Señales sensibles. Jean-Luc Nancy
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Indudablemente ha pasado la época en que el filósofo ocupaba una especie de lugar natural, a menudo en el mundo universitario, y además hacía apariciones en la escena pública en calidad de «intelectual». Es verdad que hoy se le reclama en ese último papel (mientras la Universidad se hunde en el olvido de sí misma), pero el filósofo ya no está disponible, al menos no para dar lecciones de una supuesta sabiduría; en todo caso está para dar testimonio de la dificultad de dar «lección» alguna en un mundo en que los discursos se adormecen o bien se retuercen penosamente, mientras que las imágenes se alarman o se impacientan. Fijémonos, por otro lado, en que la etiqueta «filósofo» parece cada vez más codiciada por los medios.
Sin embargo, hay algo que no deja de resultar destacable: por todas partes, con toda clase de «público» (auditorio, concurrencia, participantes), el ejercicio de la reflexión, de la interrogación, de la labranza o de la elaboración pacientes y laboriosas de las palabras, de las ideas, encuentra empatía, participación, resonancias. Es posible que este fenómeno guarde alguna analogía con lo que acontece en algunas relaciones que se establecen con el arte: el encuentro con los artistas, la necesidad de acceder a una participación exigida por las obras, bien porque ellas lo demandan para su performatividad, bien porque exigen acceder a formas, a materias insólitas y a relaciones desconcertantes con un supuesto «sentido».
En general, hoy experimentamos una forma particular de asombro, que no es tanto ese asombro admirativo, a la vez sorprendido y entusiasta, que creemos adivinar cuando Platón y Aristóteles dicen que es la emoción propia del filósofo, sino un asombro perplejo, inquieto, preocupado, que difícilmente lleva a la admiración sin mezclarla al menos con una cierta sospecha. Nos pasamos la vida repitiendo las mismas quejas sobre nuestro entorno técnico (¡ah, esos jóvenes con sus mp3 en las orejas!), social y político (esos refugiados, esas catástrofes), económico (inútil insistir), ecológico (ídem), y esa perpetua cantinela es retomada una y otra vez, machacada sin cesar por los medios, tampoco libres de ese lamento constante, igualmente mediático… Así es como se fabrica una especie de estupefacción renovada (¿qué más se ha inventado?, ¿qué nueva fibra?, ¿qué nuevo desastre?) que en ocasiones raya con el embrutecimiento. A menudo parece que falte algo de esa curiosidad vivaz, alerta, despierta, por ejemplo en las clases. Sin embargo, sobre ese fondo de desinterés respecto de todo lo que ha perdido la perspectiva de un futuro, nacen otras formas de pensamiento. Ideas que no se apoyan en los futuribles, en los programas, en las previsiones, sino que aprovechan las ocasiones, que logran encuentros. Pensemos en el papel que hoy en día desempeñan los viajes.
Nos cuesta imaginar que otros periodos –por ejemplo, el siglo VII en Europa– hayan podido experimentar problemas, perplejidades y vagabundeos comparables, cuando, de forma inesperada, Europa se incorporaba lentamente al mundo… Eso es lo que me parece fascinante: está pasando algo análogo, lo sabemos, lo sentimos, aunque no podamos identificarlo.
JL: El asombro del filósofo y la invención filosófica dan pie en sus palabras a un cierto distanciamiento respecto de la institución. Sin embargo, la respuesta a la crisis de la Europa del siglo VII fue la elaboración progresiva de nuevas instituciones que implicaban una nueva distribución de los saberes y las prácticas, en particular la jerarquía de las artes liberales y de las bellas artes, sobre las que más adelante se cimenta la creación de la Universidad y, con posterioridad a ésta, la de las academias artísticas. No cabe duda de que a esas formas institucionales les cuesta adaptarse a nuestro presente… o a no «olvidarse de sí mismas», lo que les brinda la posibilidad de un recuerdo que sería también un retorno a un sentido original.
Sin embargo, al mismo tiempo la filosofía procura más bien resistirse al control institucional, inspirándose en movimientos artísticos que han roto explícitamente con el academicismo, y sobre todo en las vanguardias. Eso se aprecia claramente en lo que escribe Deleuze en el prefacio de Diferencia y repetición, publicado en 1968. Allí encontramos un eco profundo con lo que acaba de decir usted: «La búsqueda de nuevos medios de expresión filosóficos fue inaugurada por Nietzsche, y en la actualidad debemos proseguirla en relación con la renovación de ciertas artes, como, por ejemplo, el teatro o el cine». A lo que Deleuze añade: «Creemos que la historia de la filosofía debe desempeñar un papel análogo al de un collage en un cuadro. La historia de la filosofía es la reproducción de la filosofía misma. Sería necesario que la exposición, en historia de la filosofía, actúe como un verdadero doble y comporte la modificación máxima propia del doble (imaginemos un Hegel filosóficamente barbudo, un Marx filosóficamente lampiño, exactamente igual que una Gioconda con mostacho)».
Para Deleuze, la historia de la filosofía consiste en pintar «retratos mentales»[7], pero lo que ahora nos importa es el paréntesis, la subversión de esos dos retratos, el de Hegel y el de Marx. Hegel es el pensador de la historia instituida e instituyente, el representante de una filosofía universitaria que se inserta en un Estado y una universidad modernos al tiempo que los domina, puesto que sólo ella puede justificar entera y soberanamente su racionalidad y su relación. Marx critica esa doble soberanía de la filosofía y del Estado, y apela a una transformación del pensamiento, el cual debe pasar de interpretar el mundo a transformarlo, si no quiere convertirse en pensamiento económico y no ya filosófico, con el comunismo como horizonte.
Al pegar la barba de Marx a la cara de Hegel y (cosa mucho menos recordada) al prestar a Marx las mejillas de Hegel, Deleuze pretende volver asombrosa y nebulosa la relación entre institución y revolución, como puede hacerlo el arte, pero sin romper con la institución. Lo que nos dice es coherente con su implicación en la Universidad de Vincennes, creada en 1968 tras los acontecimientos de mayo, y con su voluntad, compartida por muchos otros, entre ellos usted, de dirigir la filosofía a los no filósofos.
Sin duda es usted el más hegeliano de los filósofos franceses actuales, y también el pensador de lo que aún podría significar la revolución y el comunismo, así como uno de los pensadores de mayo del 68. ¿Qué se deriva de la relación entre la filosofía y su institución (la Universidad, pero también, al menos en Francia, el último año de secundaria, las clases preparatorias, las grandes écoles)? ¿Debe inspirarse siempre en la relación entre el arte y sus instituciones (la Universidad, pero también las escuelas de bellas artes, los museos…)?
JLN: Es muy cierto que Carlomagno hizo mucho para emprender una renovación de las instituciones, no solamente de las escolares, y que después las universidades desempeñaron el formidable papel que todos conocemos. No es menos cierto que Hegel pertenece a un momento en que el espíritu general de las instituciones y, en particular, de la Universidad se reaviva en Europa, y que Hegel las piensa, como ha dicho usted, en una perspectiva que proyecta su racionalidad en cierto modo más allá de sí misma. Menos de un siglo después, Nietzsche se sentirá obligado a apelar a un «porvenir de nuestras instituciones de formación», lo que significa que no ocupa una posición fundadora en la misma medida que Humboldt y Hegel. Y Deleuze, en efecto, junto con otros, escogió Vincennes, que durante cierto tiempo fue una institución al margen de las instituciones. Sin embargo, debo añadir que, cuando, más adelante, él y Lyotard llegaron a la edad de jubilación, consideraban que su institución (desplazada entonces a Saint-Denis) no había logrado encontrar o, al menos, proseguir la vía innovadora en la que habían creído. Lo único que pretendo decir es que las instituciones son hijas y no madres de su tiempo. Alma mater, esa fórmula nacida con la Universidad de Bolonia, es hoy en día el título de una canción en la que Alice Cooper añora sus felices años en el colegio… También es cierto que esa canción tiene ya cuarenta años y que en nuestros días el espíritu colegial, así como aquello que reflejaba –a saber, cierta adhesión a la institución escolar y universitaria–, se disuelve