Peñas arriba. Jose Maria de Pereda
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Peñas arriba - Jose Maria de Pereda страница 7
Contemplando desde la sierra lo que se veía del panorama del Puerto, habíame comparado yo, por la fuerza del contraste, con un mísero gusanejo; pero al hallarme en el observatorio de más adentro, ¡qué cambio tan radical y tan súbito de ideas, y cuán extrañas las impresiones recibidas!... Creo que fue de espanto, de frío y de «arrepentimiento» la primera, y estoy seguro de que fue de melancolía la segunda, como lo estoy también de que la siguiente me infundió la sensación de lo que tenía a la vista, de tal modo y con tal intensidad y fuerza, que hubiera jurado yo que circulaban por mis venas líquidos pedernales, y era mi cuerpo una estatua de granito coronada con manojos de «loberas» y acebuches.
Dejándome llevar del único pensamiento racional que sobrevivía en mi cabeza, pregunté a Chisco:
—Dime, hombre, ¿se parece a esto nuestro valle?
—¡Quiá!—me respondió el espolique con el mayor desdén.
—Es más ancho, ¿eh?... y más...
—¡Quiá! Ni la metá siquiera.
—¡Demonios!—repliqué—. Pero serán más bajos los montes...
—Tampoco da en el jitu ahora—me contestó el arrastrado con una flema desesperante—, porque son hasta más altus; sólo que están más «tupíus»... más arrimaus unus a otrus.
—Pues entonces—exclamé hasta con ira—, ¿en qué está la ventaja de tu valle sobre este puerto, alma de cántaro?
—Pos la ventaja del nuestru vayi está—contestóme Chisco dulce y sonriente—, en que es de suyu más terreñu y más... vamus, más... Por últimu, ya verá lo que es el nuestru vayi; y si no le paez puntu menos que la gloria, no sé yo lo que sea cosa buena.
Convencido de que cuanto más ahondara en el informante, más negros habían de salirme los informes que buscaba, y deseando perder de vista cuanto antes aquel cuadro de desolación, dije al espolique:
—Y ahora ¿por dónde tomamos?
—Tou por derechu—me respondió.
—Pues hala, y a buen andar, si puedes.
—¡Jorria!—exclamó Chisco comenzando a descender la otra ladera con igual frescura que si no se hubiera movido hasta entonces. Seguíle yo sin titubear; y al verme luego en las honduras de aquel inmenso barranco, me pareció que se quebraba el último vínculo que me ligaba al mundo que yo conocía.
Estábamos indudablemente, si no en el corazón, en una de las vísceras más considerables de la cordillera. ¡Y en otra víscera por el estilo se escondería mi nuevo hogar!... ¡Santo Dios, en qué empresa me había arrojado un momento de sensiblería humanitaria! Por ver de todo, se podía ver hasta aquella espantosa desolación; ¡pero habitar allí!...
Este modo de discurrir a que me entregué cediendo a la fuerza de mis inveterados resabios de mal disfrazado egoísmo, resucitados en presencia de aquél, para mí, tan nuevo como aflictivo espectáculo, llegó a causarme cierto rubor. Acudí con todo el poder de mi memoria y de mi discurso al recuerdo de lo pactado con mi tío y a lo resuelto desde Madrid; requerí de nuevo el alto cuello de mi abrigo, porque la tarde avanzaba y el cierzo iba haciéndose por momentos más frío y más gemebundo, y arrimé dos espolazos a la bestia, precisamente en el instante en que ella daba una huida hacia la derecha, enderezando las orejitas y mirando recelosa hacia la izquierda: lo mismo exactamente que hacía el caballejo de Chisco; el cual espolique, notándolo y mirando en la misma dirección que los caballos, me decía con cierto matiz de alarma en el acento:
—¡Pique, pique, y tierra atrás!
Y me daba el ejemplo tomando un medio trotecillo delante de su rocín, que no necesitaba ruegos ni amenazas ni castigos para seguirle. Tampoco el mío echaba en falta esas cosas para seguirlos a los dos. Chocándome todo esto, pregunté al espolique la razón de ello.
—Poca cosa—me respondió—, y ná de malu, sino que la tarde va de caída, y nos quedan entoavía güenas tiras que medir con los pies.
No me satisfizo la respuesta, pero no insistí con nuevas preguntas.
Más de una hora tardamos en atravesar el Puerto, que mide, por aquella línea, cerca de dos leguas. Al fin de esta jornada fastidiosa, nueva sorpresa para mí, nuevo espectáculo, nuevas ideas y nuevas impresiones. Un despeñadero al frente, otro a la derecha, otro a la izquierda... ¿Por cuál de ellos tomaría Chisco...? Por el peor, por el primero, por el único que, aunque mala, tenía salida visible. Esta salida era la resultante de algo así como desmoronamiento de una colosal muralla construida por titanes para escalar nuevamente el cielo. Por uno de los intersticios de aquella escombrera de montes dislocados, musgosos unos y a medio revestir de avellanales, árgomas y acebuches otros, alguno de ellos bien poblado de hayas robustas o de esbeltos «mostajos» (el árbol de sabroso y encarnado fruto), con grandes manchas rojizas en la falda, impresas por los secos helechales, y todos con parte de sus esqueletos de roca asomando por los desgarrones de sus vestiduras, iba el camino que conducía al término de mi empecatada expedición. Mas para llegar a él teníamos que bajar una pendiente que daba vértigo. Por allí se deslizaba la vereda, de lastras resbaladizas lo más de ella, en ziszás, entre jarales y arbustos algunas veces; muchas al descubierto sobre la barranca, en cuyo fondo, entenebrecido por las malezas de ambas orillas, refunfuñaban las aguas de los regatos vagabundos encauzadas allí para ir a engrosar por caprichosos derroteros el caudal del río que se despeñaba a nuestra izquierda y al otro lado del Puerto.
A todo esto, la noche se aproximaba; el tinte amarillento del follaje que se moría, destacando sobre el plomizo obscuro de los montes, daba a los términos más cercanos una lividez cadavérica; y del fondo de los precipicios donde se pudría la vegetación que ya había muerto, subía un olor acre, un vaho de tanino que me crispaba los nervios.
En presencia de aquel nuevo espectáculo y con la llanura del Puerto a la espalda, ya no era yo la estatua de granito con sangre de líquidos pedernales: la contemplación de aquel laberinto de sierras bravías, de cuetos escarpados y de picachos inaccesibles; de ásperos y sombríos repliegues, de pavorosas quebradas y de abruptos peñascales, transportó súbitamente mis imaginaciones a los entusiasmos «arqueológicos» de mi padre: allí me sentí contaminado de ellos; allí concebí al cántabro de sus himnos en toda su bárbara grandeza, hasta vestido de pieles y bebiendo sangre de caballo; y aun llegué a verle: le vi, sí, resucitado en carne y hueso, en la carne y en los huesos de mi propio espolique. Aquel cuerpo fornido e incansable; aquellas guedejas estoposas, aquel palo pinto, que en su diestra remedaba un venablo; aquel paraguas azul que, bajo su brazo izquierdo, podía tomarse por un haz de flechas envenenadas; aquella mandíbula saliente; aquel mirar poderoso e imperturbable; aquella faz montuna