Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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ella, fingiendo no comprender sino las últimas palabras de su marido–. Unas veces te agrada que esté alegre, otras te molesta que lo esté… Hoy no estaba aburrida. ¿Acaso te ofende eso?

      Alexey Alejandrovich se estremeció y se apretó las manos intentando hacer crujir las articulaciones.

      –¡Por favor, no hagas eso con los dedos! Ya sabes que me desagrada.

      –Ana, ¿eres tú? –le preguntó Alexey Alejandrovich en voz baja; esforzándose suavemente en dominarse y contener el movimiento de sus manos.

      –Pero, en fin, ¿qué significa todo eso? –dijo ella con sorpresa a la vez cómica y sincera–. Habla, ¿qué quieres?

      Alexey Alejandrovich calló. Se pasó la mano por la frente y los ojos. En lugar de por el motivo por el que se proponía advertir a su mujer de su falta a los ojos del mundo, se sentía inquieto precisamente por lo que se refería a la conciencia de ella y le parecía como si se estrellara contra un muro erigido por él.

      –Lo que quiero decirte es esto –continuó, imperturbable y frío–, y ahora te ruego que me escuches. Como sabes, opino que los celos son un sentimiento ofensivo y humillante y jamás me permitiré dejarme llevar de ese sentimiento. Pero existen ciertas leyes, ciertas conveniencias, que no se pueden rebasar impunemente.

      Hoy, y a juzgar por la impresión que has producido –no fui yo solo en advertirlo, fue todo el mundo–, no te comportaste como debías.

      –No comprendo absolutamente nada –contestó Ana encogiéndose de hombros.

      «A él le tiene sin cuidado» , se decía. «Pero lo que le inquieta es que la gente lo haya notado.»

      Y añadió en voz alta:

      –Me parece que no estás bien, Alexey Alejandrovich.

      Y se levantó como para salir de la habitación, mas él se adelantó, proponiéndose, al parecer, detenerla.

      El rostro de Alexis Alejandrovich era severo y de una fealdad como Ana no recordaba haberle visto nunca.

      Ella se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a quitarse, con mano ligera, las horquillas.

      –Muy bien, ya dirás lo que quieres –dijo tranquilamente, en tono irónico–. Incluso te escucho con interés, porque deseo saber de qué se trata.

      Al hablar, ella misma se sorprendía del tono tranquilo y natural con que brotaban de sus labios las palabras.

      –No tengo derecho, y considero incluso inútil y perjudicial el entrar en pormenores sobre tus sentimientos –comenzó Alexey Alejandrovich–. A veces, removiendo en el fondo del alma sacamos a flote lo que pudiera muy bien haber continuado allí. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero ante ti, ante mí y ante Dios tengo la obligación de indicarte tus deberes. Nuestras vidas están unidas no por los hombres, sino por Dios. Y este vínculo sólo puede ser roto mediante un crimen y un crimen de esa índole lleva siempre aparejado el castigo.

      –¡No comprendo nada! ¡Y con el sueño que tengo hoy, Dios mío! –dijo ella, hablando muy deprisa, mientras buscaba con la mano las horquillas que aún quedaban entre sus cabellos.

      –Por Dios, Ana, no hables así –dijo él, con suavidad–. Tal vez me equivoque, pero créeme que lo que digo ahora lo digo tanto por mi bien como por el tuyo: soy tu marido y te quiero.

      Ana bajó la cabeza por un instante y el destello irónico de su mirada se extinguió.

      Pero las palabras «te quiero» volvieron a irritarla.

      –«¿Me ama?», pensó. «¿Acaso es capaz de amar? Si no hubiera oído decir que existe el amor, jamás habría empleado tal palabra, porque ni siquiera sabe qué es amor.»

      –Alexey Alejandrovich, la verdad es que no te comprendo –le dijo ella en voz alta–. ¿Quieres decirme claramente lo que encuentras de… ?

      –Perdón; déjame terminar. Te quiero, sí; pero no se trata de mí. Los personajes principales en este asunto son ahora nuestro hijo y tú misma… Quizá, lo repito, te parecerán inútiles mis palabras o inoportunas; quizá se deban a una equivocación mía. En ese caso, te ruego que me perdones. Pero si tú reconoces que tienen algún fundamento, te suplico que pienses en ello y me digas lo que te dicte el corazón…

      Sin darse cuenta, hablaba a su mujer en un sentido completamente distinto del que se había propuesto.

      –No tengo nada que decirte. Y además –dijo Ana, muy deprisa, reprimiendo a duras penas una sonrisa–, creo que es hora ya de irse a acostar.

      Alexey Alejandrovich suspiró y sin hablar más se dirigió hacia su dormitorio.

      Cuando Ana entró a su vez, su marido estaba ya acostado. Tenía muy apretados los labios y sus ojos no la miraban. Ella se acostó esperando a cada instante que él le diría todavía algo. Lo temía y lo deseaba a la vez. Pero su marido callaba. Ana permaneció inmóvil largo rato y después se olvidó de él. Ahora veía otro hombre ante sí y, al pensar en él, su corazón se henchía de emoción y de culpable alegría.

      De pronto sintió un suave ronquido nasal, rítmico y tranquilo. Al principio pareció como si el mismo Alexey Alejandrovich se asustase de su ronquido y se detuvo. Los dos contuvieron la respiración. Él respiró dos veces casi sin ruido, para dejar oír nuevamente el ronquido rítmico y reposado de antes.

      «Claro», pensó ella con una sonrisa. «Es muy tarde ya… »

      Permaneció largo rato inmóvil, con los ojos muy abiertos, cuyo resplandor le parecía ver en la oscuridad.

      Capítulo 10

      Una vida nueva empezó desde entonces para Alexey Alejandrovich y su mujer.

      No es que pasara nada extraordinario. Ana frecuentaba, como siempre, el gran mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose con Vronsky en todas partes.

      Alexey Alejandrovich reparaba en ello, pero no podía hacer nada. A todos sus intentos de provocar una explicación entre los dos, Ana oponía, como un muro impenetrable, una alegre extrañeza.

      Exteriormente todo seguía igual, pero las relaciones íntimas entre los esposos experimentaron un cambio radical. Alexey Alejandrovich, tan enérgico en los asuntos del Estado, se sentía impotente en este caso.

      Como un buey, que abate sumiso la cabeza, esperaba el golpe del hacha que adivinaba suspendida sobre él.

      Cada vez que pensaba en ello se decía que cabía probar, una vez más, que restaba la esperanza de salvar a Ana con bondad, persuasión y dulzura, haciéndole comprender la realidad, y cada día se preparaba para hablar con ella, pero al ir a empezar sentía que aquel espíritu de falsedad y de mal que poseía a Ana se apoderaba también de él, y entonces le hablaba no de lo que quería decirle ni de lo que debía hacerse, sino con su tono habitual, con el que parecía burlarse de su interlocutor. Y en este tono era imposible decirle lo que deseaba.

      Capítulo 11

      Aquello que constituía el deseo único de la vida de Vronsky desde un año a aquella parte, su ilusión dorada, su felicidad, su anhelo considerado imposible y peligroso –y por ello más atrayente–, aquel deseo, acababa de ser satisfecho.

      Vronsky, pálido,

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