Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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de la amplia escalera principal en la que reinaba una atmósfera agradable.

      Al salir del salón se oyó sonar el timbre en el recibidor.

      –¿Quién será? –dijo Dolly.

      –Para venir a buscarme es muy pronto, y para que venga gente de fuera, es muy tarde –comentó Kitty.

      –Será que me traen algún documento –dijo Esteban Arkadievich.

      Mientras Ana pasaba ante la escalera principal, el criado subía para anunciar al recién llegado, que estaba en el vestíbulo, bajo la luz de la lámpara. Ana miró abajo y, al reconocer a Vronsky, un extraño sentimiento de alegría y temor invadió su corazón. El permanecía con el abrigo puesto, buscándose algo en el bolsillo.

      Al llegar Ana a la mitad de la escalera, Vronsky miró hacia arriba, la vio y una expresión de vergüenza y de confusión se retrató en su semblante. Ana siguió su camino, inclinando ligeramente la cabeza.

      En seguida, sonó la voz de Esteban Arkadievich invitando a Vronsky a que pasara, y la del joven, baja, suave y tranquila, rehusando.

      Cuando volvió Ana con el álbum, Vronsky ya no estaba allí, y Esteban Arkadievich contaba que su amigo había venido sólo para informarse de los detalles de una comida que se daba al día siguiente en honor de una celebridad extranjera.

      –Por más que le he rogado, no ha querido entrar –dijo Oblonsky–. ¡Cosa rara!

      Kitty se ruborizó, creyendo haber comprendido los motivos de la llegada de Vronsky y su negativa a pasar.

      «Ha ido a casa y no me ha encontrado», pensó, «y ha venido a ver si me hallaba aquí. Pero no ha querido entrar por lo tarde que es y también por hallarse Ana, que es una extraña para él».

      Todos se miraron en silencio. Luego comenzaron a hojear el álbum.

      Nada había de extraordinario en que un amigo visitase a otro a las nueve y media de la noche para informarse sobre un banquete que había de celebrarse al día siguiente; pero a todos les pareció muy extraño, y a Ana se lo pareció más que a nadie, y aun le pareció que el proceder de Vronsky no era del todo correcto.

      Capítulo 22

      Se iniciaba el baile cuando Kitty entró con su madre en la gran escalera iluminada, adornada de flores, llena de lacayos de empolvada peluca y rojo caftán. De las salas llegaba el frufrú de los vestidos como el apagado zumbido de las abejas en una colmena.

      Mientras ellas se componían vestidos y peinados ante los espejos del vestíbulo lleno de plantar, sonaron suaves y melodiosos los acordes de los violines de la orquesta comenzando el primer vals.

      Un anciano, vestido con traje civil, que arreglaba sus sienes canosas ante otro espejo, despidiendo en torno suyo un fuerte perfume, se encontró con ellas en la escalera y les cedió el paso, mientras contemplaba a Kitty, a quien no conocía, con evidente placer. Un joven imberbe –sin duda uno de los galancetes a quienes el viejo Scherbazky llamaba pisaverdes–, que llevaba un chaleco muy abierto y se arreglaba, andando, la corbata blanca, las saludo y, después de haber dado algunos pasos, retrocedió a invitó a Kitty a danzar. Como tenía la primera contradanza prometida a Vronsky, Kitty hubo de prometer la segunda a aquel joven. Un militar próximo a la puerta, que se abrochaba los guantes y se atusaba el bigote, miró con admiración a Kitty, resplandeciente en su vestido de color rosa.

      Aunque el vestido, el peinado y los demás preparativos para el baile habían costado a Kitty mucho trabajo y muchas preocupaciones, ahora el complicado traje de tul le sentaba con tanta naturalidad como si todas las puntillas, bordados y demás detalles de su atavío no hubiesen exigido de ella ni de su familia un solo instante de atención, como si hubiese nacido entre aquel tul y aquellas puntillas, con aquel peinado alto adornado con una rosa y algunas hojas en torno…

      La vieja princesa, antes de entrar en la sala, trató de arreglar el cinturón de Kitty, pero ella se había separado, como si adivinase que todo le sentaba bien, que todo en ella era gracioso y no necesitaba arreglo alguno.

      Estaba en uno de sus mejores días. El vestido no le oprimía por ningún lado, ninguna puntilla colgaba. Los zapatitos color rosa, de alto tacón, en vez de oprimir, parecían acariciar y hacer más bellos sus piececitos. Los espesos y rubios tirabuzones postizos adornaban con naturalidad su cabecita. Los tres botones de cada uno de sus guantes estaban perfectamente abrochados y los guantes se ajustaban a sus manos sin deformarlas en lo más mínimo. Una cinta de terciopelo negro ceñía suavemente su garganta.

      Aquella cintita era una delicia; cada vez que Kitty se miraba en el espejo de su casa, sentía la impresión de que la cinta hablaba. Podía caber alguna duda sobre la belleza de lo demás, pero en cuanto a la cinta no cabía. Al mirarse aquí en el espejo, Kitty sonrió también, complacida. Sus hombros y brazos desnudos le daban la sensación de una frialdad marmórea que le resultaba agradable. Sus ojos brillantes y sus labios pintados no pudieron por menos de sonreír al verse tan hermosa.

      Apenas entró en el salón y se acercó a los grupos de señoras, todas cintas y puntillas, que esperaban el momento de ser invitadas a bailar –Kitty no entraba jamás en aquellos grupos– le pidió ya un vals el mejor de los bailarines, el célebre director de danza, el maestro de ceremonias, un hombre casado, guapo y elegante, Egoruchka Korsunsky, que acababa de dejar a la condesa Bónina, con la que danzara el primer vals.

      Mientras contemplaba con aire dominador a las parejas que bailaban, vio entrar a Kitty y se dirigió a ella con el paso desenvuelto de los directores de baile. Se inclinó ante ella y, sin preguntarle siquiera si quería danzar, alargó la mano para tomarla por el delicado talle. La joven miró a su alrededor buscando a alguien a quien entregar su abanico y la dueña de la casa lo cogió sonriendo.

      –Celebro mucho que haya llegado usted pronto –dijo él, ciñéndole la cintura–. No comprendo cómo se puede llegar tarde.

      Kitty apoyó la mano izquierda en el hombro de Korsunsky y sus piececitos calzados de rosa se deslizaron ligeros por el encerado pavimento al ritmo de la música.

      –Bailar con usted es un descanso. ¡Qué admirable precisión y qué ligereza! –dijo Korsunsky, mientras giraban a compás del vals.

      Eran, con poca diferencia, las palabras que dirigía a todas las conocidas que apreciaba.

      Ella sonrió y, por encima del hombro de su pareja, miró la sala. Kitty no era una de esas novicias a quienes la emoción del primer baile les hace confundir todos los rostros que las rodean, ni una de esas muchachas que, a fuerza de frecuentar las salas de danza, acaban conociendo a todos los concurrentes de tal modo que hasta les aburre ya mirarlos. Kitty estaba en el término medio. Así, pues, pudo contemplar toda la sala con reprimida emoción.

      Miró primero a la izquierda, donde se agrupaba la flor de la buena sociedad. Estaba allí la mujer de Korsunsky, la bella Lidy, con un vestido excesivamente descotado; Krivin, con su calva brillante, presente, como siempre, donde se reunía la buena sociedad; más allá, en un grupo que los jóvenes contemplaban sin osar acercarse, Kitty distinguió a Esteban Arkadievich y la arrogante figura y la cabeza de Ana, vestida de terciopelo negro.

      También «él» estaba allí. La muchacha no le había vuelto a ver desde la noche en que rechazara a Levin.

      Kitty le descubrió desde lejos y hasta observó que él también la miraba.

      –¿Una vueltecita más si no está cansada? –preguntó Korsunsky, un tanto sofocado.

      –No;

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