Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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Dios! –decía con voz trémula.

      Pero cuanto más alzaba él la voz, más reclinaba ella la cabeza, antes tan orgullosa y alegre y ahora avergonzada, y resbalaba del diván donde estaba sentada, deslizándose hasta el suelo, a los pies de Vronsky, y habría caído en la alfombra si él no la hubiese sostenido.

      –¡Perdóname, perdóname! –decía Ana, sollozando, y oprimiendo la mano de él contra su pecho.

      Sentíase tan culpable y criminal que no le quedaba ya más que humillarse ante él y pedirle perdón y sollozar.

      Ya no tenía en la vida a nadie sino a él, y por eso era a él a quien se dirigía para que la perdonase. Al mirarle sentía su humillación de un modo físico y no encontraba fuerzas para decir nada más.

      Vronsky, contemplándola, experimentaba lo que puede experimentar un asesino al contemplar el cuerpo exánime de su víctima. Aquel cuerpo, al que había quitado la vida, era su amor, el amor de la primera época en que se conocieran.

      Había algo de terrible y repugnante en recordar el precio de vergüenza que habían pagado por aquellos momentos. La vergüenza de su desnudez moral oprimía a Ana y se contagiaba a Vronsky. Mas en todo caso, por mucho que sea el horror del asesino ante el cadáver de su víctima, lo que más urge es despedazarlo, ocultarlo y aprovecharse del beneficio que pueda reportar el crimen.

      De la misma manera que el asesino se lanza sobre su víctima, la arrastra, la destroza con ferocidad, se diría casi con pasión, así también Vronsky cubría de besos el rostro y los hombros de Ana. Ella apretaba la mano de él entre las suyas y no se movía. Aquellos besos eran el pago de la vergüenza. Y aquella mano, que siempre sería suya, era la mano de su cómplice…

      Ana levantó aquella mano y la besó. Él, arrodillándose, trató de mirarla a la cara, pero ella la ocultaba y permanecía silenciosa. Al fin, haciendo un esfuerzo, luchando consigo misma, se levantó y le apartó suavemente. Su rostro era tan bello como siempre y, por ello, inspiraba aún más compasión…

      –Todo ha terminado para mí –dijo ella–. Nada me queda sino tú. Recuérdalo.

      –No puedo dejar de recordar lo que es mi vida. Por un instante de esta felicidad…

      –¿De qué felicidad hablas? –repuso ella, con tal repugnancia y horror que hasta él sintió que se le comunicaba–. Ni una palabra más, por Dios, ni una palabra…

      Se levantó rápidamente y se apartó.

      –¡Ni una palabra más! –volvió a decir.

      Y con una expresión fría y desesperada, que hacía su semblante incomprensible para Vronsky, se despidió de él.

      Ana tenía la impresión de que en aquel momento no podía expresar con palabras sus sentimientos de vergüenza, de alegría y de horror ante la nueva vida que comenzaba. Y no quería, por lo tanto, hablar de ello, no quería rebajar aquel sentimiento empleando palabras vagas. Pero después, ya transcurridos dos o tres días, no sólo no halló palabras con que expresar lo complejo de sus sentimientos, sino que ni siquiera encontraba pensamientos con que poder reflexionar sobre lo que pasaba en su alma.

      Se decía:

      «No, ahora no puedo pensar en esto. Lo dejaré para más adelante, cuando me encuentre más tranquila».

      Pero aquel momento de tranquilidad que había de permitirle reflexionar no llegaba nunca.

      Cada vez que pensaba en lo que había hecho, en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, el horror se apoderaba de Ana y procuraba alejar aquellas ideas.

      «Después, después» , se repetía. «Cuando me encuentre más tranquila.»

      Pero en sueños, cuando ya no era dueña de sus ideas, su situación aparecía ante ella en toda su horrible desnudez. Soñaba casi todas las noches que los dos eran esposos suyos y que los dos le prodigaban sus caricias. Alexey Alejandrovich lloraba, besaba sus manos y decía:

      –¡Qué felices somos ahora!

      Alexey Vronsky estaba asimismo presente y era también marido suyo. Y ella se asombraba de que fuese un hecho lo que antes parecía imposible y comentaba, riendo, que aquello era muy fácil y que así todos se sentían contentos y felices.

      Pero este sueño la oprimía como una pesadilla y despertaba siempre horrorizada.

      Capítulo 12

      En los primeros días que siguieron a su regreso de Moscú, Levin se estremecía y se ruborizaba cada vez que recordaba la vergüenza de haber sido rechazado por Kitty, y se decía:

      «También me puse rojo y me estremecí y me consideré perdido cuando me suspendieron en Física, y también cuando eché a perder aquel asunto que mi hermana me confiara… ¿Y qué? Luego pasaron los años y al acordarme de aquellas cosas me asombra pensar que me disgustaran tanto. Con lo de ahora sucederá igual: pasarán los años y luego todo eso me producirá sólo indiferencia» .

      Pero al cabo de tres meses, lejos de ser indiferente a aquel dolor, le afligía tanto como el primer día.

      No podía calmarse, porque hacía mucho tiempo que se ilusionaba pensando en el casamiento y considerándose en condiciones para formar un hogar. ¡Y sin embargo aún no estaba casado y el matrimonio se le aparecía más lejano que nunca!

      Levin tenía la impresión, y con él todos los que le rodeaban, de que no era lógico que un hombre de su edad viviese solo. Recordaba que, poco antes de marchar a Moscú, había dicho a su vaquero Nicolás, hombre ingenuo con el que le gustaba charlar:

      –¿Sabes que quiero casarme, Nicolás?

      Y Nicolás le había contestado rápidamente, como sobre un asunto fuera de discusión:

      –Ya es hora, Constantino Dmitrievich.

      Pero el matrimonio estaba más lejos que nunca. El puesto que soñara ocupar junto a su futura esposa estaba ocupado y, cuando con la imaginación ponía en el lugar de Kitty a una de las jóvenes que conocía, comprendía la imposibilidad de reemplazarla en su corazón.

      Además, el recuerdo de la negativa y del papel que hiciera entonces le colmaban de vergüenza. Por mucho que se repitiese que la culpa no era suya, este recuerdo, unido a otros semejantes, que también le avergonzaban, le hacían enrojecer y estremecerse.

      Como todos los hombres, tenía en su pasado hechos que reconocía ser vergonzosos y de los cuales podía acusarle su conciencia. Pero los recuerdos de sus actos reprensibles le atormentaban mucho menos que estos recuerdos sin importancia, pero abochornantes. Estas heridas no se curan jamás.

      A la vez que en estos recuerdos, pensaba siempre en la negativa de Kitty y en la lamentable situación en que debieron de verle todos los presentes en aquella velada.

      No obstante, el tiempo y el trabajo hacían su obra y los recuerdos iban borrándose, eliminados por los acontecimientos, invisibles para él, pero muy importantes de la vida del pueblo.

      Así, a medida que pasaban los días se acordaba menos de Kitty. Esperaba con impaciencia la noticia de que ésta se hubiese casado o fuese a casarse en breve, confiando que, como la extracción de una muela, el mismo dolor de la noticia había de curarle.

      Entre tanto llegó la primavera. Una primavera hermosa, definitiva, sin anticipos ni

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