Naturaleza y conflicto. Danilo Bartelt Dawid
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Los gobiernos de centroizquierda se propusieron reducir la pobreza, y en este campo obtuvieron sus más grandes éxitos. Como muestran datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), entre 2002 y 2014 el número de pobres en América Latina se redujo de 46 a 28.5%... pero este éxito no se lo pueden atribuir exclusivamente los gobiernos de izquierda. Por ejemplo, Perú, que tuvo un gobierno conservador hasta 2011, redujo a la mitad su tasa de pobreza hasta llegar a 25.8% en 2012, y continuó su reducción hasta llegar a 20.7% en 2016; al mismo tiempo, casi se duplicó el ingreso per cápita anual de los peruanos, de 5,500 a 10,000 dólares. Otros Estados latinoamericanos fueron menos exitosos, mas la tendencia fue la misma en toda la región, aunque con grandes diferencias: en 2015, sólo 12% de los chilenos y menos de 10% de los uruguayos eran considerados pobres, como el 28% de los colombianos y 26% de los paraguayos; es decir, casi el doble en contraste. En los Estados pequeños de Centroamérica (con excepción de Costa Rica), los valores son todavía más altos: en Honduras los pobres llegan casi a 69%. Aunque a partir de 2015 se continuó su reducción en muchos países, en total continuó en aumento el número de personas en situación de pobreza y de pobreza extrema, y a fines de 2016 alcanzó 30.7%, lo cual equivale a 186 millones de personas en toda América Latina.[8]
Estos éxitos por lo general se les atribuyen a los programas de transferencias de ingresos —con frecuencia vinculados con inversiones—, pero esto es inexacto: en primer lugar, los programas de transferencias, como la conocida Bolsa Família en Brasil, no son una invención de los gobiernos de orientación socialdemócrata. En muchos casos fueron gobiernos liberales y conservadores los que ya los habían introducido con anterioridad o habían, como el presidente Sebastián Piñera en Chile, en 2010, optado por ellos. Los gobiernos de izquierda más bien los ampliaron, mejoraron e institucionalizaron (por ejemplo, mediante ministerios propios) otorgándoles, de esta forma, otro papel en la mitigación de la miseria. En segundo lugar, los beneficios de estos programas, por lo general, son insuficientes para las familias individuales, puesto que se trata de montos mensuales de una o cuando mucho dos cifras en dólares por miembro de la familia. No en balde los gobiernos conservadores que —como en Brasil— sustituyeron a los gobiernos de izquierda conservaron casi siempre este tipo de programas, aunque por lo demás su política económica tiene una fuerte orientación liberal y aún recortan otras prestaciones sociales.
Para decirlo de manera un tanto exagerada: los programas de transferencia más bien convirtieron a los miserables en pobres, y no a los pobres en miembros de la clase media.[9] Les brindaron a los beneficiados un nivel mínimo de seguridad que no habían tenido antes. A diferencia de la seguridad social financiada por medio de contribuciones, esta ayuda social financiada con impuestos es una reacción al hecho de que en las economías nacionales latinoamericanas más de la mitad de las personas económicamente activas tienen un empleo informal y no tienen acceso a la seguridad social. Cuando la transferencia está ligada a requisitos, entonces las autoridades por lo general exigen pruebas de que los niños asisten regularmente a la escuela y de que participan de la asistencia sanitaria. De esta manera, los programas mitigan algunos efectos sociales de exclusión típicos de la pobreza. Junto con pensiones básicas que no dependen de las contribuciones ayudan, sin duda alguna, a mitigar la pobreza absoluta (la miseria), pero, según estudios del programa de desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), prácticamente no aumentan las posibilidades de que mejoren los ingresos de los padres, sino que le apuestan a romper el efecto hereditario de la pobreza; es decir, que la siguiente generación —mejor alimentada y con una mejor formación— logre escapar de la pobreza.[10]
Es decir que, en la mayoría de los casos, no fueron los programas de transferencia los que sacaron de la pobreza a las personas en América Latina. Los responsables fueron, sobre todo, el aumento de los salarios reales en los grupos de bajos ingresos y una política laboral que creó empleos en el sector formal. Concretamente, todo esto permitió, después del cambio de siglo, un crecimiento económico sostenido, que se debió sobre todo a un periodo inusualmente largo de precios inusualmente altos en las materias primas. En muchos casos, la política económica aplicada no fue ni innovadora ni de izquierda, en sentido clásico; también los gobiernos de orientación social aspiraban a controlar la inflación y a lograr excedentes presupuestarios, y sostuvieron la apertura de los mercados para la importación, medidas que vienen más bien del instrumental liberal. Argentina reguló el tipo de cambio para su moneda, el peso, pero Brasil y otros países le dejaron al mercado las valoraciones de divisas. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos, como era de esperarse de una política económica de izquierda, impuso al Estado como actor e inversionista en la política económica. Lo que no se esperaba era que esta alta cuota estatal tuviera un éxito sorprendentemente bajo en la instauración y ampliación de capacidades industriales propias, a las cuales había aspirado. Los gobiernos promovieron proyectos de infraestructura que reaccionaban sobre todo a déficits en el abasto de energía y transporte. Déficits que, en primer lugar, reclama el sector de exportación de materias primas. El Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil (BNDES) mimó a grandes empresas, tales como el gigante de la carne JBS o las transnacionales de construcción y logística Grupo OAS, Andrade Gutierrez y a la empresa Odebrecht —que entre tanto ha sido acusada de corrupción sistemática en muchos países latinoamericanos—, hasta convertirlas en “campeonas nacionales”, lo mismo que a exitosas empresas multinacionales; igualmente subvencionó con generosidad a la agricultura industrial, pero descuidó a las empresas medianas. Nada es más indicativo de este fenómeno que la balanza comercial de los Estados latinoamericanos con China: la demanda del gigante del Este por materias primas y alimentos ha garantizado en los últimos años los ingresos de la economía de la exportación y el crecimiento en América Latina. Al mismo tiempo, China inunda los mercados domésticos liberalizados con sus productos industriales que, aunque son baratos, siempre tienen un valor añadido mucho más alto que las materias primas. Las consecuencias: enormes déficits comerciales y, por tanto, también de cuenta corriente.[11] Quien imagine que ésta es una situación ganar-ganar de una cooperación Sur-Sur, no reconoce la lógica de desarrollo que se oculta tras este intercambio.
La cuestión social: atorada a medio camino
Se ha discutido mucho hasta qué punto funcionan los programas de transferencia de recursos de ayuda social, si son la estrategia correcta de manera sostenible y a largo plazo para salir de la pobreza.[12] Lo prometido no fue sólo reducir la pobreza. El meollo del asunto era y es convertir a los “pobres” —que disfrutan de subsidios cuando los gobiernos consideran que es bueno dárselos— en “ciudadanos del Estado”, es decir, en miembros de la comunidad que demandan que se les concedan derechos sociales. Entonces, la pobreza no debe concebirse como un virus al cual habría que “combatir”, ni como un defecto individual o un contrincante sin nombre, sino como el resultado de una inequidad producida de manera política e histórica y largamente fomentada que demanda una contraestrategia política, dirigida a grupos específicos.
Este pensamiento se expresó por primera vez con esta determinación en el subcontinente, aunque no de manera tan duradera como muchos partidarios se lo hubieran imaginado. En primer lugar, no en todas partes los programas gubernamentales fueron establecidos como un derecho, e incluso donde es reconocido como tal, se le debilita cuando el Estado al mismo tiempo —como por ejemplo, en Brasil— privatiza instituciones del sector salud y educativo, con lo cual elude su responsabilidad en esos campos clave. Y, al final, los supuestos éxitos son también resultado de un marco político que