El poder de la derrota. Miguel Ángel Martínez López
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En paralelo voy revisando el material que tengo en mis manos y se me hace poca cosa para una tesis. Pero tampoco tengo tiempo para hacer algo más serio. Mi director de tesis me ha pedido que mire algunas cosas en los Santos Padres, ya sabes, San Ignacio de Antioquia, San Cipriano, etc, y el “Regulae Pastorales Liber” de San Gregorio Magno, para buscar paralelismos entre la pastoral actual y la de los primeros siglos. ¡Los Santos Padres! ¿Crees que todo el mundo está perdiendo la cabeza? Incluso me habló de un libro de Harnack que tendría que leerme.
Como ves, las cosas no van como había planeado. Ya sabes lo que me gusta hacer planes y que luego se cumplan. Pero todo el mundo parece conjurado contra mí: el obispo, el vicario, mi director, los compañeros de otras diócesis... Aquí cada uno va a los suyo y yo en el último vagón. ¿No me merezco algo mejor?
Perdona el desahogo pero no tengo por aquí a nadie con la suficiente confianza. Después de tres años fuera, con todos mis amigos desperdigados por pueblos inaccesibles me siento bastante abandonado. Además es un poco tarde y el cansancio incrementa mi desánimo.
Por si esto fuera poco, ya está casi todo el mundo enterado de que mi ocupación es preparar la tesis y estoy notando que la actividad intelectual es bastante poco valorada. Me está llegando un aluvión de peticiones de curas de la zona para sustituirles un domingo, ayudarles con una capellanía, decirles una misa... porque “como estás estudiando y no tienes que hacer nada”. Me revienta. ¡Es que estudiar es no hacer nada! ¡Qué cara más dura! De momento me voy escabullendo, pero pronto tendré que empezar a contestar mal. ¡Estoy harto!
Todos mis compañeros de seminario repartidos en parroquias o en cargos diocesanos, mis compañeros de Roma, haciendo valer su licenciatura con orgullo, y yo, sin embargo, ocupado en llegar no sé a dónde ni cómo. Menos mal que tengo buena paciencia.
Se me olvidaba la guinda. ¿Recuerdas el asunto de los santos? Me puse también con mi “santo” particular. Se llama D. Luis Costa Fernández, seguro que te suena. Hace unos cinco años tuvo un problema muy serio en el pueblo del que era párroco: se enfrentó con el ayuntamiento del lugar por un espectáculo de las fiestas que se salía un poco de tono y el asunto se le fue de las manos y le quemaron la casa parroquial mientras decía misa. Seguro que recuerdas el incidente porque salió en los periódicos. Murió poco tiempo después, supongo que del disgusto. Una mezcla de cura de Ars y Torquemada por lo que me han contado. Como le quemaron la casa y no salvó más que lo puesto y el breviario, no se han salvado diarios ni escritos suyos ni objetos personales, apenas unos folios escritos poco antes de su muerte, que me van a remitir del obispado pero que, no podría ser la excepción, aún no me han llegado. Ya te contaré.
Suerte y un abrazo,
Arturo.
Errante
Vagué por la ciudad, errante, a la deriva, hasta llegar a la estación (que bien conozco). Aquí me encuentro mirando el panel “Salidas / Departures”. Sólo pienso en partir y no se a dónde, fugitivo del martillo que me aplasta: Valladolid, Valencia, Zaragoza... ¡qué más me da! Me voy a la taquilla.
Delante de mí, una señora chillona discute el cambio —¿Dónde voy yo con esta furriela de monedas que pesan un quintal? —refunfuñando. Se marcha y allí me quedo yo frente al cristal que impide el trato humano. —Al mismo sitio —dice una voz extraña que sale de mi boca —32,30 —responde el cristal, y —¿con tarjeta? —inquiere el extraño sin mirarme. Mi mano busca ágilmente en mi cartera.
Realmente estoy loco y trastornado: saco un billete y no sé a dónde. El billete en mi mano es tan ligero y la carga que llevo tan pesada.
Voy a buscar ese tren que lleva a... ¿a dónde? Miraré en el billete, pero veo a la señora tan chillona regañando a su sombra por seguirle pegada. Voy tras ella. Así mejor, viajar a ningún sitio porque no voy a ningún sitio, mi viaje es una huida, y qué más da el destino de mi viaje si no puede alejarme de mí mismo. Solo estoy porque no me queda nadie. Ojalá estuviera solo de mi mismo.
Me acomodo en el tren, en ventanilla. ¡Cómo me gusta el tren! Es tan hermoso ver la vida de paso. Si pudiera tomar el tren del tiempo y avanzar mientras duermo. Despertarme diez años después cuando todo sea historia. O volver al instante maldito en que elegí quedarme solo en la casa. Se fue a recoger aquellas fotos y ya nunca volvió. Si hubiera ido con él... Pero es tontería. No fui y basta.
Se mueve el tren y avanza lentamente, como el agua del río, sin retorno. Reparo en el vagón y las personas que ajenas a mi pena me acompañan: un señor con bigote, cuatro amigas, un chico con corbata, la señora chillona leyendo una revista de amores ajenos, una madre y su hijo...
Una madre y su hijo. De pronto, me doy cuenta que ya no soy ni esposo, ni padre.
Qué extraña sensación, nunca había reparado. No soy esposo desde hace diez años, pero hasta ahora no lo había sentido así. Ella murió despacio, con mucho tiempo, se fue muriendo sufriendo. Tuvimos tiempo de demostrarnos el amor, de perdonarnos mutuamente tantos fallos, de despedirnos, en medio de un sufrimiento creciente, que nos preparaba para el final, incluso deseándolo. El final no fue una ruptura, más bien una despedida. Cambiamos el sufrimiento del cáncer implacable por el sufrimiento de la separación, su sufrimiento, por el mío, su descanso por mi trabajo. ¡Qué diferente ha sido ahora!
Además me tocó darle el relevo, sacar adelante a un chaval de doce añitos, fue seguir queriéndola en él. Sólo pude hacer de madre uniéndome más a ella. ¿Qué haría aquí? ¿Cómo haría esto? Quince años de matrimonio juntos, diez más de matrimonio unidos en la ausencia. Pero ahora...
Cruzamos, entre naves, chabolas, escombreras y campos olvidados, los tristes arrabales industriales, hasta salir al campo abierto. El tren acelera hasta lanzarse a cruzar el horizonte. Observo a la madre y a su hijo, que pregunta incansable.
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