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creo que sea bueno que me lo lleve, está demasiado acostumbrado a corretear por aquí y encerrarlo en un piso no es buena idea. Este perro necesita hacer más ejercicio que los demás.

      Paola dejó a Drako en el suelo, que la siguió con su paso renqueante de perro de tres patas, y se dirigió al establo. Allí, Leyenda la recibió aproximando su enorme cabeza a la cara de la muchacha, que apoyó la frente en la de la yegua. Ambas estuvieron así un rato, en silencio. Al verlas, uno suponía que se estaban contando secretos sin palabras. Incluso las dos cerraron los ojos al unísono, mientras el perrito lisiado y Carlos, apoyado en el quicio de la puerta, las observaban de cerca. Él iba a echar de menos a Paola cuando dejase de ir tanto como los perros o la yegua. Estaba seguro de que extrañaría los momentos en los que la muchacha se mantenía pegada a su animal y ambas se quedaban suspendidas en algún lugar indefinido que, si hacía caso de la sonrisa de Paola, era lo más parecido a la felicidad que podía imaginar. Estaba seguro de que él también lo pasaría fatal cuando Paola tuviera que despedirse. Se lo estaban diciendo unos latidos erráticos en su pecho a los que le era imposible poner freno. Carlos decidió que ya había perdido demasiado tiempo y abandonó su posición de espectador, por mucho que le pesara dejar de mirar a Paola. Le transmitía un millón de sensaciones que hacía mucho que prefería no analizar. Lo mejor que podía hacer era ponerse con su tarea y no pensar. Tenía apenas dos horas para dejarlo listo todo.

      —Si quieres, te ayudo —le dijo ella, cuando advirtió su presencia en la puerta del establo.

      —Me vendrá bien, pero has venido a montar a Leyenda.

      —He venido a verla, pero te quiero ayudar.

      El joven le pasó la pala que tenía en las manos y fue a buscar otra para él. Ambos, sin intercambiar más palabras, se pusieron manos a la obra, mientras los perros correteaban a su alrededor. Durante una hora se dedicaron a reemplazar la paja sucia por otra fresca y rellenaron con agua fresca los abrevaderos.

      —Pao, deberías montar a Leyenda ya si no quieres llegar tarde a la farmacia. Son las nueve —le dijo Carlos cuando fue consciente de la hora.

      —¿Pero cuántas veces te tengo que decir que no me gusta nada que me llames así? —le dijo ella, con un tono que ni se aproximaba a ser de enfado.

      —¡A sus órdenes, Pao!

      Hizo un gesto cómico y ella puso los ojos en blanco y le lanzó unas briznas de paja. No había manera. Carlos empleaba muchas veces el diminutivo absurdo que le había puesto en el colegio y que dejaba a su nombre mutilado. Negó con la cabeza, resignada a no conseguir jamás que dejara de hacerlo, y preparó a Leyenda. Limpió sus cascos, cepilló con suavidad el lomo y después ajustó los estribos y la cincha sobre la silla de montar antes de elevarla y colocarla sobre una almohadilla de ensillar que ya tenía encima de la yegua. Después ató los arreos, tranquilizando al animal con suaves palabras. Colocó las riendas sobre la cabeza del animal y empujó con suavidad el bocado hasta que Leyenda lo tomó mansamente. Como siempre que hacía esto, premió al animal con una chuchería que guardaba en el bolsillo. Poco después, subida a lomos de su yegua, daba vueltas por el recinto del picadero. Carlos llevaba razón, se había entretenido y no tenía más de veinte minutos porque debería volver a casa, ducharse y cambiarse para ir a la farmacia.

      —Me he despistado y no me da tiempo a quitarle los arreos si no quiero llegar tarde al trabajo —le dijo a Carlos mientras desmontaba.

      —No te preocupes, ya lo hago yo —le contestó él, agarrando a Leyenda por las bridas. La yegua cabeceó un poco cuando Paola le acarició la testuz.

      —Mañana vendré otra vez.

      —¿No vas a pasarte por aquí esta tarde? —preguntó—. Tendré abierto hasta las seis.

      —No puedo —contestó ella, triste—, tengo que comprar aún algunos regalos de Navidad y mi madre quiere que la acompañe a hacer la compra para la cena de Nochebuena. Creo que piensa que esa noche tiene que alimentar a un regimiento.

      —Entonces, hasta mañana.

      —Hasta mañana, Carlos.

      —Hasta mañana, Pao.

      Se dio la vuelta para decirle algo y se le acercó. Carlos pensó que se iba a ganar un pescozón por cansino, pero Paola, lo único que hizo, fue quedarse frente a él, mirándolo intensamente a los ojos. A Carlos se le volvieron a descompasar los latidos, pero intentó que ningún gesto lo delatase. Al momento, el rostro de Paola se iluminó con una sonrisa y le quitó el gorro de lana que aún llevaba puesto. El pelo negro de Carlos, alborotado de manera habitual, apareció aún más despeinado y revuelto. Paola se lo colocó antes de volver a hablar.

      —Un día te la vas a ganar si no dejas de llamarme así —le dijo, sin dejar de sonreír.

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