Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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con todos. No asisto ya a sus reuniones.

      –¡Caramba, qué pronto te has cansado! ¿Como ha sido eso? –preguntó su amigo, sonriendo.

      –Es una historia larga. Otro día te la contaré –replicó Levin.

      Pero a continuación comenzó a relatarla:

      –En una palabra: tengo la certeza de que no se hace ni se podrá hacer nada de provecho con los zemstvos –profirió como si contestase a una injuria–. Por un lado, se juega al parlamento, y yo no soy ni bastante viejo ni bastante joven para divertirme jugando. Por otra parte –Levin hizo una pausa– … es una manera que ha hallado la coterie rural de sacar el jugo a las provincias. Antes había juicios y tutelas, y ahora zemstvos, no en forma de gratificaciones, sino de sueldos inmerecidos –concluyó con mucho calor, como si alguno de los presentes le hubiese rebatido las opiniones.

      –Por lo que veo, atraviesas una fase nueva, y esta vez conservadora –dijo Oblonsky–. Pero ya hablaremos de eso después.

      –Sí, después… Pero antes quería hablarte de cierto asunto… –repuso Levin mirando con aversión la mano de Grinevich.

      Esteban Arkadievich sonrió levemente.

      –¿No me decías que no te pondrías jamás vestidos europeos? –preguntó a Levin, mirando el traje que éste vestía, seguramente cortado por un sastre francés–. ¡Cuando digo que atraviesas una nueva fase!

      Levin se sonrojo, pero no como los adultos, que se ponen encarnados casi sin darse cuenta, sino como los niños, que al ruborizarse comprenden lo ridículo de su timidez, lo que excita más aún su rubor, casi hasta las lágrimas.

      Hacía un efecto tan extraño ver aquella expresión pueril en el rostro varonil a inteligente de su amigo que Oblonsky desvió la mirada.

      –¿Dónde nos podemos ver? –preguntó Levin–. Necesito hablarte.

      Oblonsky reflexionó.

      –Vamos a almorzar al restaurante Gurin –dijo– y allí hablaremos. Estoy libre hasta las tres.

      –No –dijo Levin, después de pensarlo un momento–. Antes tengo que ir a otro sitio.

      –Entonces cenaremos juntos por la noche.

      –Pero, ¿para qué cenar? Al fin y al cabo no tengo nada especial que decirte. Sólo preguntarte dos palabras, y después podremos hablar.

      –Pues dime las dos palabras ahora y hablemos por la noche.

      –Se trata –empezó Levin– … De todos modos, no es nada de particular.

      En su rostro se retrató una viva irritación provocada por los esfuerzos que hacía para dominar su timidez.

      –¿Qué sabes de los Scherbazky? ¿Siguen sin novedad? –preguntó, por fin.

      Esteban Arkadievich, a quien le constaba de tiempo atrás que Levin estaba enamorado de su cuñada Kitty, sonrió imperceptiblemente y sus ojos brillaron de satisfacción.

      –Tú lo has dicho en dos palabras, pero yo en dos palabras no lo puedo contestar, porque… Perdóname un instante.

      El secretario –con respetuosa familiaridad y con la modesta consciencia de la superioridad que todos los secretarios creen tener sobre sus jefes en el conocimiento de todos los asuntos– entró y se dirigió a Oblonsky llevando unos documentos y, en forma de pregunta, comenzó a explicarle una dificultad. Esteban Arkadievich, sin terminar de escucharle, puso la mano sobre la manga del secretario.

      –No, hágalo, de todos modos, como le he dicho –indicó, suavizando la orden con una sonrisa. Y tras explicarle la idea que él tenía sobre la solución del asunto, concluyó, separando los documentos–: Le ruego que lo haga así, Zajar Nikitich.

      El secretario salió un poco confundido. Levin, entre tanto, se había recobrado completamente de su turbación, y en aquel momento se hallaba con las manos apoyadas en el respaldo de una silla, escuchando con burlona atención.

      –No lo comprendo, no… –dijo.

      –¿El qué no comprendes? –repuso Oblonsky sonriendo y sacando un cigarrillo.

      Esperaba alguna extravagancia de parte de Levin.

      –Lo que hacéis aquí –repuso Levin, encogiéndose de hombros–. ¿Es posible que puedas tomarlo en serio?

      –¿Por qué no?

      –Porque aquí no hay nada que hacer.

      –Eso te figuras tú. Estamos abrumados de trabajo.

      –Sí: sobre el papel… Verdaderamente, tienes aptitudes para estas cosas –añadió Levin.

      –¿Qué quieres decir?

      –Nada –replicó Levin–. De todos modos, admiro tu grandeza y me siento orgulloso de tener un amigo tan importante… Pero no has contestado aún a mi pregunta –terminó, mirando a Oblonsky a los ojos, con un esfuerzo desesperado.

      –Pues bien: espera un poco y también tú acabarás aquí, aunque poseas tres mil hectáreas de tierras en el distrito de Karasinsky, tengas tus músculos y la lozanía y agilidad de una muchacha de doce años. ¡A pesar de todo ello acabarás por pasarte a nuestras filas! Y respecto a lo que me has preguntado, no hay novedad.

      Pero es lástima que no hayas venido por aquí en tanto tiempo.

      –¿Pues qué pasa? –preguntó, con inquietud, Levin.

      –Nada, nada –dijo Oblonsky–. Ya charlaremos. Y en concreto, ¿qué es lo que te ha traído aquí?

      –De eso será mejor hablar también después –respondió Levin, sonrojándose hasta las orejas.

      –Bien; ya me hago cargo –dijo Esteban Arkadievich–. Si quieres verlas, las encontrarás hoy en el Parque Zoológico, de cuatro a cinco. Kitty estará patinando. Ve a verlas. Yo me reuniré allí contigo y luego iremos a cualquier sitio.

      –Muy bien. Hasta luego entonces.

      –¡No te olvides de la cita! Te conozco bien: eres capaz de olvidarla o de marcharte al pueblo –exclamó, riendo, Oblonsky.

      –No, no…

      Y salió del despacho, sin acordarse de que no había saludado a los amigos de Oblonsky hasta que estuvo en la puerta.

      –Parece un hombre de carácter –dijo Grinevich cuando Levin hubo salido.

      –Sí, querido –asintió Esteban Arkadievich, inclinando la cabeza–. ¡Es un mozo con suerte! ¡Tres mil hectáreas en Karasinsky, joven y fuerte, y con un hermoso porvenir… ! ¡No es como nosotros!

      –¿De qué se queja usted?

      –¡De que todo me va mal! –respondió Oblonsky, suspirando profundamente.

      Capítulo 6

      Cuando Oblonsky preguntó a Levin a qué había ido a Moscú, Levin se sonrojó y se indignó consigo mismo por haberse sonrojado y por no haber sabido decirle: «He venido

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