo. Además, tiene su lado bueno; Ricardo vive en Valladolid, podremos vernos más a menudo que ahora.

      Ricardo era el novio de Paola. Como la mayoría de los jóvenes, había decidido quedarse en la ciudad una vez terminada la universidad, seducido por una oferta de empleo. Las oportunidades de trabajo, mucho más deslumbrantes que las del campo, ofrecían allí un futuro que distaba mucho del callejón sin salida que parecía el pueblo. Con la mayoría de edad recién estrenada, los chicos se marchaban a Madrid, a Burgos, a Salamanca, a Valladolid… ciudades que una vez terminada su formación, no los devolvían. Al final, la madre de Carlos tenía razón cuando decía que en el medio rural, si no quieres perder a tus hijos y que la ciudad se los quede, no debes darles estudios.

      Carlos pensó que Paola había tardado mucho en seguir ese camino. Era, sin duda, una anomalía en ese proceso. Estudió, pero ella regresó a Grimiel y encontró un hueco en la farmacia. Fue la excepción, aunque tiempo después la realidad del desempleo la estuviera devolviendo de un empujón al mundo urbano.

      —Mi padre me ha dicho que ya tiene ofertas por Leyenda.

      Al escucharla, Carlos salió de sus pensamientos e intentó poner cara de circunstancias y hacerse el sorprendido, aunque en realidad no lo estaba. Días atrás oyó una conversación a medias en el bar y en ese momento empezó a atar cabos. Era de Leyenda de quien estaba hablando el padre de Paola con unos conocidos. Les había preguntado si alguien se la quería quedar, pero Carlos no prestó más atención. Ni se le pasó por la cabeza que la conversación girase en torno a la yegua. Se quedó observando a Paola, intentando encontrar en su rostro el beneplácito con la decisión tomada de deshacerse del animal.

      —¿Estás segura de que quieres vender a Leyenda? —Al mirarla, a Carlos no le pareció que estuviera muy conforme.

      —No me mires así —le dijo la chica, ahogando las ganas que tenía de llorar.

      —¿Así cómo?

      —Con pena, Carlos.

      Era justo de ese modo como la estaba mirando, triste porque sabía lo que significaba la yegua para su amiga. Se imaginaba que nada de aquello estaba siendo fácil para Paola. Ella, buscando unos instantes de intimidad en los que desahogar el nudo que se le había hecho en el pecho, se dirigió hacia la cuadra y abrió el cerrojo que mantenía encerrados a los animales de noche. Dos perros de raza indefinida salieron corriendo, libres por fin después de pasar la noche cautivos. Cada uno eligió un poste del cercado para deshacerse de la urgente necesidad matutina y después corrieron hacia Paola, que los acarició. Luego, como hacía siempre, cogió a uno de ellos, Drako, en brazos.

      —No hagas eso —le dijo Carlos—. Cuando te vayas yo no pienso mimarlo y lo echará de menos. ¿O te lo piensas llevar contigo?

      Drako era un perro especial. Le faltaba una de las patas delanteras. Paola los había salvado, a él y a su hermano, de una muerte segura a manos de su madre años antes, cuando la perra se volvió loca y mató a mordiscos a la mayoría de la camada que acababa

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