Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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15

      Pero en aquel instante entró la Princesa. El horror se pintó en sus facciones al ver que los dos jóvenes estaban solos y que en sus semblantes se retrataba una profunda turbación. Levin saludó en silencio a la Princesa. Kitty callaba y mantenía bajos los ojos.

      «Gracias a Dios, le ha dicho que no», pensó su madre.

      Y en su rostro se pintó la habitual sonrisa con que recibía a sus invitados cada jueves.

      Se sentó y empezó a hacer a Levin preguntas sobre su vida en el pueblo. El se sentó también, esperando que llegasen otros invitados para poder irse sin llamar la atención.

      Cinco minutos después entró una amiga de Kitty, casada el invierno pasado: la condesa Nordston.

      Era una mujer seca, amarillenta, de brillantes ojos negros, nerviosa y enfermiza. Quería a Kitty y, como siempre sucede cuando una casada siente cariño por una soltera, su afecto se manifestaba en su deseo de casar a la joven con un hombre que respondía a su ideal de felicidad, y este hombre era Vronsky.

      La Condesa había solido hallar a Levin en casa de los Scherbazky a principios del invierno. No simpatizaba con él. Su mayor placer cuando le encontraba consistía en divertirse a su costa.

      –Me agrada mucho –decía– observar cómo me mira desde la altura de su superioridad, bien cuando interrumpe su culta conversación conmigo considerándome una necia o bien cuando condesciende en soportar mi inferioridad. Esa condescendencia me encanta. Me satisface mucho saber que no puede tolerarme.

      Tenía razón: Levin la despreciaba y la encontraba inaguantable en virtud de lo que ella tenía por sus mejores cualidades: el nerviosismo y el refinado desprecio a indiferencia hacia todo lo sencillo y corriente.

      Entre ambos se habían establecido, pues, aquellas relaciones tan frecuentes en sociedad, caracterizadas por el hecho de que dos personas mantengan en apariencia relaciones de amistad sin que por eso dejen de experimentar tanto desprecio el uno por el otro que no puedan ni siquiera ofenderse.

      La condesa Nordston atacó inmediatamente a Levin.

      –¡Caramba, Constantino Dmitrievich! ¡Ya le tenemos otra vez en nuestra corrompida Babilonia! –dijo, tendiéndole su manecita amarillenta y recordando que Levin meses antes había llamado Babilonia a Moscú–. ¿Qué? ¿Se ha regenerado Babilonia o se ha encenagado usted? –preguntó, mirando a Kitty con cierta ironía.

      –Me honra mucho, Condesa, que recuerde usted mis palabras –dijo Levin, quien, repuesto ya, se amoldaba maquinalmente al tono habitual, entre burlesco y hostil, con que trataba a la Condesa–. ¡Debieron de impresionarla mucho!

      –¡Figúrese! ¡Hasta me las apunté! ¿Has patinado hoy, Kitty?

      Y comenzó a hablar con la joven. Aunque marcharse entonces era una inconveniencia, Levin prefirió cometerla a permanecer toda la noche viendo a Kitty mirarle de vez en cuando y rehuir su mirada en otras ocasiones.

      Ya iba a levantarse cuando la Princesa, reparando en su silencio, le preguntó:

      –¿Estará mucho tiempo aquí? Seguramente no podrá ser mucho, pues, según tengo entendido, pertenece usted al zemstvo.

      –Ya no me ocupo del zemstvo, Princesa –repuso él–. He venido por unos días.

      «Algo le pasa» , pensó la condesa Nordston notando su rostro serio y concentrado. «Es extraño que no empiece a desarrollar sus tesis… Pero yo le llevaré al terreno que me interesa. ¡Me gusta tanto ponerle en ridículo ante Kitty!»

      –Explíqueme esto, por favor –le dijo en voz alta–, usted, que elogia tanto a los campesinos. En nuestra aldea de la provincia de Kaluga los aldeanos y las aldeanas se han bebido cuanto tenían y ahora no nos pagan. ¿Qué me dice usted de esto, que elogia siempre a los campesinos?

      Una señora entraba en aquel momento. Levin se levantó.

      –Perdone, Condesa; pero le aseguro que no entiendo nada ni nada puedo decirle –repuso él, dirigiendo su mirada a la puerta, por donde, detrás de la dama, acababa de entrar un militar.

      «Debe de ser Vronsky» , pensó Levin.

      Y, para asegurarse de ello, miró a Kitty, que, habiendo tenido tiempo ya de contemplar a Vronsky, fijaba ahora su mirada en Levin. Y Levin comprendió en aquella mirada que ella amaba a aquel hombre, y lo comprendió tan claramente como si ella misma le hubiese hecho la confesión. Pero, ¿qué clase de persona era?

      Ahora ya no se podía ir. Debía quedarse para saber a qué género de hombre amaba Kitty.

      Hay personas que cuando encuentran a un rival afortunado sólo ven sus defectos, negándose a reconocer sus cualidades. Otras, en cambio, sólo ven, aunque con el dolor en el corazón, las cualidades de su rival, los méritos con los cuales les ha vencido. Levin pertenecía a esta clase de personas.

      Y en Vronsky no era difícil encontrar atractivos. Era un hombre moreno, no muy alto, de recia complexión, de rostro hermoso y simpático. Todo en su semblante y figura era sencillo y distinguido, desde sus negros cabellos, muy cortos, y sus mejillas bien afeitadas hasta su uniforme flamante, que no entorpecía en nada la soltura de sus ademanes.

      Vronsky, dejando pasar a la señora, se acercó a la Princesa y luego a Kitty.

      Al aproximarse a la joven, sus bellos ojos brillaron de un modo peculiar, con una casi imperceptible sonrisa de triunfador que no abusa de su victoria (así le pareció a Levin). La saludó con respetuosa amabilidad, tendiéndole su mano, no muy grande, pero vigorosa.

      Tras saludar a todas y murmurar algunas palabras, se sentó sin mirar a Levin, que no apartaba la vista de él.

      –Permítanme presentarles –dijo la Princesa–. Constantino Dmitrievich Levin; el conde Alexis Constantinovich Vronsky.

      Vronsky se levantó y estrechó la mano de Levin, mirándole amistosamente.

      –Creo que este invierno teníamos que haber coincidido en una comida –dijo con su risa franca y espontánea–, pero usted se fue inesperadamente a sus propiedades.

      –Constantino Dmitrievich desprecia y odia la ciudad y a los ciudadanos –dijo la condesa Nordston.

      –Se ve que mis palabras le producen a usted gran efecto, puesto que tan bien las recuerda –contestó Levin.

      Y enrojeció al darse cuenta de que había dicho lo mismo poco antes.

      Vronsky miró a Levin y a la condesa Nordston y sonrió.

      –¿Vive siempre en el pueblo? –preguntó–. En invierno debe usted de aburrirse mucho.

      –Vivir allí no tiene nada de aburrido si se tienen ocupaciones. Y, además, uno nunca se aburre si sabe vivir consigo mismo –respondió bruscamente Levin.

      –También a mí me gusta vivir en el pueblo –indicó Vronsky, fingiendo no haber reparado en el tono de su interlocutor.

      –Pero supongo que usted, Conde, no habría sido capaz de vivir siempre en una aldea –comentó la condesa de Nordston.

      –No sé; nunca he probado a estar en ellas mucho tiempo. Pero me pasa una cosa muy rara. Jamás he sentido tanta nostalgia por mi aldea de Rusia, con sus campesinos calzados con lapti , como

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