Naturaleza y conflicto. Danilo Bartelt Dawid
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Los programas de ajuste estructural correspondían a la hegemonía liberal en la política económica de las dos últimas décadas del siglo XX. El Consenso de Washington, como se le llamó a esa política económica, preveía liberar los mercados nacionales para mercancías y capital del extranjero y recortar los gastos públicos (a través de, entre otras medidas, la privatización de empresas públicas y el recorte de los presupuestos sociales). A cambio, prometía hacerle frente al alza de precios y a la inflación, así como un alto crecimiento continuo, acompañado de la creación de nuevos puestos de trabajo. También prometió los efectos positivos del liberalismo político: estabilizar la democracia, respetar los derechos fundamentales y los derechos humanos, garantizar elecciones transparentes y ponerle un freno a la corrupción.
Este ramillete de promesas se marchitó rápidamente. En muchos países, la pobreza, el trabajo informal y precario, así como el endeudamiento, aumentaron, y el crecimiento fue más bien modesto o inexistente. A cambio, se acumularon las crisis financieras, y fueron particularmente fuertes en México en 1995, en Brasil en 1988-1989 y en Argentina y Uruguay en 2001-2002. La corrupción clientelar muchas veces se mantuvo como parte de las prácticas sistémicas de los gobiernos, incluso en condiciones de democracia formal. Los “escuadrones de la muerte” y las tasas de asesinatos (que contribuyeron a aumentar el número de efectivos de la policía a cifras absurdas) representaron a América Latina en los medios de comunicación occidentales. Interceder a favor de los derechos sociales entrañaba un peligro de muerte en no pocos países del subcontinente. A fines del siglo XX tanto los datos económicos como las expectativas para el futuro eran sombríos. La región parecía condenada al eterno subdesarrollo debido a las deudas, la inflación, la creciente violencia y criminalidad, y se le consideraba el continente con la distribución de ingresos menos equitativa. A través de todo el territorio los regímenes políticos y partidos tradicionales perdieron la poca legitimidad que les quedaba. Se hicieron obsoletos ellos mismos.
El retorno a las elecciones libres y los procesos democráticos creó, al mismo tiempo, espacios de maniobra políticos para movimientos sociales y partidos de oposición. Se empezó a ventilar el descontento que había sido asfixiado durante las décadas de autoritarismo. Apoyadas muchas veces por movimientos sociales, llegaron al gobierno fuerzas que no pertenecían a las esferas de poder que se reproducían a sí mismas y que con frecuencia se remontaban a la época del dominio colonial. El primero de sus representantes fue Hugo Chávez en 1998, en Venezuela. Así, el milenio comenzó a la izquierda en América Latina. El subcontinente vivió un momento único. En 2009, en ocho países sudamericanos los partidos llevaron al gobierno a presidentes que se remitían a programas socialdemócratas, o incluso socialistas. En 2011 ganó en Perú el izquierdista Ollanta Humala, quien le ganó por un escaso margen a la hija del expresidente Alberto Fujimori.
Los gobiernos eran de origen y carácter diferentes,[4] y de manera igualmente distinta rompieron con las condiciones imperantes. En Uruguay y Chile —aunque también en Brasil—, las relaciones de poder económicas y las condiciones marco económico-políticas permanecieron, en esencia, intactas. Venezuela, Ecuador y Bolivia proclamaron el socialismo del siglo XXI y trataron de darle a la colectividad una base distinta mediante nuevas Constituciones. Chávez proclamó en Venezuela la “revolución bolivariana” y estableció así un vínculo tanto directo como mítico con el Libertador.
La confianza en la democracia, que el Consenso de Washington había querido fomentar, alentó a las personas a votar en favor de sus intereses y de representantes que pocos años antes habían sido perseguidos como “enemigos del orden” (miembros del gobierno de Lula da Silva en Brasil, por ejemplo, y de su sucesora, Dilma Rousseff, y de José Mujica, en Uruguay, estuvieron presos e incluso fueron torturados). Las dictaduras militares habían matado a plomazos las tentativas políticas por redistribuir el ingreso y ayudar por la vía política a las mayorías de la población en defensa de sus derechos, y eso había sucedido hacía apenas una generación. Ahora, nuevos instrumentos de participación ayudaban a los partidos de izquierda y a movimientos sociales a estructurarse, sobre todo en administraciones urbanas más cercanas a la ciudadanía. Además, sectores relevantes de las clases medias —en parte, empobrecidas— se reorientaron y votaron por gobiernos progresistas.[5]
Política contra la pobreza, pero no contra los ricos
Estos gobiernos tenían una serie de principios en común: en contra de la corriente transversal “neoliberal”, elevaron al Estado como actor dominante en el terreno social, pero también en el político-económico. En este marco, algunos gobiernos (re)nacionalizaron empresas clave, sobre todo en el sector energético (Venezuela, Bolivia, Argentina); otros optaron de manera consciente por no hacerlo. Los movimientos sociales —también debido a la ausencia de estructuras partidistas tradicionales— desempeñaron un papel importante para las manifestaciones sociales no sólo antes de las elecciones, sino que en parte fueron incorporados a las responsabilidades gubernamentales. Esto nunca antes había sucedido. En todos los niveles políticos se fortalecieron los elementos de la democracia participativa. La política económica se orientó a la demanda: aplicó un perfil activo en relación con el manejo del dinero, los créditos y el valor de la moneda; le apuntó a un desarrollo económico alimentado por el consumo de las clases sociales en expansión y promovió las exportaciones. El capital que operaba a nivel transnacional y los agronegocios recibieron un apoyo sustancial, pero se conservaron márgenes de acción para proyectos económicos alternativos y para la agricultura campesina. Estos gobiernos le atribuyeron una mayor importancia a la integración sudamericana —en particular— y latinoamericana —en general—, por lo menos en un plano retórico. Por último, hay que resaltar que muchos de ellos sólo pudieron llegar al poder mediante coaliciones con los partidos tradicionales y, con frecuencia, conservadores y clientelistas.
Aquí no sólo hay diferencias entre los programas del partido dominante en el poder y las acciones del gobierno,[6] pues esta enumeración muestra también que la etiqueta “de izquierda” describe de manera insuficiente y poco acertada el obrar económico de dichos gobiernos. De por sí hay un problema con las etiquetas usuales: diferentes gobiernos y, en particular, sus líderes —Hugo Chávez en principio, pero también Néstor Kirchner y su esposa Cristina, quien lo sucedió en el poder, y Luiz Inácio Lula da Silva— son considerados o, más bien, descalificados como “populistas”. Es cierto que el populismo no es un elemento constitutivo de una democracia bien lograda: desconfía de formas autónomas de organización y tiene en poca estima tanto a las instituciones como a las oposiciones. Pero en América Latina el populismo no sólo no es un privilegio de la izquierda; desde la perspectiva de la teoría de la democracia es mucho más complejo que el estereotipo —usado una y otra vez— de las masas manipuladas por un caudillo taimado y lleno de pathos, estereotipo que forma parte del malentendido que es América Latina. Donde existían estructuras autoritarias y desigualdades violentas que debían ser superadas, el populismo, tanto en términos históricos como en la actualidad, ha constituido una importante fuerza democratizadora que “moviliza a quienes tradicionalmente habían sido excluidos e integra ‘a las personas totalmente normales’ a la comunidad política”.[7] Y esto en sociedades que durante mucho tiempo lograron llenarse la boca con principios universales al tiempo que mantenían a la mayor parte de sus miembros privados de los derechos sociales y políticos. Venezuela en manos de Chávez fue una sociedad con un caudillo que parecía sacada de un libro de estereotipos,