Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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gritar. Y si quiere a mi hijo, ¿cómo no ha de quererme a mí?»

      –Espera, Dolly: una palabra más –dijo, siguiéndola.

      –Si me sigue, llamaré a la gente, a mis hijos, para que todos sepan que es un villano. Yo me voy ahora mismo de casa. Continúe usted viviendo aquí con su amante. ¡Yo me voy ahora mismo de casa!

      Y salió, dando un portazo.

      Esteban Arkadievich suspiró, se secó el rostro y lentamente se dirigió hacia la puerta.

      «Mateo dice que todo se arreglará» , reflexionaba, «pero no sé cómo. No veo la manera ¡Y qué modo de gritar! ¡Qué términos! Villano, amante… –se dijo, recordando las palabras de su mujer–. ¡Con tal que no la hayan oído las criadas! ¡Es terrible! » , se repitió. Permaneció en pie unos segundos, se enjugó las lágrimas, suspiró, y, levantando el pecho, salió de la habitación.

      Era viernes. En el comedor, el relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes. Esteban Arkadievich recordó su broma acostumbrada, cuando, hablando de aquel alemán calvo, tan puntual, decía que se le había dado cuerda a él para toda la vida a fin de que él pudiera darle a su vez a los relojes, y sonrió. A Esteban Arkadievich le gustaban las bromas divertidas. «Acaso», volvió a pensar, «se arregle todo! ¡Qué hermosa palabra arreglar!», se dijo. «Habrá que contar también ese chiste. »

      Llamó a Mateo:

      –Mateo, prepara la habitación para Ana Arkadievna. Di a María que te ayude.

      –Está bien, señor.

      Esteban Arkadievich se puso la pelliza y se encaminó hacia la escalera.

      –¿No come el señor en casa? –preguntó Mateo, que iba a su lado.

      –No sé; veremos. Toma, para el gasto –dijo Oblonsky, sacando diez rublos de la cartera–. ¿Te bastará?

      –Baste o no, lo mismo nos tendremos que arreglar –dijo Mateo, cerrando la portezuela del coche y subiendo la escalera.

      Entre tanto, calmado el niño y comprendiendo por el ruido del carruaje que su esposo se iba, Daria Alejandrovna volvió a su dormitorio. Aquél era su único lugar de refugio contra las preocupaciones domésticas que la rodeaban apenas salía de allí. Ya en aquel breve momento que pasara en el cuarto de los niños, la inglesa y Matrena la habían preguntado acerca de varias cosas urgentes que había que hacer y a las que sólo ella podía contestar. «¿Qué tenían que ponerse los niños para ir de paseo?» «¿Les daban leche?»

      «¿Se buscaba otro cocinero o no?»

      –¡Déjenme en paz! –había contestado Dolly, y, volviéndose a su dormitorio, se sentó en el mismo sitio donde antes había hablado con su marido, se retorció las manos cargadas de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y comenzó a recordar la conversación tenida con él.

      «Ya se ha ido», pensaba. «¿Cómo acabará el asunto de la institutriz? ¿Seguirá viéndola? Debí habérselo preguntado.

      No, no es posible reconciliarse… Aun si seguimos viviendo en la misma casa, hemos de vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para siempre!», repitió, recalcando aquellas terribles palabras. «¡Y cómo le quería! ¡Cómo le quería, Dios mío! ¡Cómo le he querido! Y ahora mismo: ¿no le quiero, y acaso más que antes? Lo horrible es que … »

      No pudo concluir su pensamiento porque Matrena Filimonovna se presentó en la puerta.

      –Si me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano, señora –dijo–. Si no, tendré que preparar yo la comida, no sea que los niños se queden sin comer hasta las seis de la tarde, como ayer.

      –Ahora salgo y miraré lo que se haya de hacer. ¿Habéis enviado por leche fresca?

      Y Daria Alejandrovna, sumiéndose en las preocupaciones cotidianas, ahogó en ellas momentáneamente su dolor.

      Capítulo 5

      Aunque nada tonto, Esteban Arkadievich era perezoso y travieso, por lo que salió del colegio figurando entre los últimos.

      Con todo, pese a su vida de disipación, a su modesto grado y a su poca edad, ocupaba el cargo de presidente de un Tribunal público de Moscú. Había obtenido aquel empleo gracias a la influencia del marido de su hermana Ana, Alexis Alejandrovich Karenin, que ocupaba un alto cargo en el Ministerio del que dependía su oficina.

      Pero aunque Karenin no le hubiera colocado en aquel puesto, Esteban Arkadievich, por mediación de un centenar de personas, hermanos o hermanas, primos o tíos, habría conseguido igualmente aquel cargo a otro parecido que le permitiese ganar los seis mil rublos anuales que le eran precisos, dada la mala situación de sus negocios, aun contando con los bienes que poseía su mujer.

      La mitad de la gente de posición de Moscú y San Petersburgo eran amigos o parientes de Esteban Arkadievich. Nació en el ambiente de los poderosos de este mundo. Una tercera parte de los altos funcionarios, los antiguos, habían sido amigos de su padre y le conocían a él desde la cuna. Con otra tercera parte se tuteaba, y la parte restante estaba compuesta de conocidos con los que mantenía cordiales relaciones.

      De modo que los distribuidores de los bienes terrenales –como cargos, arrendamientos, concesiones, etcétera– eran amigos o parientes y no habían de dejar en la indigencia a uno de los suyos.

      Así, para obtener un buen puesto, Oblonsky no necesitó esforzarse mucho. Le bastó no contradecir, no envidiar, no disputar, no enojarse, todo lo cual le era fácil gracias a la bondad innata de su carácter. Le habría parecido increíble no encontrar un cargo con la retribución que necesitaba, sobre todo no ambicionando apenas nada: sólo lo que habían obtenido otros amigos de su edad y que estuviera al alcance de sus aptitudes.

      Los que le conocían, no sólo apreciaban su carácter jovial y bondadoso y su indiscutible honradez, sino que se sentían inclinados hacia él incluso por su arrogante presencia, sus brillantes ojos, sus negras cejas y su rostro blanco y sonrosado. Cuando alguno le encontraba exteriorizaba en seguida su contento: «¡Aquí esta Stiva Oblonsky!», exclamaba al verle aparecer, casi siempre sonriendo con jovialidad.

      Y, si bien después de una conversación con él no se producía ninguna especial satisfacción, las gentes, un día y otro, cuando le veían, volvían a acogerle con idéntico regocijo.

      En los tres años que llevaba ejerciendo su cargo en Moscú, Esteban Arkadievich había conseguido, no sólo atraerse el afecto, sino el respeto de compañeros, subordinados, jefes y de cuantos le trataban. Las principales cualidades que le hacían ser respetado en su oficina eran, ante todo, su indulgencia con los demás –basada en el reconocimiento de sus propios defectos– y, después, su sincero liberalismo. No aquel liberalismo de que hablaban los periódicos, sino un liberalismo que llevaba en la sangre, y que le hacía tratar siempre del mismo modo a todos, sin distinción de posiciones y jerarquías, y finalmente –y era ésta la cualidad principal– la perfecta indiferencia que le inspiraba su cargo, lo que le permitía no entusiasmarse demasiado con él ni cometer errores.

      Entrando en su oficina, Oblonsky pasó a su pequeño gabinete particular, seguido del respetuoso conserje, que le llevaba la cartera. Se vistió allí el uniforme y entró en el despacho.

      Los escribientes y oficiales se pusieron en pie, saludándole con jovialidad y respeto. Como de costumbre, Esteban Arkadievich estrechó las manos a los miembros del Tribunal y se sentó en su puesto. Bromeó y

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