El Capitán Tormenta. Emilio Salgari
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El señor Perpignano era todo lo contrario que su rival. De bastante menos edad que el polaco, que ya contaba seguramente unos cuarenta años, se advertía en él al auténtico tipo de veneciano, alto y delgado, aunque robusto, con el cabello y los ojos negros, y la piel del semblante un poco pálida.
El Capitán Laczinski llevaba una pesada coraza de hierro, y de su costado pendía una enorme espada. El señor Perpignano, en cambio, lucía el elegante traje veneciano de la época: casaca suntuosamente recamada, que le llegaba hasta media pierna, calzón de malla de varios colores y escarpines. Sobre la cabeza llevaba la toca azul ornada con una pluma de faisán. En vez de un guerrero parecía un paje del Dux de Venecia, pese a su armamento, que consistía en una espada ligera y un puñal.
El juego había vuelto a iniciarse con entusiasmo, por las dos partes y con creciente curiosidad de los soldados. A lo lejos rugía de vez en cuando el cañón, haciendo agitarse la llama de la lámpara.
El Capitán había perdido ya —no sin grandes maldiciones— otra media docena de cequíes, cuando una de las cortinas de la tienda se alzó y un nuevo personaje, tapado con un amplio tabardo negro, y cuyo birrete se hallaba adornado por tres plumas azules. Penetró en la tienda, exclamando con acento ligeramente irónico y sin embargo lo bastante enérgico para ser obedecido:
—¡Magnífico! ¡Aquí se está jugando en tanto que los turcos pretenden demoler el fuerte de San Marcos y lo minan sin descanso! ¡Que mis hombres tomen las armas y me acompañen! ¡Allí se encuentra el peligro!
Mientras los soldados empuñaban sus alabardas, mazas de hierro y espadas de doble filo, que habían dejado juntas en un rincón de la tienda, el polaco, que se encontraba de un endiablado humor por la huida ininterrumpida de sus cequíes, había alzado la cabeza, contemplando con hostilidad al recién llegado.
—¡Hola! ¡El Capitán Tormenta! —exclamó en tono de burla—. ¡Ya podía defender solo el fuerte sin venir a dar por terminada nuestra partida! Famagusta no se entregará esta noche.
El joven era arrogante, acaso atractivo en exceso para ser un guerrero; no demasiado alto, pero esbelto, de rasgos correctos, con negros ojos. Parecía antes bien una encantadora muchacha que un capitán.
Llevaba una armadura totalmente de acero, con un pequeño escudo en mitad del peto, en el que se veían grabadas tres estrellas bajo una corona ducal.
—¿Qué pretende decir con tales palabras, Capitán Laczinski? —inquirió, sin abandonar la mano de la empuñadura de la espada.
—¡Que los turcos pueden aguardar hasta mañana! —contestó el aventurero, encogiéndose de hombros—. ¡Aún somos lo bastante fuertes para hacerlos retroceder hasta Constantinopla o a la mitad del desierto de Arabia!
—No altere el sentido de las palabras, señor Laczinski —repuso el joven—. Se refería a mí, no a los infieles.
—Usted o los turcos, para mí es lo mismo —interrumpió en forma brutal el polaco, todavía de pésimo humor por la mala suerte que con tal empeño le acosaba.
El señor Perpignano, que era un gran admirador del Capitán Tormenta y a cuyas órdenes combatía, empuñó la espada dispuesto a precipitarse sobre el polaco, pero fue interrumpido por el joven, que había mantenido una absoluta serenidad:
—La vida de los defensores de Famagusta es en exceso valiosa para jugársela de semejante manera. El Capitán Laczinski pretende reñir conmigo para desahogarse de las pérdidas sufridas o tal vez porque, como he oído decir, duda de mi valor.
—¡Sí! ¡Pongo en duda su valor! —replicó el polaco—. Es demasiado joven para tener la reputación de famoso guerrero y, por otra parte…
—¡Acabe! —agregó el Capitán, interrumpiendo con firmeza al señor Perpignano, que por segunda vez había vuelto a desenvainar la espada—. ¡Es muy entrometido, Capitán Laczinski!
El polaco derribó el taburete que les servía de mesa.
—¡Por San Estanislao, patrón de Polonia! —gritó levantando con nervioso ademán sus lacios bigotes, que pendían como los de los chinos—. ¿Pretende burlarse de mí, Capitán Tormenta? ¡Dígamelo llanamente!
—¡Ya podría haberse dado cuenta! —contestó el joven, siempre con acento burlón.
—¡Se considera muy experto espadachín si tiene la osadía de burlarse de un viejo oso polaco, muchacho! ¡Si es que en realidad es un muchacho, ya que tengo mis dudas!
Al escuchar aquellas palabras, el joven se tornó lívido y un destello de ira brilló en sus ojos negros.
—Hace cuatro meses —exclamó— que lucho en las trincheras y en los fuertes; me conocen y nos conocemos todos. Le advierto, además, que mi espada de muchacho conoce mejor a los turcos que la suya, de matón. ¿Lo ha oído, Capitán aventurero?
En esta ocasión fue el polaco quien se tornó lívido.
—¿Yo un aventurero? ¿Y me lo dice el Capitán Tormenta?
—¡El Capitán Tormenta puede lucir en su armadura una corona ducal!
—¡Yo me colocaré una real en la coraza! —contestó el polaco, riendo—. ¡Sea lo que sea, yo afirmo, duque o duquesa, que no tiene suficiente valor para enfrentarse a mi espada!
—¡Duque, ya se lo dije! —exclamó el joven Capitán—. ¡Esto lo solucionaremos entre los dos!
Los mercenarios, que se habían reunido a la derecha de su Capitán, cogieron las alabardas y dieron un paso hacia adelante, en actitud de precipitarse sobre el polaco y despedazarlo.
—¿Pone en duda mi valor? —dijo con acento irónico—. De acuerdo: todos los días un joven turco, sin duda muy valeroso, llega bajo nuestras murallas para desafiar al más experto espadachín y medir con él sus armas. Mañana no dejará de acudir. ¿Usted es lo suficientemente valeroso para enfrentarse a él? Yo sí.
—¡Me lo tragaré de un bocado! —repuso el polaco—. ¡No me amedrentan los turcos! ¡No soy veneciano ni dálmata! ¡No valen lo que los tártaros rusos!
—¡Hasta mañana!
—¡Belcebú me lleve con él si falto!
—Yo ya estaré allí.
—¿Quién será el primero en batirse?
—¡El que guste!
—Ya que soy el de mas edad, yo seré el primero; luego lo intentará usted, Capitán Tormenta.
—Que sea así, si es su gusto. Por lo menos no se podrá decir que los defensores de Famagusta se matan entre ellos.
El Capitán Tormenta cogió el tabardo que uno de sus soldados le entregaba y, poniéndoselo sobre los hombros, abandonó la tienda mientras decía a sus hombres:
—¡Al fuerte de San Marcos! ¡En ese punto es donde los turcos están minando y donde el peligro es más grande!
Y salió, sin mirar a su adversario, acompañado por el señor Perpignano y los soldados, quienes, aparte de las alabardas,