Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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que la que la vida da a todas las preguntas irresolubles: vivir al día y procurar olvidar. Pero hasta la noche siguiente Esteban Arkadievich no podría refugiarse en el sueño, en las alegres visiones de los frascos convertidos en mujeres. Era preciso, pues, buscar el olvido en el sueño de la vida.

      «Ya veremos», se dijo, mientras se ponía la bata gris con forro de seda azul celeste y se anudaba el cordón a la cintura. Luego aspiró el aire a pleno pulmón, llenando su amplio pecho, y, con el habitual paso decidido de sus piernas ligeramente torcidas sobre las que tan hábilmente se movía su corpulenta figura, se acercó a la ventana, descorrió los visillos y tocó el timbre.

      El viejo Mateo, su ayuda de cámara y casi su amigo, apareció inmediatamente llevándole el traje, los zapatos y un telegrama.

      Detrás de Mateo entró el barbero, con los útiles de afeitar.

      –¿Han traído unos papeles de la oficina? –preguntó el Príncipe, tomando el telegrama y sentándose ante el espejo.

      –Están sobre la mesa –contestó Mateo, mirando con aire inquisitivo y lleno de simpatía a su señor.

      Y, tras un breve silencio, añadió, con astuta sonrisa:

      –Han venido de parte del dueño de la cochera…

      Esteban Arkadievich, sin contestar, miró a Mateo en el espejo. Sus miradas se cruzaron en el cristal: se notaba que se comprendían. La mirada de Esteban parecía preguntar: «¿Por qué me lo dices? ¿No sabes a qué vienen?».

      Mateo metió las manos en los bolsillos, abrió las piernas, miró a su señor sonriendo de un modo casi imperceptible y añadió con sinceridad:

      –Les he dicho que pasen el domingo, y que, hasta esa fecha, no molesten al señor ni se molesten.

      Era una frase que llevaba evidentemente preparada.

      Esteban Arkadievich comprendió que el criado bromeaba y no quería sino que se le prestase atención.

      Abrió el telegrama, lo leyó, procurando subsanar las habituales equivocaciones en las palabras, y su rostro se iluminó.

      –Mi hermana Ana Arkadievna llega mañana, Mateo –dijo, deteniendo un instante la mano del barbero, que ya trazaba un camino rosado entre las largas y rizadas patillas.

      –¡Loado sea Dios! –exclamó Mateo, dando a entender con esta exclamación que, como a su dueño, no se le escapaba la importancia de aquella visita en el sentido de que Ana Arkadievna, la hermana queridísima, había de contribuir a la reconciliación de los dos esposos.

      –¿La señora viene sola o con su marido? –preguntó Mateo.

      Esteban Arkadievich no podía contestar, porque en aquel momento el barbero le afeitaba el labio superior; pero hizo un ademán significativo levantando un dedo. Mateo aprobó con un movimiento de cabeza ante el espejo.

      –Sola, ¿eh? ¿Preparo la habitación de arriba?

      –Consulta a Daria Alejandrovna y haz lo que te diga.

      –¿A Daria Alejandrovna? –preguntó, indeciso, el ayuda de cámara.

      –Sí. Y llévale el telegrama. Ya me dirás lo que te ordena.

      Mateo comprendió que Esteban quería hacer una prueba, y se limitó a decir:

      –Bien, señor

      Ya el barbero se había marchado y Esteban Arkadievich, afeitado, peinado y lavado, empezaba a vestirse, cuando, lento sobre sus botas crujientes y llevando el telegrama en la mano, penetró Mateo en la habitación.

      –Me ha ordenado deciros que se va. «Que haga lo que le parezca», me ha dicho. –Y el buen criado miraba a su señor, riendo con los ojos, con las manos en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada.

      Esteban Arkadievich callaba. Después, una bondadosa y triste sonrisa iluminó su hermoso semblante.

      –Y bien, Mateo, ¿qué te parece? –dijo moviendo la cabeza.

      –Todo se arreglará, señor –opinó optimista el ayuda de cámara.

      –¿Lo crees así?

      –Sí, señor.

      –¿Por qué te lo figuras? ¿Quién va? –agregó el Príncipe al sentir detrás de la puerta el roce de una falda.

      –Yo, señor –repuso una voz firme y agradable.

      Y en la puerta apareció el rostro picado de viruelas del aya, Matrecha Filimonovna.

      –¿Qué hay, Matrecha? –preguntó Esteban Arkadievich, saliendo a la puerta.

      Aunque pasase por muy culpable a los ojos de su mujer y a los suyos propios, casi todos los de la casa, incluso Matrecha, la más íntima de Daria Alejandrovna, estaban de su parte.

      –¿Qué hay? –repitió el Príncipe, con tristeza.

      –Vaya usted a verla, señor, pídale perdón otra vez… ¡Acaso Dios se apiade de nosotros! Ella sufre mucho y da lástima de mirar.. Y luego, toda la casa anda revuelta. Debe usted tener compasión de los niños. Pídale perdón, señor.. ¡Qué quiere usted! Al fin y al cabo no haría mas que pagar sus culpas. Vaya a verla…

      –No me recibirá…

      –Pero usted habrá hecho lo que debe. ¡Dios es misericordioso! Ruegue a Dios, señor, ruegue a Dios…

      –En fin, iré… –dijo Esteban Arkadievich, poniéndose encarnado. Y, quitándose la bata, indicó a Mateo–: Ayúdame a vestirme.

      Mateo, que tenía ya en sus manos la camisa de su señor, sopló en ella como limpiándola de un polvo invisible y la ajustó al cuerpo bien cuidado de Esteban Arkadievich con evidente satisfacción.

      Capítulo 3

      Esteban Arkadievich, ya vestido, se perfumó con un pulverizador, se ajustó los puños de la camisa y, con su ademán habitual, guardó en los bolsillos los cigarros, la cartera, el reloj de doble cadena…

      Se sacudió ligeramente con el pañuelo y, sintiéndose limpio, perfumado, sano y materialmente alegre a pesar de su disgusto, salió con recto paso y se dirigió al comedor, donde le aguardaban el café y, al lado, las cartas y los expedientes de la oficina.

      Leyó las cartas. Una era muy desagradable, porque procedía del comerciante que compraba la madera de las propiedades de su mujer y, como sin reconciliarse con ella no era posible realizar la operación, parecía que se mezclase un interés material con su deseo de restablecer la armonía en su casa. La posibilidad de que se pensase que el interés de aquella venta le inducía a buscar la reconciliación le disgustaba.

      Leído el correo, Esteban Arkadievich tomó los documentos de la oficina, hojeó con rapidez un par de expedientes, hizo unas observaciones en los márgenes con un enorme lápiz, y luego comenzó a tomarse el café, a la vez que leía el periódico de la mañana, húmeda aún la tinta de imprenta.

      Recibía a diario un periódico liberal no extremista, sino partidario de las orientaciones de la mayoría.

      Aunque no le interesaban el arte, la política

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