Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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Читать онлайн книгу Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon Tolstoi страница 46
En el círculo en que se movía, sus palabras producían el efecto del chiste más ingenioso. La princesa Miágkaya no podía comprender la causa de ello, pero conocía el efecto y lo aprovechaba.
Para escucharla, cesó la conversación en el grupo de la mujer del embajador. La dueña de la casa quiso aprovechar la ocasión para unir los dos grupos en uno y se dirigió a la embajadora.
–¿No toma usted el té, por fin? Porque en este caso podría sentarse con nosotros.
–No. Estamos muy bien aquí –repuso, sonriendo, la esposa del diplomático.
Y continuó la conversación iniciada.
Se trataba de una charla muy agradable. Criticaban a los Karenin, mujer y marido.
–Ana ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Hay algo raro en ella –decía su amiga.
–El cambio esencial consiste en que ha traído a sus talones, como una sombra, a Alexis Vronsky –dijo la esposa del embajador.
No hay nada de malo en eso. Según una narración de Grimm, cuando un hombre carece de sombra es que se la han quitado en castigo de alguna culpa. Nunca he podido comprender en qué consiste ese castigo.
Pero para una mujer debe de ser muy agradable vivir sin sombra.
–Las mujeres con sombra terminan mal generalmente –contestó una amiga de Ana.
–Calle usted la boca –dijo la princesa Miágkaya de repente al oír hablar de Ana–. La Karenina es una excelente mujer y una buena amiga. Su marido no me gusta, pero a ella la quiero mucho.
–¿Y por qué a su marido no? Es un hombre notable –dijo la embajadora– Según mi esposo, en Europa hay pocos estadistas de tanta capacidad como él.
–Lo mismo dice el mío, pero yo no lo creo –repuso la princesa Miágkaya–. De no haber hablado nuestros maridos, nosotros habríamos visto a Alexey Alejandrovich tal como es. Y en mi opinión no es más que un tonto. Lo digo en voz baja, sí; pero, ¿no es verdad que, considerándole de ese modo, ya nos parece todo claro? Antes, cuando me forzaban a considerarle como un hombre inteligente, por más que hacía, no lo encontraba, y, no viendo por ninguna parte su inteligencia, terminaba por aceptar que la tonta debía de ser yo. Pero en cuanto me dije: es un tonto –y lo dijo en voz baja–, todo se hizo claro para mí. ¿No es así?
–¡Qué cruel esta usted hoy!
–Nada de eso. Pero no hay otro remedio. Uno de los dos, o él o yo, somos tontos. Y ya es sabido que eso no puede una decírselo a sí misma.
–Nadie está contento con lo que tiene y, no obstante, todos están satisfechos de su inteligencia –dijo el diplomático recordando un verso francés.
–Sí, sí, eso es –dijo la princesa Miágkaya, con precipitación–. Pero lo que importa es que no les entrego a Ana para que la despellejen. ¡Es tan simpática, tan agradable! ¿Qué va a hacer si todos se enamoran de ella y la siguen como sombras?
–Yo no me proponía atacarla –se defendió la amiga de Ana.
–Si usted no tiene sombras que la sigan, eso no le da derecho a criticar a los demás.
Y tras esta lección a la amiga de Ana, la princesa Miágkaya se levantó y se dirigió al grupo próximo a la mesa donde estaba la embajadora.
La conversación allí giraba en aquel momento en torno al rey de Prusia.
–¿A quién estaban criticando? –preguntó Betsy.
–A los Karenin. La Princesa ha hecho una definición de Alexey Alejandrovich muy característica –dijo la embajadora sonriendo.
Y se sentó a la mesa.
–Siento no haberles oído –repuso la dueña de la casa, mirando a la puerta–. ¡Vaya: al fin ha venido usted!– dijo dirigiéndose a Vronsky, que llegaba en aquel momento.
Vronsky no sólo conocía a todos los presentes, sino que incluso los veía a diario. Por eso entró con toda naturalidad, como cuando se penetra en un sitio donde hay personas de las cuales se ha despedido uno un momento antes.
–¿Qué de dónde vengo? –contestó a la pregunta de la embajadora–. ¡Qué hacer! No hay más remedio que confesar que llego de la ópera bufa. Cien veces he estado allí y siempre vuelvo con placer. Es una maravilla. Sé que es una vergüenza, pero en la ópera me duermo y en la ópera bufa estoy hasta el último momento muy a gusto… Hoy… Mencionó a la artista francesa a iba a contar algo referente a ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con cómico espanto.
–¡Por Dios, no nos cuente horrores!
–Bien; me callo, tanto más cuanto que todos los conocen.
–Y todos hubieran ido allí si fuese una cosa tan admitida como ir a la ópera –afirmó la princesa Miágkaya.
Capítulo 7
Se oyeron pasos cerca de la puerta principal. Betsy, reconociendo a la Karenina, miró a Vronsky. El dirigió la vista a la puerta y en su rostro se dibujó una expresión extraña, nueva. Miró fijamente, con alegría y timidez, a la que entraba. Luego se levantó con lentitud.
Ana entró en el salón muy erguida, como siempre, y, sin mirar a los lados, con el paso rápido, firme y ligero que la distinguía de las otras damas del gran mundo, recorrió la distancia que la separaba de la dueña de la casa.
Estrechó la mano a Betsy, sonrió y al sonreír volvió la cabeza hacia Vronsky, quien la saludó en voz muy baja y le ofreció una silla.
Ella contestó con una simple inclinación de cabeza, ruborizándose y arrugando el entrecejo. Luego, estrechando las manos que se le tendían y saludando con la cabeza a los conocidos, se dirigió a la dueña.
–Estuve en casa de la condesa Lidia. Me proponía venir más temprano, pero me quedé allí más tiempo del que quería. Estaba sir John. Es un hombre muy interesante…
–¡Ah, el misionero!
–Contaba cosas interesantísimas sobre la vida de los pieles rojas.
La conversación, interrumpida por la llegada de Ana, renacía otra vez como la llama al soplo del viento.
–¡Sir John! Sí, sir John. Le he visto. Habla muy bien. La Vlasieva está enamorada de él.
–¿Es cierto que la Vlasieva joven se casa con Topar?
–Sí. Dicen que es cosa decidida.
–Me parece extraño por parte de sus padres, pues según las gentes es un matrimonio por amor.
–¿Por amor? ¡Tiene usted ideas antediluvianas! ¿Quién se casa hoy por amor? –dijo la embajadora.
–¿Qué vamos a hacerle? Esta antigua costumbre, por estúpida que sea, sigue aún de moda –repuso Vronsky.
–Peor para los que la siguen… Los únicos matrimonios felices que yo conozco son los de conveniencia.
–Sí;