Señales sensibles. Jean-Luc Nancy
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Un pensamiento que se oye a sí mismo traquetear, zumbar o bien estridular, rechinar, restregar, desenrollar, raspar. Ni siquiera en el bajo continuo de un encadenamiento obligado de razones e impresiones reina la intención, el propósito de una imagen, de un cuadro del mundo o del ser. Prima más bien una captación furtiva de conjunciones, de pasajes, de derrames o de desbordamientos. Una invasión, sin duda alguna, pero con sus cadencias, sus tiempos y contratiempos. No lo escuchamos, puesto que falta la forma, pero lo oímos. Decimos que hemos oído algo. Algo se ha roto, se ha deslizado, ha patinado, ha rechinado o ha pitado. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué oímos acercarse o alejarse?
JL: Como es usted el que plantea la pregunta, le voy a responder: lo que oímos acercarse o alejarse tal vez sea justamente el yo, el ego. O, como mínimo, tal vez usted mismo habría respondido «yo» cuando escribió una de sus primeras obras, Ego sum. Se trataba ya de aguzar el oído para oír el texto de Descartes, «el murmullo del sujeto que ahí se enuncia y se desploma». Ciertamente, Descartes pretende dar al mundo la claridad de un cuadro, y ese cuadro lo presenta, por encima de todo, él mismo, el sujeto fundador de todo conocimiento. Pero, más allá, el cuadro no domina si escuchamos los mismos ruidos que el autor: «He resuelto –nos dice– ocultarme detrás del cuadro para escuchar lo que se diga de él». Usted comenta: «El autor del método sólo puede presentarse mediante una pintura, y esta pintura es a la vez su propio original y la máscara del original que se disimula, a dos pasos, detrás de su retrato»; aunque también añade: «tal vez el cogito únicamente pueda oírse mediante la escucha de quienes ven el cuadro»[5].
Por lo tanto, la evidencia cartesiana nunca es una visión clara y distinta de sí, puesto que no podemos vernos directamente, vernos viendo. Sólo podemos ver la visión, precisa usted, a través de un ojo muerto, como hace Descartes, observando la aparición del mundo en una pintura ingenua a través de un ojo de buey despojado de su parte posterior. Así, en Descartes, el mundo se convierte en la fábula del sujeto que ve a través de otro ojo, que oye una voz que no es la suya, como aparece claramente escrito en el libro que lee el filósofo pintado por J. B. Weenix: «mundus est fabula». En esta fábula, el propio sujeto se oye sin captarse, asegurándose de su existencia, «pienso, soy», tan sólo en el momento en que pronuncia esas palabras, pero también en el momento en que esas palabras se le escapan, hasta el punto de que el sujeto se retira o se suprime de su propia enunciación. La escritura del sujeto es finalmente la de ese último ardid, la de esa última eliminación…
Como ha dicho usted hace un momento, los cabellos, el mostacho y la mosca de mosquetero de Descartes aún le hablan hoy en día; usted ve ese retrato, el juego de máscaras que implica, y Descartes se revela aún cerca de usted, que no puede ver ni su propio rostro ni su retrato.
Me gustaría que nos hablara un poco más sobre esa proximidad, es decir, sobre su concepción de la historia de la filosofía: ¿qué hacer con los filósofos anteriores, cómo verlos, oírlos, leerlos?, ¿cómo pueden ayudarnos a pensar nuestro presente, es decir –y ahora me hago eco de la pregunta que usted ha planteado antes–, de lo que se aleja y se acerca?
JLN: Lo que se aleja y lo que se acerca, o lo que se acerca, en lo que se acerca: las tres cosas juntas. Se da ese movimiento complejo de retirada en el acercamiento, de rechazo o de evasión de lo que se presenta, y singularmente de la filosofía o del filósofo que supuestamente lo encarnaba. La filosofía y el filósofo se ocultan mutuamente o se denuncian mutuamente, puesto que la una dice que nadie puede ser «el filósofo» y el otro dice que no hay «filosofía». Malebranche dice que no hay que creer ni a Aristóteles ni a Descartes sino «meditar con ellos, como ellos lo han hecho». Me sé esa frase de memoria desde hace cincuenta y cinco años, porque su precepto siempre me ha dejado admirado y perplejo: ¿cómo entender el «con» y el «como»? (Perdóneme: he comprobado que mi cita es un poco inexacta, pero el sentido es ése.) Malebranche parece comprenderse a sí mismo. A su juicio seguramente haya una seguridad disponible, en virtud de la cual la verdad se hace conocer mediante toques y tonos diferentes, pero de la misma procedencia y con la misma destinación. Para él, esa seguridad está «en Dios». Sin embargo, no deja de llamar la atención que justo a continuación escriba que hay que remitirse a la voz del maestro común y, con ello, «a la convicción interior y a los movimientos que uno siente al meditar». Por lo tanto, hay una sensibilidad meditante o meditativa que sirve como comunicación de «la voz del maestro común», la cual, en definitiva, parece modelar la «convicción interior».
No trato de realizar una exégesis precisa de Malebranche: recurro a él en virtud de una convicción íntima o de lo que siente mi meditación. Siento que se trata de un movimiento profundo de confianza en un «sentido», precisamente, que debe ser un sentido de la verdad, puesto que ella ha de revelarse no sensible. Siento que todo filósofo (un nombre que designa la filosofía en acto, en ejercicio, en praxis) es un sintiente de esa clase. Por ejemplo, Kant siente que la verdad «nada tiene que ver con la razón», es decir, como una tensión infinita y verdaderamente penosa, incluso peligrosa. Platón muestra una sensibilidad análoga cuando describe la dificultad de liberar al que se va a forzar a volverse hacia el día y a ascender hasta la admiración.
La misma tensión –¡no una intención sino una tensión!– se modula cada vez de una manera inédita, y ella es lo que podemos compartir. Es ella la que se apodera de uno en un momento determinado, conforme a circunstancias que vuelven a lanzar y a modelar la fuerza de esa… ¿cómo llamarla? ¿Inquietud? ¿Deseo?
En todo caso, es cierto que no hay que conceder demasiada importancia a la «seguridad» de la que he hablado hace un momento. Esos grandes racionalistas parecen tener esa seguridad, es verdad, pero ello se debe más bien a un tono propio de la época, y qué duda cabe de que nunca ha habido una seguridad en Dios o en la razón completamente exenta de cierta duda. Dios era el nombre claramente no-nombrable de una seguridad convencida de que no podía dejar de ser no-nombrable y no-presentable. Tal vez habría que añadir que Dios estaba muerto desde el primer momento, en el huevo mismo, si se me permite hablar así. El edificio grandioso del ser y de su saber nunca ha existido. Ha habido figuras diversas, complejas, inconciliables, que se sabían tales, que sabían que penaban y se atormentaban aunque se mostraran llenas de seguridad.
Ese tormento es lo que nos ha quedado en herencia. Es la seguridad secreta, la que tiene la certeza de que, al exigir un «principio de razón suficiente», ya ha retirado de él toda suficiencia.
Cierto es también que hemos pasado por una tonalidad marcada insistentemente por el abismo, por lo que no tiene fondo, por la falta estructural y sustancial. Para muchos ha sido una especie de seguridad deformada.
Pero la herencia se enriquece con toda clase de cosas. O, mejor dicho, se trata menos de una herencia que de una compañía. Cada vez somos más contemporáneos de todo aquello que nuestra visión presenta como nuestros predecesores. Indudablemente, lo que conserva