Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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uno esté siempre alegre –dijo Ana, y Kitty observó en los ojos de la Karenina un relámpago de aquel mundo particular que le había sido revelado–. Para mí sólo hay bailes en los que me siento menos aburrida que en otros.

      –¿Es posible que usted se aburra en un baile?

      –¿Por qué no había yo de aburrirme en un baile?

      Kitty comprendió que Ana adivinaba la respuesta.

      –Porque será usted siempre la más admirada de todas.

      Ana, que tenía la virtud de ruborizarse, se ruborizó y dijo:

      –En primer lugar, no es así, y aunque lo fuera, ¿de qué habría de servirme?

      –¿Irá usted a este baile que le digo?

      –Pienso que no podré dejar de asistir. Tómalo –dijo Ana, entregando a Tania el anillo que ésta procuraba sacar de su dedo blanco y afilado, en el que se movía fácilmente.

      –Me gustaría mucho verla allí.

      –Entonces, si no tengo más remedio que ir, me consolaré pensando que eso la satisface. Gricha, no me tires del pelo: ya estoy bastante despeinada –dijo, arreglándose el mechón de cabellos con el que Gricha jugaba.

      –Me la figuro en el baile con un vestido lila…

      –¿Y por qué precisamente lila? –preguntó Ana sonriendo–. Ea, niños: a tomar el té. ¿No oís que os llama miss Hull? –dijo, apartándolos y dirigiéndolos al comedor–. Ya se por qué le gustaría verme en el baile: usted espera mucho de esa noche y quisiera que todos participaran de su felicidad –concluyó Ana, dirigiéndose a Kitty.

      –Es cierto. ¿Cómo lo sabe?

      –¡Qué dichoso es uno a la edad de usted! –continuó Ana–. Recuerdo y conozco esa bruma azul como la de las montañas suizas, esa bruma que lo rodea todo en la época feliz en que se termina la infancia. Desde ese enorme círculo feliz y alegre parte un camino que va haciéndose estrecho, cada vez más estrecho.

      ¡Cómo palpita el corazón cuando se inicia esa senda que al principio parece tan clara y hermosa! ¿Quién no ha pasado por ello?

      Kitty sonreía sin decir nada. «¿Cómo habría pasado ella por todo aquello? ¡Cómo me gustaría conocer la novela de su vida!», pensaba al evocar la presencia poco romántica de Alexis Alejandrovich, el marido de Ana.

      –Sé algo de sus cosas –siguió la Karenina–. Stiva me lo dijo. La felicito. «Él» me gusta mucho. ¿No sabe usted que Vronsky estaba en la estación?

      –¿Estaba allí? –dijo Kitty, ruborizándose–. ¿Y qué le dijo Stiva?

      –Me lo dijo todo… Y yo me alegré mucho. Realicé el viaje en compañía de la madre de Vronsky. No hizo más que hablarme de él: es su favorito. Ya sé que las madres son apasionadas, pero…

      –¿Qué le contó?

      –Muchas cosas. Y desde luego, aparte de la predilección que tiene por él su madre, se ve que es un caballero. Por ejemplo, parece que quiso ceder todos sus bienes a su hermano. Siendo niño, salvó a una mujer que se ahogaba… En fin, es un héroe –terminó Ana, sonriendo y recordando los doscientos rublos que Vronsky entregara en la estación.

      Pero Ana no aludió a aquel rasgo, pues su recuerdo le producía un cierto malestar; adivinaba en él una intención que la tocaba muy de cerca.

      –Su madre me rogó que la visitara –dijo luego– y me placerá ver a la viejecita. Mañana pienso ir. Gracias a Dios Stiva lleva un buen rato con Dolly en el gabinete –murmuró, cambiando de conversación y levantándose algo contrariada, según le pareció a Kitty.

      –¡Me toca a mi primero, a mí, a mí! –gritaban los niños que, concluido el té, se precipitaban de nuevo hacia la tía Ana.

      –¡Todos a la vez! –respondió Ana, sonriendo.

      Y, corriendo a su encuentro, los abrazó. Los niños se apiñaron en tomo a ella, gritando alegremente.

      Capítulo 21

      A la hora de tomar el té las personas mayores, Dolly salió de su cuarto. Esteban Arkadievich no apareció.

      Seguramente se había ido de la habitación de su mujer por la puerta falsa.

      –Temo que tengas frío en la habitación de arriba –dijo Dolly a Ana–. Quiero pasarte abajo; así estaré más cerca de ti.

      –¡No te preocupes por mí! –repuso Ana, procurando leer en el rostro de su cuñada si se había producido o no la reconciliación.

      –Quizá aquí tengas demasiada luz –volvió Dolly.

      –Te he dicho ya que duermo en todas partes como un tronco, sea donde sea.

      –¿Qué pasa? –preguntó Esteban Arkadievich, saliendo del despacho dirigiéndose a su mujer.

      Ana y Kitty comprendieron por su acento que la reconciliación estaba ya realizada.

      –Quiero instalar a Ana aquí abajo, pero hay que poner unas cortinas –respondió Dolly–. Tendré que hacerlo yo misma. Si no, nadie lo hará.

      «¡Dios sabe si se habrán reconciliado por completo!», se dijo Ana, al oír el frío y tranquilo acento de su cuñada.

      –¡No compliques las cosas sin necesidad, Dolly! –repuso su marido–. Si quieres, lo haré yo mismo.

      « Sí, se han reconciliado» , pensó Ana.

      –Sí: ya sé cómo –respondió Dolly–. Ordenarás a Mateo que lo arregle, te marcharás y él lo hará todo al revés.

      Y una sonrisa irónica plegó, como de costumbre, las comisuras de sus labios.

      «La reconciliación es completa» , pensó ahora Ana. «¡Loado sea Dios!»

      Y, feliz por haber promovido la paz conyugal, se acercó a Dolly y la besó.

      –¡Nada de eso! ¡No sé por qué nos desprecias tanto a Mateo y a mí! –dijo Esteban Arkadievich a su mujer, sonriendo casi imperceptiblemente.

      Durante toda la tarde, Dolly trató a su marido con cierta leve ironía. Esteban Arkadievich se hallaba contento y alegre, pero sin exceso, y pareciendo querer indicar que, aunque perdonado, sentía el peso de su culpa.

      A las nueve y media la agradable conversación familiar que se desarrollaba ante la mesa de té de los Oblonsky fue interrumpida por un hecho trivial y corriente, pero que extrañó a todos. Se hablaba de uno de los amigos comunes, cuando Ana se levantó rápida a inesperadamente.

      –Voy a enseñaros la fotografía de mi Sergio –dijo con orgullosa sonrisa maternal–. La tengo en mi álbum.

      Las diez era la hora en que generalmente se despedía de su hijo y hasta solía acostarle ella misma antes de ir al baile. Y de repente se había entristecido al pensar que se hallaba tan lejos de él, y hablasen de lo que hablasen su pensamiento volaba hacia su Sergio y a su rizada cabeza, y el deseo de contemplar su retrato y hablar de él la acometió de repente. Por eso se levantó y,

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