de Silao cuando un convoy militar se detuvo para aprovisionarse de agua y permitir que los soldados estiraran las piernas. Entre los hombres que descendieron del vagón, cubiertos de polvo y hastío, el abuelo reconoció el rostro inconfundible de su hijo mayor, Alfonso Hinojosa, quien ladraba órdenes a los soldados. El viejo corrió, como nunca lo había visto, hasta llegar con su hijo y lo agarró de la oreja como si tuviera mi edad. “Pérese, apá, ¿no ve que aquí yo soy el capitán Hinojosa?”, preguntó el tío ante la mirada divertida de sus hombres. “Usté será capitán, jijo del máis, pero yo sigo siendo su padre, desgraciado” y en ese momento lo llevó a darse de baja. Ante el sorprendido oficial, el abuelo dijo entre lágrimas: “Cuando la Patria necesitó de mis hijos me desprendí de ellos; ahora que terminó la guerra es tiempo de que al menos me devuelvan a uno”. Y el tío Alfonso se quedó en la estación de Silao, de donde había salido años antes, viendo alejarse el tren con sus hombres mientras la mirada se le nublaba por el llanto. Quisimos encargar familia desde el principio, pero tardamos varios años en que la Güera se embarazara. La gente veía con recelo a esta gringa que había escapado de su casa para venirse a casar con el doctorcito Hinojosa, que era como me conocían en el pueblo. No podían entender que la tratara como a mi igual, que juntos nos ocupáramos de las labores del consultorio y la casa y que no le gritara ni la golpeara como hacía la mayoría de los hombres con sus mujeres. Es que no comprendían que al verme reflejado en sus pupilas era como verme en un espejo. ¿Quién es capaz de golpearse a sí mismo si no es un demente? Después de curar a Sam Dreben nos mudamos a la casa de los Hinojosa, en la plaza de Silao. Ahí puse mi consulta. Una noche, después de ayudar a una vaca de doña Adelaida Fernández a parir un becerrito, volví a casa exhausto. Tras recibirme, la Güera cerró la puerta y me miró con cara de niña traviesa. Sonriendo me dijo que hacía dos meses que no tenía su menstruación. Lo hablábamos abiertamente, después de todo éramos gente de ciencia y conocimiento. Ningún pudor moralista empañaba la claridad de nuestras pláticas. “¿Dos meses?”, pregunté. Ella asintió sonriendo y yo me quebré en un llanto conmovido. Un llanto comparable sólo con lo que lloré cuando siete meses después una hemorragia durante el parto de Ary me arrancó a mi mujer, mientas ella apenas alcanzaba a murmurar que pasara lo que pasara, no dejara de llevar a Ary a conocer a sus abuelos a Vermont, allá al norte del norte, a miles de kilómetros de Silao, de la frontera mexicana y del país bárbaro que, asfixiado en sus guerras internas, impidió que Lydia Ann Smith llegara a tiempo a un hospital para recibir a Ary, un bultito de carne palpitante que lloraba en mis brazos, ensangrentado, como si a los pocos minutos de nacer supiera que su madre había muerto. Las cosas no mejoraron cuando terminó la Revolución. La salud del abuelo empeoró al tiempo que la familia se desmembraba. La abuela había muerto unos meses antes. Cuando él cerró sus ojos, mis tíos habían huido con sus familias. Para ese momento no quedaba nada que nos uniera a Silao. Papá enterró prácticamente solo al abuelo. Sólo él y yo lloramos su muerte. Un día me desperté de un sueño convulso. Ary dormía a mi lado, aún no cumplía los once años y le dije: “Vámonos”. “¿Adónde, Papá?”, le pregunté. No teníamos nada ni a nadie. Vámonos al norte. A Vermont. ¿A qué? Tengo una promesa que cumplir allá. Y tú, otros abuelos que conocer. Desde entonces huimos. De la guerra. De la muerte. Del olvido. Desde entonces recorremos los caminos, vendiendo tónicos milagrosos. Desde entonces recorremos las ciudades más prósperas, buscando incautos que quieran comprar el Bálsamo Celestial del Doctor Hinojosa-Smith. Bálsamo que siempre cura a un niño tullido que se llama Ary. Bálsamo que sin embargo no cura las heridas de la guerra. Ni el olvido de una madre a la que nunca conocí.
De animales y hombres:
páginas inéditas del diario de Carl Hagenbeck
Bridgeport, Connecticut, 1891
Muy poco o nada se puede agregar al mito de P. T. Barnum. Sólo podemos decir que como pocas personas, el empresario norteamericano era un personaje de una singularidad a la altura de su mito. Un showman nato, un sujeto esperpéntico, excesivo, con una sensibilidad por lo grotesco y lo monstruoso como sólo podía darse en un yanqui. Añádase a ello las aptitudes de un fiero comerciante y quizás entonces se pueda ir teniendo una idea de las dimensiones de este coloso del espectáculo.
Conocimos a Barnum en el ámbito de los negocios. Él necesitaba un proveedor de animales para su circo. Nosotros éramos los mejores del ramo. Una alianza natural que nos unió durante años.
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