El poder de la derrota. Miguel Ángel Martínez López
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Por lo demás, echo de menos nuestras tertulias en el Colegio Español. Si puedo, en Navidad, me escapo y te hago una visita.
Un abrazo,
Arturo.
El trabajo
El trabajo me ofrece su rutina. Ocupo mi puesto. Se acercan mis compañeros indecisos a cumplir la cortesía incómoda del pésame. Les agradezco el gesto en lo que tiene de humano. “Te acompaño en el sentimiento”, “Lo siento”. Sin embargo, es todo tan ridículo; ni pueden, ni quieren acompañar mi dolor hasta el infierno en que me encuentro. ¿Lo sienten? ¡Faltaría más! Pero ¿qué sienten? ¿Cuánto lo sienten?
Trato de espantar estos negros pensamientos hacia aquellos que, más o menos torpemente, vienen a manifestarme su cariño.
Los papeles se escurren en mis manos, los asuntos patinan en mi mente, las palabras sólo mojan mi epidermis, pero en nada me afectan. Por dentro estoy seco, como un tronco quemado. Leo los informes, me hablan compañeros, pero yo estoy ausente, pienso en nada. Al sufrimiento de la memoria se suma el de la impotencia de volver al mundo. Me siento tan incómodo, estoy y no estoy. Me rodea un ruido de fondo molesto e insidioso. Mi corazón da vueltas en torno siempre a lo mismo: “ya no está”, como un disco rayado apenas sin volumen que sólo escucho yo en medio del jaleo de una música extraña que son los otros, y que no consiguen sino deformar el coro atormentado que machaca mi oído, haciéndolo más grotesco, agudo, doloroso: “ya no está”, “ya no está”, “ya no está”…
El tiempo pasa despacio, muy despacio. Se hace insoportable. ¿Cuánto ha de durar esta tortura? Intento concentrarme en el trabajo, pero nada consigo.
Mi capacidad de disimulo ha fracasado. El jefe se aproxima.
—Antonio, ¿por qué no te coges unos días y haces un viaje? Un conocido mío sufrió algo parecido, se marchó con unos parientes, a un lugar donde nada le hiciera recordar y consiguió dejar pasar el tiempo hasta que...
—Hasta que le fue soportable la memoria —concluí yo en absoluto silencio.
—No te preocupes de todo esto. Tú descansa y trata de reponerte y rehacer tu vida —me preguntó con los ojos si aceptaba y yo le respondí con la cabeza.
—Me convendrá adelantar las vacaciones.
Con una pereza informe que atenazaba todos mis movimientos, entre apretones de mano, sonrisas tristísimas y manos que se posaban en mi hombro, abandoné el calvario que habitaba en mi oficina.
Una vez en la calle comprobé que todo el dolor del mundo se había quedado conmigo.
Navidad
La Navidad se acercó tan imprevista como siempre. El trimestre había absorbido todas sus energías. El instituto —“El Salomónico”, le llamaban de broma los profesores, porque el Ministerio decidió ponerlo allí por la pugna de los dos pueblos equidistantes que se lo disputaban— ocupaba todas sus preocupaciones. Una primera decepción por la actitud de sus alumnos que no mostraban interés alguno por aprender las matemáticas dio paso a un optimismo utópico. Pensaba que si modificaba los métodos, preparaba de otra forma las clases, buscaba nuevos alicientes, problemas ligados a la vida rural, ejemplos cercanos, actividades novedosas..., si se esforzaba en abrirles los ojos ellos responderían de otra manera.
El adelanto del atardecer, el avance del frío y las intensas lluvias de ese otoño habían aumentado su aislamiento. Comía en el triste comedor del instituto y la vuelta a casa no era más que para volver a enfrascarse en preparar clases, problemas y ejercicios. Los pocos ratos libres los dedicaba al embellecimiento de la casa, unas cortinas para el cuarto de estar fueron dando vida al inanimado bodegón de muebles y unos cuadros de paisajes soleados abrieron los ojos de los ciegos muros blanquecinos.
Pocas veces volvió a mantener una conversación larga con la tía Carmela, a pesar de que su vecina le asaltó unas cuantas tardes al volver a casa. La tía Carmela abría la parte de arriba de su puerta de dos cuerpos para interesarse por ella atrapándola mientras buscaba la llave. Sin embargo, el exceso de trabajo y la prisa eran excusas habituales para zafarse de la incipiente conversación. Sólo un par de veces accedió a continuar la charla y terminó desahogando su frustración por los pobres resultados de los chicos y la necesidad de un mayor esfuerzo de su parte.
—Hoy los chicos no están para aprender porque no tienen educación, no se puede meter nada en una botella con el corcho puesto —sentenció la tía Carmela para concluir una de esas pocas conversaciones.
La Navidad llegó y el autobús volvió. La ciudad y sus luminarias sustituyeron los estrellados cielos nocturnos. Los amigos, la mayoría dispersos en destinos similares, compartieron sus aventuras y ella se sintió feliz de encontrarse con sus compañeros, compartiendo la aventura de la primera sustitución, del primer destino, de la primera misión educativa, de los primeros éxitos y los primeros fracasos. Intercambiaron anécdotas, chascarrillos, risas y bromas. El primer día de encuentro fue feliz, pero el resto...
La decepción inundó su vida como una corriente fría que llega por tu espalda, sin saber muy bien. Se dio cuenta de que las conversaciones con sus amigos volvían siempre al principio, como si no hubiera más experiencia en sus vidas que lo compartido en la facultad, como si todos se negaran a compartir nada de lo nuevo, nada de sus vidas. Ella intentaba compartir su preocupación por sus alumnos, sus esfuerzos por su aprendizaje, sus desvelos por encontrar el camino, el método, la fisura en el muro de su desgana por aprender. Las conversaciones caían una y otra vez en el pozo de las anécdotas universitarias, como una especie de maldición insalvable.
—Lo tuyo es vocacional —le dijo uno de sus amigos cuando ella se rebeló ante tal destino. ¿Vocacional? Nunca había pensado sobre eso. Estudió matemáticas porque se le daba bien. Preparó las oposiciones porque era lo normal, lo que hacía la mayoría. ¿Vocacional? Nunca se sintió llamada a una misión o a un destino.
—Lo mío es profesional —había respondido, sin mucha convicción, más para no dejarse ganar en la disputa que porque lo creyera firmemente. Sin embargo, no intimidó a su adversario, que le contestó:
—Profesional es el que cobra por ir a dar clase y hacer lo que pueda. Tú quieres hacer más, tú quieres educar.
La conversación viró por otros derroteros y la cosa quedó así, incompleta, sin importar gran cosa a nadie. A nadie menos a ella.
Educar. Se acordó de las botellas selladas por su corcho y de sus esfuerzos por llenarlas probando distintos líquidos, de distintos colores, densidades, composiciones, sabores... Quizá el error estaba ahí: el problema no está en el líquido, está en el corcho. ¿Pero qué significa eso? ¿Cómo se descorcha a un grupo de alumnos de secundaria?
La Navidad pasó más deprisa aún de lo que llegó y el nuevo año trajo nuevas deudas que había que pagar a su momento, y la primera deuda era volver al trabajo.
Tareas
12 de noviembre de 1997
Querido Iñaki:
Cómo te envidio, con tal cantidad de