Peñas arriba. Jose Maria de Pereda

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Peñas arriba - Jose Maria de Pereda

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      Dábame los nombres de pueblos y montañas cuando yo se los pedía, sin cambiar el ritmo airoso de su andadura ni volver por completo la cara hacia mí. Verdad que tampoco le miraba yo derechamente cuando le preguntaba alguna cosa, porque más que en él, llevaba puesta la atención en los detalles del paisaje y en el arrastrado vientecillo que me iba poniendo las orejas encarnadas.

      Quejándome de ello una vez y mostrando recelos de que lloviera al cabo.

      —No hay que temelu—me dijo levantando, tan alto como pudo, el índice de su mano derecha, después de haberle metido en la boca—. El aire es cierzu, y la niebla espienza a jalar parriba en los picachus.

      Cuando intimamos algo más, supe que se llamaba «Chisco», que servía en casa de mi tío muchos años hacía, y que no era natural de aquel pueblo, sino de otro más abajo. Me admiraba, y así se lo dije, verle caminar suelta y desembarazadamente con un calzado tan pesado y tan recio, que sonaba en las lastras del camino como si las golpearan con un mazo.

      —Por acá no se gasta otru en lo más del añu—me respondió saltando con la agilidad de un bailarín por encima de un jaral que le cortaba la línea recta que iba siguiendo—. ¡Y probes de nos con otra cosa más blanda en los pies pa trotear por estos suelus!

      Desconcertado y pedregoso era a más no poder el que íbamos dejando atrás, y no le prometía más placentero la muestra del que teníamos delante. Por fortuna, el repliegue en que el sendero se arrastraba era relativamente descubierto y franco, en particular a nuestra izquierda.

      —¿Será por este orden—pregunté a Chisco—, todo lo que nos falta por andar?

      —¡Jorria!—contestó el espolique haciendo casi una zapateta—. ¡Qué yanu se lo pide el cuerpu! ¡Si estu es una pura sala!

      ¡Buen consuelo para mí, que llevaba ya los riñones quebrantados de cabalgar por tantos y tan repetidos altibajos, y comenzaba a sentir en mi espíritu madrileño el peso abrumador de los montes y la nostalgia de la Puerta del Sol y de las calles adoquinadas!

      Andando, andando, siempre arrimado a las estribaciones de la derecha, fueron enrareciéndose los estribos de la izquierda, y dejándose ver, por los frecuentes y anchos boquerones, llanuras de suelo verde salpicadas de pueblecillos entre espesas arboledas, unos al socaire de los montes lejanos, y otros arrimaditos a las orillas de un río de sosegado curso que serpeaba por el valle.

      —¿Es éste el Ebro?—pregunté a Chisco sin considerar que dejábamos sus fuentes muy atrás y sus aguas corriendo en dirección opuesta a la que llevábamos nosotros.

      —¿El Ebru?—repitió el espolique admirado de mi pregunta—. Echeli un galgu ya, por el andar que yevaba cuando le alcontremus nacienti. Esti es el «Iger» (Híjar), que sal de aqueyus montis de acuyá enfrenti. Pero bien arrepará la cosa, no iba usté muy apartau de lo justu, porque si no es el Ebru ahora propiamenti, no tarda muchu ratu en alcanzali pa dirse juntus los dos en una mesma pieza por esus mundos ayá; y tan Ebru resulta ya el unu como el otru.

      —Y este valle, ¿cómo se llama?

      —Esta parte de él que vamus pisandu, pa el cuasi, Campóo de Arriba.

      De buena gana hubiera revuelto mi cabalgadura hacia sus risueñas praderías, cruzadas de senderos blandos y tentadores; pero me arrastraba a la derecha el pícaro deber encarnado en aquel condenado espolique, siempre cosido a las faldas de los montes, como si de ellos tomara el vigor y la fortaleza que parecían crecer en él según iba caminando.

      También llegó a interrumpirse la desesperante continuidad de la barrera de aquel lado, y entonces columbré sobre un cerro, encajonado en el fondo de un amplio seno de montes, un castillo roquero que, aunque ruinoso y cargado de yedra, conservaba las principales líneas de su sencilla y elegante arquitectura.

      —¿Qué castillo es aquél?—pregunté al espolique.

      —El de Argüesu—respondióme; y dicen si es obra de morus.

      Para aquellos rudos montañeses, como pude observar más adelante, toda construcción de parecida traza es debida a los moros... o a «la francesada».

      En éstas y otras, volvieron a unirse y apretarse los altos muros de la barrera; fue estrechándose el valle del otro lado, y cuando quedó convertido en un saco angosto, dimos en una aldehuela que llenaba todo el fondo de él.

      —Aquí se acabó lo yanu y andaderu—me dijo Chisco entonces; y como tampoco hemos de jayar en más de tres horas otru lugar ni alma vivienti que nos estorbe el caminu, si algo le pidi el cuerpo pa levantar las fuerzas, no desaprovechi esta güena proporción de jacelu.

      Nada necesitaba yo ni apetecía; pero estaba Chisco en muy distinto caso. Autoricéle para que se despachara a su gusto, y se satisfizo con medio pan de centeno y un cuarterón de queso ovejuno. Y fortuna fue para él que no se extendieran a más sus apetitos, porque hubiera jurado yo que no había otra cosa de mayor regalo en aquella desmantelada venta. Autoricéle también para que descansara un rato mientras despachaba la frugal pitanza, y para que ayudara la digestión con algunos tragos de vino; pero a todo se negó: a lo del reposo, porque con las paradas así se «enfriaban los gonces y se perdía el buen caminar, y los buenos caminantes debían de descansar andando»; a lo de la bebida, porque la más sana y mejor para él era el agua corriente y fresca de los regatos que hallaríamos «a patás» en los puertos. Con esto colgó de una muñeca el palo pinto, ató al correspondiente brazo las riendas de la cabalgadura, aprisionó el paraguas en el sobaco; y con el pan y el queso en una mano y en la otra una navaja abierta, me dio a entender, con un ademán y una mirada, que estaba apercibido y a mis órdenes.

      Nos hallábamos entonces al pie de una altísima sierra que se desenvolvía, a diestro y a siniestro, en interminable anfiteatro.

      —¿Por dónde tomamos ahora—pregunté a Chisco—, y adónde iremos a salir?

      —¿Vey usté—respondióme levantando y extendiendo el brazo y apuntando con la navaja abierta mientras mascaba los primeros bocados de pan y queso—; vey usté, enfrenti de nos, ayá-rriba, ayá-rriba de tou, una coyá (collada) entre dos cuetus... vamos, al acabar de esta primera sierra?

      —Sí la veo—contesté.

      —Pos güenu: ¿vey usté tamién, por entre los dos cuetus de la coyá, otra lomba (loma) más alta, que cierra tou el boqueti?

      —La veo.

      —Pos por ayí hemos de pasar.

      —¿Por entre los dos cuetos?

      —Por encima de la lomba que va del unu al otru.

      —¿Por encima de aquella última?

      —Por encima de la mesma.

      —¡Pero, hombre—dije estremeciéndome—, si sobre aquella loma no se ve más que el cielo!

      —Pos crea usté—me replicó el espolique con gran prosopopeya—, que, así y con tou, hay mucha tierra que pisar al otru lau.

      No quise estimar con la imaginación las dificultades que podían aguardarme en aquella empresa que acometía por mi propia y libérrima voluntad; y sin decir otra palabra, me puse en seguimiento del espolique.

      El

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