Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández
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—Ary —contestó el niño con un quejido.
—¿Cuántos años tienes, jovencito?
—Diez —era un escuincle harapiento, de pinta lamentable. Llevaba las piernas envueltas en vendajes desgastados. Apenas se sostenía con un palo que utilizaba como bastón.
—¿Qué es lo que te aqueja?
—Nací con una pierna más delgada que la otra.
—¡Ah! Un típico caso de poliomielitis, damas y caballeros. Dime, pequeño, ¿tienes dificultades para caminar?
—No se burle de mí, patrón.
Algunas risas se ahogaron entre la multitud, que observaba el diálogo con atención.
—Un caso conmovedor, amigos míos. Imposibilitado para realizar las actividades más elementales, este pequeño ha arrastrado literalmente su tara por la vida. No se rían —el hombre dejó escapar una lágrima sobre su mejilla—; me has tocado el alma, amiguito. Porque sépanlo todos, también un agente viajero tiene su corazón. No importan las penurias sufridas en los caminos polvosos, ni las hambres pasadas yendo de comarca en comarca, cuando se lleva esta medicina prodigiosa. Acércate, muchacho, vas a ayudarme a demostrar a toda esta gente las sorprendentes cualidades curativas del Bálsamo Celestial del Doctor Hinojosa-Smith.
El chico vaciló, temeroso.
—Vamos, no tengas miedo, acércate y bebe esta savia milagrosa —dijo el hombre al tiempo que descorchaba uno de los frascos que ofertaba. El niño lo tomó, desconfiado, para olisquearlo.
—¡Esto huele a purga!
—Bébelo.
—¡No quiero!
—Es por tu bien.
Ya se había formado una pequeña multitud alrededor de la pareja.
—Que se lo tome —dijo una anciana desdentada.
—¡Bébetelo! —añadió un estibador que tenía día libre.
En pocos minutos, la gente coreaba “¡que lo tome, que lo tome!…”
Receloso, el niño tomó el frasco. Volteó alrededor buscando una mirada solidaria. Como no la encontrara, se llevó el frasco a la boca y lo vació ante la multitud expectante.
No había terminado de beber cuando se desplomó entre convulsiones.
—¡Lo mató!
—¡Asesino!
—¡Llamen a un gendarme!
—Esperen, esperen, los efectos pueden tardar unos minutos —dijo el hombre, visiblemente nervioso. En medio de la tensión, nadie vio cómo daba un ligero puntapié al niño.
Como impulsado por un resorte, el chico se incorporó de un salto.
—¡Aaaarrrg! —aulló al tiempo que daba una doble voltereta hacia atrás.
—Milagro, milagro… —murmuró la anciana desdentada.
La gente, enmudecida, vio al niño saltar varias veces antes de lanzarse hacia el hombre para besar su mejilla.
—¡Me curó, me curó! —gritaba entre lágrimas de alegría, antes de salir corriendo hacia el malecón, envuelto en un alarido jubiloso.
Todos se quedaron observando la pequeña figura hasta que desapareció entre los muelles.
—Deme dos frascos —rompió el silencio el estibador.
—Yo quiero tres —dijo la anciana.
Pronto la gente se arrebataba el tónico.
—Con calma, señores, hay para todos, hay para todos… En menos de veinte minutos, las existencias del Bálsamo Celestial del Doctor Hinojosa-Smith se agotaron. La gente lo bebía ansiosa, esperando encontrar la cura a sus achaques en el fondo del frasco.
—Gracias, muchas gracias, damas y caballeros, ha sido un placer haber traído este producto a tan bello puerto. Con permiso, con permiso…
Antes de que un profesor de escuela identificara el líquido como jarabe de maíz con esencia de vainilla, bastante empalagoso por cierto, el vendedor se había esfumado.
Pasados varios minutos, la anciana desdentada seguía sin dejar de sufrir su reuma. Y el estibador, la persistente comezón de las hemorroides.
Para cuando el primer estafado cayó en