Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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Читать онлайн книгу Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon Tolstoi страница 55
Esteban Arkadievich contó muchas noticias interesantes y, sobre todo, una interesantísima para Levin: que su hermano Sergio Ivanovich se proponía pasar el verano con él, en el pueblo.
No dijo una palabra de Kitty ni de los Scherbazky, sólo se limitó a transmitirle recuerdos de su mujer.
Levin le agradeció mucho la delicadeza y se sintió feliz de su visita. Como siempre que vivía solo una temporada, había recogido en aquel tiempo gran cantidad de sentimientos e ideas que no podía compartir con los que le rodeaban, y ahora hablaba a su amigo de la alegría que le causaba la primavera, de sus planes futuros con respecto a la propiedad, de sus fracasos, de sus pensamientos; hacía comentarios sobre los libros que había leído y le habló, sobre todo, de la idea de su obra, la base de la cual consistía, aunque él no lo advirtiese, en una crítica de todas las obras antiguas que se habían escrito sobre el mismo tema. Esteban Arkadievich, que era siempre amable y que todo lo comprendía con una palabra, estaba aquel día más amable que nunca, y Levin notó, además, en su amigo una especie de respeto y ternura hacia él que le encantaban.
Las preocupaciones de Agafia Mijailovna y el cocinero respecto a la comida tuvieron por resultado que los dos amigos, que tenían gran apetito, acometieran los entremeses, comiendo mucho pan con mantequilla, caza ahumada y setas saladas. Para colmo, Levin ordenó servir la sopa sin las empanadillas con las que el cocinero quería deslumbrar al invitado.
Aunque acostumbrado a otras comidas, Esteban Arkadievich lo encontraba todo excelente: el vodka de hierbas, el pan con manteca, la caza ahumada, el vino blanco de Crimea. Sí, todo era espléndido y exquisito.
–¡Admirable admirable! –dijo, encendiendo un grueso cigarro después del asado–. Se dijera que después de viajar en un vapor, entre ruidos y tambaleos, he arribado a una costa tranquila… ¿De modo que, según tú, el factor obrero debe ser estudiado a inspirar el modo de organizar la economía agraria? Aunque profano en estas materias, me parece que esa teoría y su aplicación van a influir sobre el obrero también.
–Sí; pero no olvides que no hablo de economía política, sino de la ciencia de la explotación de la tierra.
Esta última debe, como todas las ciencias naturales, estudiar los fenómenos, así como al obrero en los aspectos económico, etnográfico…
Agafia Mijailovna entró con la confitura.
–Agafia Mijailovna –dijo el invitado, haciendo ademán de chuparse los dedos–, ¡qué caza y qué licores tan bien preparados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Es hora ya?
Levin miró por la ventana el sol que se ponía entre las desnudas copas de los árboles del bosque.
–Sí lo es. Kusmá, prepara el charabán –dijo Levin.
Y descendieron.
Ya abajo, Esteban Arkadievich quitó él mismo la funda de una caja de laca y, una vez abierta, comenzó a armar su escopeta, un arma cara, último modelo.
Kusmá, presintiendo una buena propina para vodka, no se separaba de Esteban Arkadievich. Le ponía las medias y las botas y él le dejaba hacer de buen grado.
–Kostia, si llega el comerciante Riabinin, a quien he mandado llamar, ordena que le reciban y que espere.
–¿Vendes el bosque a Riabinin?
–Sí. ¿Le conoces?
–Le conozco. Tuve con él asuntos que terminaron «positivamente y definitivamente».
Esteban Arkadievich rió. Aquellas últimas palabras eran las preferidas del comerciante.
–Sí; habla de un modo muy divertido. ¡Veo que has comprendido a dónde va tu amo! –añadió, acariciando a «Laska», que ladraba suavemente dando vueltas en torno a Levin y lamiéndole, ya las manos, ya las botas, ya la escopeta.
Cuando salieron, el charabán estaba al pie de la escalera.
–He mandado preparar el charabán, pero no está lejos… ¿Quieres que vayamos a pie?
–No, será mejor que vayamos montados –dijo Esteban Arkadievich, acercándose al coche.
Sentóse, se envolvió las piernas en una manta de viaje que imitaba una piel de tigre y encendió un cigarro, –No puedo comprender cómo no fumas. Un cigarro no es sólo un placer, sino el mejor de los placeres. ¡Esto es vida! ¡Qué bien va aquí todo! ¡Así me gustaría vivir!
–¿Quién te prohíbe hacerlo? –dijo, sonriendo, Levin.
–¡Eres un hombre feliz! Tienes cuanto quieres: si quieres caballos, los tienes; si quieres perros, los tienes; si quieres caza, la tienes; si quieres fincas, las tienes.
–Acaso soy feliz porque me contento con lo que tengo y no me aflijo por lo que me falta –dijo Levin pensando en Kitty.
Esteban Arkadievich le comprendió. Miró a su amigo y no dijo nada.
Levin agradecía a Oblonsky que no le hubiese hablado de los Scherbazky, comprendiendo que no deseaba que lo hiciese. Pero al presente Levin sentía ya impaciencia por saber lo que tanto le atormentaba, aunque no se atrevía a hablar de ello.
–¿Y qué, cómo van tus asuntos? –preguntó Levin, comprendiendo que estaba mal por su parte hablar sólo de sí.
Los ojos de su amigo brillaron de alegría.
–Ya sé que tú no admites que se busquen panecillos cuando se tiene ya una ración de pan corriente y que lo consideras un delito; pero yo no comprendo la vida sin amor –respondió, interpretando a su modo la pregunta de Levin–. ¡Qué le vamos a hacer! Soy así. Esto perjudica poco a los demás y en cambio a mí me proporciona tanto placer…
–¿Hay algo nuevo sobre eso? –preguntó Levin.
–Hay, hay… ¿Conoces ese tipo de mujer de los cuadros de Osián? Esos tipos que se ven en sueños… Pues mujeres así existen en la vida. Y son terribles. La mujer, amigo mío, es un ser que por más que lo estudies te resulta siempre nuevo.
–Entonces vale más no estudiarlo.
–¡No! Un matemático ha dicho que el placer no está en descubrir la verdad, sino en el esfuerzo de buscarla.
Levin escuchaba en silencio, y a pesar de todos sus esfuerzos, no podía comprender el espíritu de su amigo. Le era imposible entender sus sentimientos y el placer que experimentaba estudiando a aquella especie de mujeres.
Capítulo 15
El lugar indicado para la caza estaba algo más arriba del arroyo, no lejos de allí, en el bosquecillo de pequeños olmos.
Al llegar, dejaron el coche y Levin condujo a Oblonsky a la extremidad de un claro pantanoso, cubierto de musgo, donde ya no había nieve. Él se instaló en otro extremo del claro, junto a un álamo blanco igual al de Oblonsky; apoyó la escopeta en una rama seca baja, se quitó el caftán, se ajustó el cinturón y comprobó que podía mover los brazos libremente.
La vieja «Laska», que seguía todos sus pasos, se sentó frente