El Capitán Tormenta. Emilio Salgari
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El Capitán Tormenta - Emilio Salgari страница 4
La compañía de los soldados al mando del Capitán Tormenta, que tenía por teniente al señor Perpignano, se encaminó hacia el fuerte, cruzando callejuelas estrechas flanqueadas por casas de dos pisos.
La noche era muy oscura. Todas las ventanas se hallaban cerradas y los faroles apagados. Caía una lluvia menuda y continua, acompañada de un viento caluroso, enervante, procedente del desierto de Libia, que cruzaba silbando por entre los tejados.
El cañón retumbaba más a menudo que antes, y de vez en cuando un proyectil de piedra, de los utilizados en aquel tiempo, cruzaba silbando por los aires, dejando detrás una estela de chispas, para ir a caer con sordo estruendo en el tejado de alguna casa, hundiéndolo y haciendo cundir el espanto entre los moradores.
—¡Vaya noche! —exclamó el señor Perpignano, que marchaba al lado del Capitán Tormenta—. Los turcos no podían haber elegido una mas apropiada para intentar el asalto al fuerte de San Marcos.
—Será trabajo inútil, al menos de momento —replicó el Capitán—. La hora trágica de la caída de Famagusta no ha sonado aún.
—Pero no tardará en sonar, si la República no se apresura a mandar refuerzos.
—Será mejor no contar sino con el valor de nuestras espadas, señor Perpignano. La Serenísima se halla muy ocupada en proteger sus colonias de Dalmacia, y las galeras turcas navegan por las aguas del archipiélago y del Jónico, prestas a exterminar a quien pudiera acudir en nuestro socorro.
—En tal caso habrá de llegar el día en que debamos rendirnos.
—Y también dejarnos asesinar, ya que estoy enterado de que el sultán ha ordenado llevar la lucha a degüello a fin de castigar nuestra prolongada resistencia.
—¡Miserable! ¡Nosotros habremos tal vez muerto ya y no estaremos presentes en tal exterminio, Capitán! —dijo el señor Perpignano, suspirando—. ¡Desdichados habitantes! ¡Mejor sería para ellos quedar sepultados totalmente!
—¡Cállese, teniente! —repuso el Capitán—. Siento una gran tristeza al pensar en el instante en que esas fieras procedentes del caluroso desierto de Arabia penetren en Famagusta, anhelosas de sangre igual que tigres.
La compañía había abandonado ya el recinto de la ciudad, alcanzando una amplia explanada cerrada en un lado por las casas y en el otro por una larga muralla, en la cual ardían varias antorchas.
La luz de las antorchas bastaba para ver a los guerreros que se movían en todas direcciones, pero no para reconocerlos, ya que el viento hacía oscilar las llamas de modo fantasmagórico. De vez en cuando un relámpago rasgaba las tinieblas, acompañado de un estampido.
Detrás de los artilleros, una gran fila de mujeres, algunas con suntuosas ropas, avanzaba en silencio, portando a duras penas enormes sacos, cuyo contenido arrojaban por encima de la muralla, afrontando, impertérritas, los proyectiles de los sitiadores.
Eran las valerosas mujeres de Famagusta, que reforzaban las murallas, minadas sin cesar por los enemigos, con las ruinas de sus moradas, abatidas por el bombardeo de los infieles. Un ejemplo más de que la valiente actuación de las mujeres puede decidir el final victorioso de un asedio prolongado. Históricamente, han sido muchas las heroínas de todas las razas que han hecho honor a su sexo manteniendo alto el ánimo de los sitiados sin contribuir al desespero general.
El sitio de Famagusta
El año 1570 comenzó de una forma trágica para la República de Venecia, la mayor y más temible enemiga de los turcos.
Ya hacía cierto tiempo que el rugido del León de San Marcos se había debilitado. En primer lugar el Negroponto, en Dalmacia, y luego las islas del archipiélago griego, habían recibido las primeras heridas, pese a la heroica defensa que sus moradores opusieron a los asaltos iniciales del enemigo.
Selim II, el formidable sultán de Constantinopla, dueño del Bósforo, vencedor de húngaros y austríacos, dominador de Egipto, Trípoli, Túnez, Argelia, Marruecos y parte del Mediterráneo, solo aguardaba el momento adecuado para tomar definitivamente las últimas colonias que en Levante poseía la República.
La concesión de la isla de Chipre a la República, concretada por Catalina Cornaro, fue la chispa que encendió la pólvora.
El sultán, considerando en peligro sus posesiones de Asia Menor, y confiando en su poderío, conminó a los venecianos, sin más explicación, a que entregaran la isla. Como era de imaginar, el Senado veneciano rechazó despectivamente la intimidación.
La isla de Chipre solo tenía en aquel tiempo cinco ciudades: Nicosia, Famagusta, Baffo, Arines y Lamisso. Solamente las dos primeras estaban en disposición de ofrecer resistencia, ya que eran las únicas amuralladas.
Se dieron instrucciones para fortificar los muros todo lo posible y constituir un amplio campo atrincherado en Lamisso, para reunir las tropas venecianas, que ya estaban en movimiento, bajo las órdenes de Guillermo Zane. También se dispuso hacer regresar desde Candía a la flota de MarcosQuirini, uno de los mejores marineros con que en aquella época contaba la República.
Nada más declarada la guerra, las fuerzas enviadas por el Senado desembarcaron sanas y salvas en Lamisso, gracias a la protección de Quirini.
Aquellos refuerzos se componían de ocho mil hombres de a pie, entre venecianos y mercenarios; dos mil quinientos de a caballo y bastantes piezas de artillería. La guarnición de la isla solo era entonces de diez mil infantes, entre arcabuceros y alabarderos; cuatrocientos mercenarios dálmatas y quinientos de caballería, pero a ellos se habían unido muchos habitantes, entre ellos varios venecianos.
Conocedores de que los turcos, con muy poderosas fuerzas, habían desembarcado ya bajo el mando del gran visir Mustafá, que era considerado como el más experto y el más feroz general, los venecianos dividieron sus tropas en dos cuerpos, decidiendo atrincherarse en Nicosia y Famagusta, determinados a resistir en sus posiciones el terrible asalto de las hordas enemigas.
Mustafá, que contaba con un ejército siete u ocho veces superior en número, llegó en poco tiempo, casi sin luchar, a las murallas de Nicosia, plaza que, por considerar la mas fuerte, deseaba rendir antes.
El 9 de septiembre de 1570, al alborear el día, Mustafá lanzó sus numerosísimas tropas contra el fuerte de Constanzo y, luego de una sangrienta lucha, consiguió conquistarlo. Al verse vencidos, los venecianos se rindieron con la condición de que se les respetara la vida.
El feroz visir aceptó, pero en cuanto la ciudad fue invadida por sus fuerzas, echó al olvido su palabra, y ordenó degollar a todos los defensores y también al pueblo, porque había colaborado en la lucha. Veinte mil personas fueron muertas, convirtiéndose la infortunada ciudad en un triste cementerio.
Solamente veinte nobles —por los que el sanguinario visir esperaba un buen rescate— y las mujeres y niñas de Nicosia fueron la excepción, si bien estas últimas para ser enviadas como esclavas a Constantinopla.
Las huestes islámicas, enardecidas por tan fácil triunfo, marcharon